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Domingo, 8 de junio de 2008
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Robotita mía

Por Pola Oloixarac
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En 1966 el matemático Joseph Weizenbaum ingresó en la liga histórica de los Pygmaliones, con la primera robot capaz de conversar. Precedido por Ovidio, Gilbert y Bernard Shaw, la llamó Eliza, en homenaje a la florista entrenada para hacerse pasar por una dama en la obra teatral de Shaw. La Eliza de Weizenbaum se hacía pasar por un psicólogo: estaba programada para seguir un esquema de entrevista que parodiaba el guión de un terapeuta rogeriano, devolviendo al interlocutor sus propias palabras y simulando empatía con preguntas blandas. Entre los factores que hacían a su supremacía sobre los terapeutas humanos, las sesiones con Eliza podían no terminar jamás.

Como Víctor, hacedor de Frankenstein, Weizenbaum pronto se horrorizó de su criatura. Veía a los estudiantes del MIT, la universidad donde enseñaba, hablarle durante horas: las frases hechas de Eliza, el patrón repetitivo de su charla no los disuadía; por el contrario, producía una sensación de “objetividad” que los incitaba a contarle intimidades y abrir su corazón. Weizenbaum, que había escapado de la Alemania nazi cuando niño, pronto pasó de padre orgulloso de la cibernética a crítico sombrío de la inteligencia artificial. Nutrió de argumentos a los tecnófobos: escribió que la confianza insensata en la máquina era un signo de la decadencia moral que deviene en regímenes fascistas.

Si la ingeniería social hacía nacido, a fines del XIX, como un proyecto para mutar los habitantes de sociedades futuras, a partir de los ’60 ya podía reclamar frutos con una mutación de su sentido original. “Ingeniería social” sería en adelante la técnica para obtener información aprovechándose de las debilidades de las personas, donde la tecnología empleada jugaba un rol menor. Era el deseo humano, y no la tecnología, lo que catapultaría el linaje de estos robots a la supervivencia. Repudiada por su creador, Eliza no imaginaba (los robots no imaginan) que sus hermanas cibernéticas continuarían por la senda de la explotación sexual.

ROBOT QUIERE BESITOS

La pornografía online (que otros llaman Internet) se compone de un número indefinido de proveedores de contenido, usuarios e intermediarios. Raddy, hacker de 24 años, mantiene una red de sitios intermediarios dedicada a captar a los onanistas y referirlos a los sitios de contenido, que le pagan entre 25 y 45 dólares por cada uno. Sus robots chatean en dos idiomas y simulan ser chicas “amateur” en una webcam: para Raddy, el factor decisivo para crearlos fue entrar en un chat bajo el nick “María”.

“Me venían a hablar de a veinte. Decían siempre lo mismo, casi en el mismo orden.” Raddy calculó que sería sencillo fabricar un robot que pudiera satisfacer el guión del internauta ávido, manteniendo conversaciones simultáneas que multiplicarían por veinte sus ganancias. En torno de esta idea creó una red de sitios porno para capitalizar a sus “chicas”. Sus Lulis y Rominas saben recordar el nick del usuario, describir lo que tienen puesto y protestar dulcemente si dejás de chatear. A diferencia de Eliza, pueden guiar a su amante a través de un patrón narrativo, y sin analizar las frases pueden inferir qué es lo que el otro quiere que digan a partir de un menú de palabras claves, repetidas. Para mayor realismo, imitan errores de tipeo y ortografía típicos del chat, equivocándose aleatoriamente. Raddy ha recibido cientos de mails con fotos y mensajitos amorosos de sus usuarios, prueba de que sus robots han pasado exitosamente el famoso test postulado por Alan Turing en 1950: la demostración de la inteligencia de una máquina es que un humano que conversa con ella no note la diferencia.

AMANTES Y PSICOPATAS

“Predadora sexual” y “amante romántica” son las dos caras de Cyberlover, lo último en alumnas de la ingeniería social. Se trata de robots de origen ruso que deambulan por las salas de chat iniciando flirteos extremadamente creíbles; según el tipo de palabras emitidas por los sujetos, desarrollan una personalidad avasallante o coquetean en lenguaje soñador. Las robots generan un reporte de sus novios potenciales, con información de contacto y fotos (generalmente, de hombres posando seductores), que sus amos utilizan para obtener números de tarjetas de crédito y nombres de usuarios y cuentas de banco. Robot viene de robota, “esclavo” en checo; todo indica que Cyberlover ya pasó a Occidente, y aunque no se tienen estadísticas de la cantidad de víctimas, se sabe que se mueve muy rápido (diez conversaciones en media hora) y que su efectividad es altísima.

En los antípodas de la seducción, MGonz fue creado sobre el modelo de Eliza para generar el retrato conversacional de una persona impredecible y violenta. Es el primer robot con actitud pendenciera, irresistible para cierto tipo de muchachos: ya desde el inicio de las pruebas, las víctimas humanas se peleaban durante horas con el robot jactándose o tratando de convencerlo de su potencia sexual. Ante una frase de enojo o la posibilidad de abandono MGonz escribía: “Dale, hace cuánto no cogés”, o “Ok cuáles son las razones médicas para tu impotencia sexual”. En este caso, la violencia del robot era la prueba de realidad, operando sobre la vulnerabilidad atacada.

Weizenbaum se apartó de sus colegas porque creía que había creado un robot demasiado estúpido, uno que no merecía pasar el test de Turing. Y si la inteligencia de Eliza continúa seduciendo a muchos (hay muchas versiones suyas y sitios dedicados a estudiar sus interacciones con humanos), es porque continúa hurgando sobre un caudal sociológico mucho más significativo para la tecnología que la tecnología en sí: la historia de cómo las vulnerabilidades humanas crean el mapa de la red. Los scripts (programas) de los robots despiertan los scripts (guiones) de los humanos: la vulnerabilidad del que busca saciarse, la vulnerabilidad de los sistemas que se derrumban, la vulnerabilidad del blogger que se expone (a mayor exposición, más tráfico), son los protagonistas de un comercio de deseos entre actores imaginados e invisibles.

Según una tesis doctoral reciente (Levy, 2007), para 2050 los amores físicos entre robots y humanos serán comunes, y será Massachussets (el lugar que vio nacer a Eliza) el primer estado en volver legal lo último en matrimonios mixtos. Weizenbaum murió en marzo de este año en su Berlín natal, en el mismo barrio donde vivía con sus padres, lejos de Eliza.

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