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Domingo, 31 de diciembre de 2006
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Nota de tapa

Big Ben, según pasan los años

Los Beatles en castellano, El Club del Clan, Palito Ortega vs. Johnny Tedesco, Sandro, Violeta Rivas, Neil Sedaka, Paul Anka, Maurice Chevalier, Mercedes Sosa, Las Trillizas de Oro, Los Abuelos de la Nada, Guillermo Brizuela Méndez, el LP de 14 temas, Piazzolla, Troilo, Sabato y Borges, Catorce con el tango: los descubrió, los inventó, los produjo, los trajo. A los 91 años, Ben Molar comparte la prodigiosa memoria de una vida en la música que empezó haciéndole ring-raje a Gardel.

Por María Moreno
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La primera impresión es que Ben Molar usa una guayabera cubana de militante de izquierda. Pero no, es una camisa paraguaya bordada. Los paraguayos se las regalan por docenas porque les gustan sus guayabas.

–¿Tiene tiempo? Mire que a la una de la mañana tengo que rajarme. Voy a una reunión en la Academia del Tango.

Hace dos años que Ben Molar vive con su hermana Raquel en un piso de Santa Fe al 1700. El comedor tiene muebles pesados, como los que se eligen para no volver a mudarse. Raquel invita a sentarse a la mesa adonde está servido un té con bizcochitos.

–Desde que me caí, no me dejan vivir solo. Y eso que Raquelita tiene casi mi edad.

Raquelita, que parece de setenta, no se ofende e inclina la tetera sobre las tazas que están apoyadas en individuales con pentagramas colorados. Ben Molar nació en 1915.

–Mis viejos llegaron de la vieja Europa. Don León en 1905 y Doña Fanny, en 1907. El era pintor y decorador de paredes en un tiempo en que todavía se usaba. Y algo habré aprendido porque a los once años ya trabajaba en la fábrica de muñecas de mi barrio, pintando los labios y los ojos de las cabecitas. Así empecé a engrupir a la gilada. La fábrica quedaba en Acevedo, entre Vera y Velazco. Mis viejos tuvieron tres hijos: mi hermano Rafael –que está en el cielo–, mi hermanita Raquel y yo.

¿Cree en el cielo?

–Pero escuchame: si no estuviera el de arriba cuidándome, ¿por qué estaría vivo? Yo nací en México 2041, Capital Federal. Te lo digo para hacerme el gracioso, porque cuando yo digo “México” siempre hay alguien que dice: “¡Con razón hacía boleros!”.

Pero empezó haciendo letras de murga.

–En una murga de Villa Crespo que se llamaba Los Presidiarios. Hace poco leí en un libro de Acho Manzi que su padre hacía letras para una murga también llamada Los Presidiarios. Todos los chicos llevaban el traje a rayas que ponían en la penitenciaría, pero yo hacía de ladrón de guante blanco. Mi mamá me había cosido un traje mitad de arpillera y mitad de raso negro, muy brillante. Era un princesito.

Le decían Poroto.

–Raquelita no quiere que me digan Poroto.

Raquelita, ¿prohíbe muchas cosas?

Raquelita: Según él.... Llámelo como quiera.

Raquelita y Ben, como muchos hermanos que han envejecido juntos, conservan sus números privados para cachar a los de afuera, como seguramente debían hacerlo Jorge y Aída Luz. Uno le adjudica al otro lo que antes se llamaba defectos de carácter, el otro desmiente. A veces simulan un enojo de comedia a lo Paulina Singerman y Pedrito Quartucci.

–Me llamaron Poroto porque los vecinos italianos me decían “Fasulo”.

¿Es verdad que vivía en el conventillo de la Paloma?

–Repetime.

Si es verdad que vivía en el conventillo de la Paloma.

–Cuando me hice amigo de Alberto Vaccarezza, le pregunté adónde quedaba y él me dijo: “En Serrano 148. Tenía salida por Thames a la misma altura”. “Pero... si yo estuve ahí al lado durante más de siete años sin saber nada.” Fue la época en que trabajaba en una fábrica de marcos, en Serrano 142. Vaccarezza trabajaba en el juzgado de Canning y Triunvirato, o sea Corrientes y Scalabrini Ortiz.

En el Once, la comunidad judía entraba por el olfato. En los almacenes de Nemirowsky, Bruselowsky y Szmedra de Corrientes y Pasteur, los barriles de arenques y chucrut, el pastrón y el leberwurst calientes desviaba goim de los ñoquis y la milanesa a caballo. Bruselowsky era el más caro. Y el vecino Jorge Schussheim alguna vez escribió que tenía el nivel de Valenti, omitiendo el detalle poco publicitario de que el nombre del almacén se pareciera tanto a “brucelosis”. En la esquina de Corrientes y Pueyrredón, frente a la casa de los setenta balcones, la vendedora de pletzale resistía sentada ante su canasta.

–Sí, pero eso era en los ‘40. Yo te estoy hablando de antes y de la otra punta de la paisanada, de Corrientes y Gurruchaga. Allí los tanos ponían un trípode y vendían 5 de pizza y 5 de fainá. Y muy cerca algún turquito, su baclavá; algún gallego, sus lupines; y nosotros, las semillitas de girasol. Todo a cinco guitas. En aquel entonces existían tres cines: el Villa Crespo, el Cine Teatro Rívoli y el Cine Teatro Mitre. Un día me estaban haciendo un reportaje a mí y a Raúl Soldi en el Villa Crespo y le conté al periodista que, para entrar gratis, yo –de chico– repartía los programas. Y Soldi me miró y me dijo: “Yo hacía algo mejor que eso. ¡Yo barría la sala!”.

¿Conoció a Gardel?

–Un día, mi mamá estaba mirando televisión y vio aparecer a Marquitos Zucker en la pantalla y me preguntó: “¿Lo ves a Marquitos?”. “Lo veo de tanto en tanto”, le contesté. Entonces ella me dijo: “Preguntale si se acuerda de Carlitos”. “¿Qué Carlitos?” “¿Cómo qué Carlitos? Hay uno solo, Carlitos Gardel.” Entonces me contó que cuando la mamá de Marquitos y ella eran jovencitas, llegaron a la Argentina en el mismo barco. Ahí se hicieron amigas. Entonces los domingos me llevaba a mí y a Marquitos, en ese entonces El pibe Garufa, que estaba empezando a cantar tangos, hasta la puerta de la calle Jean Jaurès 735, donde se decía que vivía Carlitos Gardel con la madre. Como en aquel entonces no había timbres en las puertas, mi mamá tomaba la aldaba y golpeaba. Y cuando aparecía Carlitos, nosotros piantábamos. Años más tarde, yo estaba parado donde me paraba todas las noches con Héctor Coire, Tono y Gogó Andreu, Marquitos Zucker y Julián Centeya, que en ese momento no era Julián Centeya sino Amleto Vergiati. En la Confitería La Real. De repente vimos aparecer a dos personajes mitológicos: César Tiempo y Carlitos Gardel. Iban cruzando la vereda hacia el teatro Smart, hoy Blanca Podestá. Ahí los estaba esperando Federico García Lorca. Se abrazaron. Nosotros desde la esquina de La Real imaginábamos todo.

¿Qué se habrán dicho?

–“Acá te presento a un amigo”, dijo César. “¡Qué amigo ni que amigo! ¡Somos como hermanos! ¡Venga un abrazo, yoyega!”, dijo Carlitos. “¡Sobre todo desde que le escuché cantar una jota!”, dijo Federico, pero eso lo inventé. Después pusieron una placa. “En el hall de este teatro se abrazaron Carlitos Gardel y Federico García Lorca.”

Raquelita: ¿Y abajo qué decía?

Ben: ¿Qué decía?

Raquelita: Con la presencia de Ben Molar.

Ben: Testigo presencial: Ben Molar. Lamentablemente esa placa de bronce de ochenta centímetros por cincuenta desapareció sin que hubiera explicaciones sobre quiénes la vendieron o la tiraron.

Raquelita: Qué vergüenza.

Ben Molar podría ser el coautor de las mitologías personales de todos los que nacieron en la década del ‘40. Aquellos que vieron aparecer por primera vez la señal de un canal de televisión quizás olviden que Ben Molar introdujo a Guillermo Brizuela Méndez, inventó a las Trillizas de Oro, trajo a Paul Anka, Neil Sedaka y Maurice Chevalier. Que es un creador todo terreno con fachada de empresario como su paisano Jaime Yankelevich, el director de LR3 Radio Belgrano e introductor de la televisión en la Argentina, aunque a veces los anunciantes le pagaran con una araña de comedor.

El zeide de la invención

Ben Molar dice que su vieja solía correr los muebles de la pieza para bailar tangos, que Raquelita canta muy bien aunque nunca lo hizo en público, que su hermano Rafa dirigía un conjunto de actores aficionados que se llamaba Proscenio.

–A Doña Fanny, la tanguera, le gustaban Bing Crosby y Frank Sinatra. Pero siempre se quejaba: “¡Qué linda canción! Lástima que no entiendo la letra”. A lo mejor eso me quedó. Al hacer el servicio militar en 1937, en el Regimiento de Patricios, pensé que había que hacer una canción que nos representara a todos. Porque cada colimba venía de una familia inmigrante diferente. Entonces les hice la letra a dos canciones que eran famosas mundialmente: “Noche de paz” de Franz Gruber y “Repican las campanas” de James Pierpont. En ese momento no tenían letra en castellano. Yo las escribí en un papel y las repartía en las iglesias, la de Canning entre Rivera y Lerma, la de Malabia entre Gurruchaga y Padilla. Y tuve la suerte de escucharlas en muchas partes y tengo una anécdota que, si vos querés, me va a permitir compadrear. Una noche, ya mayor, iba por la calle Florida cuando vi a un cura que estaba con quince o veinte niños. Me paro y escucho que son las letras mías. Me acerco al cura y le digo: “¡Qué lindas letras! ¿De quién son?”. “Yo no sé. A ver, un momentito”, y le preguntó a uno de los chicos, y tampoco sabía. Ese es un regalo que me dio la vida. Un autor famoso me dijo que alguien es feliz si sus canciones se convierten en clásicas y anónimas.

Al principio, Moisés Smolarchik Brenner (Ben Molar) no tenía seudónimo porque no le hacía falta.

–Empecé a constatar que las canciones en boga eran las melódicas, como los boleros, pero todas venían de México o de Centroamérica. Un día llegó a Buenos Aires uno de los más grandes músicos de Francia y de Europa, que era Paul Misraki. Al ver que yo hacía letras, pero que las regalaba, me propuso hacer una canción. Porque hasta entonces yo pensaba que nadie iba a cantar una canción melódica mía. Porque si a Leo Marini o a Gregorio Barrios yo les daba una, me iban a decir: “¡Sos loco! ¿Cómo vas a ser vos el letrista?”. Entonces dije: “Tengo un amigo que vive en Francia y que me está mandando canciones. Se llama Ben Molar”. Así les di “Volvamos a querernos”. Durante tres años los tuve engrupidos a casi todos. Las letras que supuestamente llegaban de París y tenían música de Misraki. Un día le dije a Gregorio Barrios: “¿Qué te parece que les mande a Paul Misraki y a Ben Molar un tema que diga: Final de un sueño que fue triste realidad cuando nos despertamos”. Me dijo: “Escuchame, no me engrupas más. Vos sos Ben Molar”. Ahí lo blanqueé. Se me ocurrió pensando lo que me enseñó César Tiempo años más tarde: “Si Clara Beter es prostituta y vive en Rosario, vos sos El hijo de la Muela”. Y aquí estamos, setenta años más tarde, contándotelo.

Usted es miembro de la Academia Nacional del Tango y de la Academia Porteña del Lunfardo. Su versión del origen de la palabra che es un poco extraña...

–Bueno, mirá: para eso tenés que recurrir a la Academia. Ellos lo niegan, pero para mí viene de nuestros ancestros hebreos. Los valencianos sefaradíes la utilizan en algunos salmos en lugar de usted. Ahora estoy leyendo un libro sobre la cultura sefaradí. Cualquier cosa te aviso. Cuando yo afirmo algo es porque lo viví o estuve cerca, como del Conventillo de la Paloma. Cuando uno dice que tal palabra es lunfarda, tiene que demostrarlo. Y en este caso no puedo.

Usted inventó también el long-play de catorce temas.

–Me alegro que me lo recuerdes. En todo el mundo se decía que era técnicamente imposible hacer más de doce. Seis de un lado y seis del otro. Cuando pensé en hacer Catorce con el tango, me dije: “Estoy invitando a los mejores músicos, poetas y pintores para hacer esto... ¿Cómo me van a entrar sólo doce músicos? Un soneto se compone de catorce versos. Entonces yo voy a tomar ese número. Era terrible ese momento. El tango estaba olvidado. Mi mamá lo tenía que escuchar en Radio Colonia. Consulté. “No se puede hacer –me decían–, en ninguna parte del mundo se pudo.” Yo me puse a trabajar con un técnico y se pudieron meter catorce temas. Eso sacudió el medio y benefició el disco. Después de conseguir a los catorce escritores y músicos se me ocurrió agregar a catorce pintores argentinos. Conseguí a la más grande: Raquel Forner. Pero cuando yo le dije: “Che, Raquelita, estoy haciendo un trabajo con catorce poetas y catorce músicos del máximo nivel, quiero que vos hagas una pintura basada en alguno de los tangos”, ella me salió con: “¿Qué? Yo estoy con los astroseres y la astrofauna”. Pasaron unos días y a mí se me ocurrió una idea. Yo la iba a visitar a San Telmo, adonde ella vivía. Su casa quedaba en una esquina sin ochava como la que Florencio Escardó describía en ¿En qué esquina te encuentro, Buenos Aires? “Mirá, Raquel, ¿por qué no me pintás tus astroseres en esta esquina?” Y no fue sólo a ella a la que tuve que convencer. Pichuco y Astor me tuvieron muchos meses sobre ascuas. Yo a Troilo lo veía salir de su casa o entrar donde trabajaba. Y todos los días me contestaba lo mismo: “Esperá un poco. Mañana te la entrego”. Tenía que escribir la música de “Alejandra”. Un día en que me faltaba muy poco para el cierre del disco –me acuerdo la fecha porque fue aniversario de casamiento con mi querida Pola, que está en el cielo–, lo invité a Ernesto Sabato y a su querida esposa Matilde, que también está en el cielo, a festejar ese día en un local que quedaba en Florida y Diagonal y que se llamaba Relieve. Ah... tocaba Troilo. Que prácticamente nos dedicó toda la noche. A las tres de la mañana vino a despedirse. Pero yo lo atajé: “Si no entregás la música, la compañía de discos me tiene hasta el año que viene. Yo no te dejo solo”. En ese entonces él vivía en Belgrano al 1600. Fuimos hasta la esquina de la casa, adonde había un bar. Tomamos unos cafecitos. A las seis de la mañana, cuando salió del baño, me entregó el borrador de “Alejandra”.

¿Cómo los convencía?

–A veces me llevaba toda la noche.

Y muchos whiskies...

–Mirá: yo tuve la suerte de conocer a gente que tomaba más de lo necesario, y que yo tenía que llevar a su casa. Algunos, como Tanguito, me llamaban de la comisaría para que pagara la fianza. Pero yo no bebo.

Cuando Ben Molar dirigía la compañía discográfica Fermata lo fue a ver Pipo Lernoud acompañado de Miguel Abuelo, que todavía no se llamaba Miguel Abuelo. Ben le preguntó si él tenía un grupo. El cuentenik de las estrellas debió haber olido algo entre esos rulos alborotados con resabios de maconha. “Sí, se llama Los Abuelos de la Nada”, dijo Miguel acordándose de unas líneas de Marechal. Entonces Ben les dio hora de grabación de ahí a tres meses. Lernoud propuso ir a Plaza Francia a levantar músicos. Quizá no exactamente en la plaza, pero pronto se juntaron Kubero Díaz, Pappo, Miguel Cantilo, Claudio Gabis y Jorge Pinchevsky.

–Mis hijos, gracias a Dios, de droga nada. Muy normales. ¿Y yo? Los mozos de los lugares adonde iba todos los días de mi vida ya sabían: me tenían que poner té con hielo, que yo tomaba como si fuera whisky.

¿Y con eso aguantaba toda la noche?

–Y por eso puedo compadrear tanto. Viví más del tiempo necesario y no dormí lo suficiente.

Entonces, de sobrio, ganaba por cansancio.

–O inventaba cualquier cosa. Para Catorce con el tango, Astor Piazzolla no me podía faltar, pero me sacó carpiendo: “¡Yo ya no hago tangos tradicionales!”. “Pero che, si está Miguel Caló, si está Enrique Delfino, si está Juan D’Arienzo, si está Julio De Caro, ¿cómo no vas a estar vos?” “¡Dejame tranquilo!” Entonces le dije: “Si no tengo mala memoria, había un poema que decía: Setenta balcones hay en esta casa, setenta balcones y ninguna flor..., pero no me acuerdo lo que sigue después”. Entonces él me lo recitó entero. “¿Viste, Astor? Estás recordando algo que pasó hace setenta años... Haceme la música para esta letra, así dentro de setenta, ochenta años te lo tocan.” Y aquí estoy recordando para los nietos, las viudas, los familiares de estos grandes hombres que están en el cielo de los cuales sólo estamos vivos seis: Carlos Cañás, Carlos Alonso, León Benarós, Ernesto Sabato y Mariano Mores. De eso puedo seguir compadreando cuarenta años después, si me lo permitís. No hay en ninguna parte del mundo Catorce con el foxtrot, Catorce con el pasodoble, Catorce con el vals. Sólo en la Argentina se pudo conseguir Catorce con el tango.


foto con Chubby Checker y foto con Nat King Cole.1.- Con Chubby Checker, 2.- Con Nat King Cole.

El Gotan de Poroto

Y nada más tanguero que un judío aporteñado a lo largo de la calle Corrientes, desde El Baratillo hasta Los Inmortales. Bastaba con verlo caminar a Goyo Schvartz, dueño de Fausto, o –ahora mismo– a Hugo Levin de la librería Gandhi.... o a Ben Molar.

–Yo no canto, ni bailo tango. Una vez me sacó a bailar María del Carmen, que era la mujer del Cachafaz. Otra vez, en la cancha de San Lorenzo, di unos pasos con Azucena Maizani. Unos pasos, nada más, porque ella ya estaba gordita...

La memoria de Ben es un catastro general de todos los barrios. Pero como los demás no lo tienen, él sigue una pulsión municipal y tanguera para que haya chapas recordatorias y así en la calle que fue de angosta a ancha y de ancha a angosta, las alfombras de bijouterie y los pizzas café con estaño vacío no borren del todo el paso de los tangueros que se curaban la resaca en La Martona.

–Mirá... tengo que confesarte. No te quiero contar las cosas feas del público que se olvida o se acuerda después. Pero siempre digo: “Sigamos honrando a nuestros muertos gloriosos, pero también a nuestras glorias vivientes”. Entonces, con la colaboración de la Asociación Amigos de la calle Corrientes, hice poner a lo largo de toda la avenida desde Riobamba hasta el Bajo, placas con el nombre de todos los tangueros. En Callao está la de Horacio Ferrer y la de José Gobelo. En Paraná la de Susana Rinaldi, Carlos Acuña y Eduardo Moreno.

En Libertad, ¿la de Libertad Lamarque?

–¡Libertad Lamarque y Juan Carlos Copes! Esquina por esquina, están todos: Julián Plaza, Jovita Luna, María de la Fuente... Y la gracia está en que se las puso con ellos vivos.

Y hay una para usted a la altura de Suipacha.

–Pero a ésa no la puse yo. Dice: “A Ben Molar, el creador del Día Nacional del Tango”.

Ben Molar le enseñó a Jorge Luis Borges qué quería decir “Dequerusa, quía es un logi” y “Le shaná habá B’irushalaim”. Para Catorce con el tango, Borges le entregó la letra de “Milonga para Albornoz”, que salió con música de José Basso. Cuando vivía en Maipú 994, Ben tenía su oficina en San Martín 640, en una vieja casa con entrada para carruajes. Borges subía los veinticuatro escalones que llevaban al primer piso y se hacía poner unas milongas en el combinado. A veces esperaba mientras Ben negociaba con rockeros que querían irse para arriba, o con nuevaoleros que terminarían siendo gobierno.

–El médico le había dicho que caminara veinte cuadras por día. Yo lo acompañaba. Y le iba contando: “Acá vivió Tita Merello cuando tenía quince años. Acá tocó Aníbal Troilo. Acá, Pedro Laurenz. Cuando era chico, con otro pibe le tocábamos la puerta a Carlitos Gardel y él salía en robe de chambre con un mate en la mano. Entonces rajábamos”. El me decía: “Escríbalo”. Yo le contestaba: “Pero, Borges, yo no sé gramática, no sé sintaxis”. “Alguien lo va a ayudar a retocarlo”, insistía él.

Cuando a Ben le reprocharon que sus traducciones no tenían nada que ver con el original, por ejemplo “Strawberry Fields Forever” de Los Beatles, que él tradujo como “Frutillitas”, Borges le decía que no se amargara y que lo importante no era la traducción literal sino que fueran letras en las que los argentinos pudieran reconocerse.

¿Y usted nunca escribió un tango?

–Sí, porque, si no, me echaban de Sadaic. Se llama “Calla corazón, calla”. La música es de Julio De Caro. Pero nunca me lo grabaron. Y yo no lo intenté.


foto con Bill Halley  y foto con Borges.1.- Con Bill Halley, 2.- Con Borges, durante la época de Catorce con el tango, junto a otra de sus invenciones: Las Trillizas de Oro.

foto con Paul Anka y  la tapa de la partitura del único tango que escribió.1.- Con Paul Anka, 2.- Y la tapa de la partitura del único tango que escribió, “Calla, corazón, calla”, con música de Julio De Caro.

Cuentenik de las estrellas

En el Once o en Villa Crespo, los cuentenik (vendedores a domicilio) guardaban un almacén de ramos generales en una valijita. Pero su genio solía exceder los objetivos de la venta. El periodista Gabriel Levinas se acuerda de uno que compraba trajes fallados y relojes que no andaban. Luego metía un reloj en el bolsillo de cada saco. Bajo zalamería obligaba a los compradores reacios a probarse la mercancía. Cuando el candidato tanteaba el reloj, seguro que se llevaba el traje fallado. El cuentenik acriollado especulaba con la viveza criolla. Ben Molar es un cuentenik de estrellas con la visión de un zar del espectáculo que se avivó temprano de comprar los derechos de Los Beatles en castellano y de hacer traducir Las hojas muertas de Charles Trenet para que las chicas se pusieran sentimentales en versión industria nacional.

–Pero no me llené de oro con nadie. Nunca les cobré un centavo por lo que estaba haciendo. A Sandro lo manejaba Oscar Anderle, que le hizo firmar un contrato de cincuenta y cincuenta. Yo les hacía el camino a la fama a todos, pero no participaba.

Ben se mete en el fondo del departamento para buscar evidencias de que no macanea, de que él inventó hasta a Las Trillizas de Oro. Raquelita invita a pasar a la pieza de las condecoraciones.

Raquelita: Pronto. Antes que vuelva, porque se enoja...

Hay que mirar apurado: Medalla Primer Premio de Música Ciudadana Argentina del VI Festival Argentino del Disco Internacional, Primer Premio y Medalla de Honor de la VII Feria Internacional del Campo, Madrid...|

Ben: ¡Pero Raquelita! Ya sabés que no quiero...

Raquelita: Es que pensamos que estaba sonando este teléfono...

¿Y El Club del Clan?

–¿Querés que te cuente? Un día me dijeron que me quería hablar un señor que había venido de Ecuador a cargo de la compañía RCA Victor, que en aquel entonces quedaba en la calle Bartolomé Mitre al 1900. Se llamaba Ricardo Mejía. El quería lanzar con barullo la orquesta de Ricardo Tanturi y otra que ahora no recuerdo cuál era. Yo le dije: “Pero ahora viene una nueva manera de cantar. Juvenil, con más movimiento”. Así se armó El Club del Clan. Yo apoyaba a un chico que después se llamó Palito Ortega. Mejía apoyaba al del pulóver de rombos.

Johnny Tedesco.

–Y yo le decía: “Ese va detrás... Este, en cambio, es un creador”.

¿Cómo tuvo el olfato?

–Tenía algo... En ese momento en que mis oídos y mis ojos funcionaban bien –no como ahora en que te pido que hables fuerte, así te oigo–, sabía lo que podía dar una voz. A lo mejor la sordera es un castigo porque oí demasiado bien.

Palito desafinaba.

–Pero tenía personalidad. Mirá a dónde llegó.

¿Y Jolly Land?

–Mejía le daba las letras porque estaba con él.

¿Jolly Land era la esposa de Mejía?

–No sé si la hizo esposa, pero le hizo una hija. Un día, él se fue de viaje y yo me arreglé con el que lo suplantaba. Le dije: “Yo quiero a esta chica”. ¿Quién era la chica?

Raquelita: Lararira lararira, lararíe...

Como antes más que antes te amaré...

Raquelita se enoja porque a quien quería soplarle era al hermano.

–Sí, era Violeta Rivas.

Los ojos de Ben Molar podrían ser expropiados por la política queer porque no apuntan a las identidades fijas. Han ido relojeando y buscando estrellas desde Charles Trenet hasta Paul Anka, pasando por Sandro.


foto de Ben Molar con los 14 cuadros.Para Catorce con el tango, Ben Molar convocó a 14 poetas, 14 músicos y 14 pintores. Y para la ocasión, de paso, inventó el LP de 14 temas. Acá, con los cuadros pintados para la ocasión.

–¿Te cuento de la Negra Sosa? Una vez vinieron a verme Oscar Matus y Armando Tejada Gómez con un acetato. Yo les dije: “Nada de acetatos. Si la cantante que ustedes dicen es tan buena, quiero oírla personalmente”. Vino la Negra Sosa, que entonces se llamaba Gladys Osorio. Lo llamé a Mejía. Me atendió la secretaria: “¿Me da con Ricardo Mejía? Hola, ¿Ricardo? Ben Molar, ¿cómo te va? Te quiero hacer escuchar a la mejor cantante de folklore que yo escuché hasta ahora”. Entonces se corta la llamada telefónica. Vuelvo a llamar: “Por favor, señorita, ¿me vuelve a dar con Ricardo Mejía? Hola, soy yo de nuevo. Mirá, se cortó”. “No, yo te corté. No quiero saber nada ni de folklore, ni de tango.” “Entonces voy a otra compañía.” “Si querés la grabamos, pero no quiero escucharla.” Y el disco quedó dormido en esa compañía hasta mucho tiempo más tarde.

¿Quién será la mujer del retrato cuya mirada apunta en dirección a Ben, como si la posición del cuadro hubiera sido planeada? Es una belleza con boquita en forma de corazón, que podría ser chica de tapa de revistas como Sintonía o Ecran, donde la blancura de la piel se opacaba con un papel sepia amarronado que sentaba mejor a las morochas.

–Pola Newman me acompaña día y noche, como me acompañaba antes. Ahí me está mirando. Ella fue una actriz de cine que cuando me escuchó decir: “Que Dios no me castigue y que yo algún día tenga que casarme con una actriz o una cantante, porque no va a ser mía solamente, va a ser de todos”, dejó de trabajar y me siguió por todas partes, pero siempre medio metro detrás mío. Su última obra fue Blum, de Discépolo.

¿Y no tuvo otros romances?

–Preguntales a ellas, que andan todavía por el mundo. Yo les agradezco a todas que me hayan acompañado sin impedirme acercarme a la gente que admiraba. En realidad, sí que trataron de impedírmelo...

Y finge que se sobresalta porque Raquelita está presente, pero disimula empujando los bizcochitos cerca del grabador. Dan ganas de preguntarle por la rubia con que posa en una página de Internet y que responde al nombre de Mondonguito, pero Raquelita da respeto. Sin embargo, a esta altura, ella muestra el buen corazón invitando a comer unos ravioles cualquier domingo de éstos. Hace poco fue el Día del Tango, que se conmemora en la fecha en que nacieron Julio De Caro y Carlos Gardel, otro invento de Ben. Fue el 11 de noviembre, pero las llamadas comenzaron el ocho y a veces llegaban desde Japón.

–Es que si llaman el 11, seguro que les va a dar todo el tiempo ocupado.

Ben dedica sus libros Allá arriba, en la mesa del feca y Final. Luego empuña el bastón y va hacia la puerta del ascensor para acompañar a la visita, que se acuerda de cuando él hacía unos pasitos de tip tap cantando a la Maurice Chevalier en una tele en blanco y negro.

Se lo ve muy bien.

–Estás mal de la vista.

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