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Domingo, 22 de enero de 2012
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Ver sin ser visto

El próximo jueves se estrena J. Edgar, la película de Clint Eastwood que retrata al hombre que creó el FBI y permaneció como su director durante cuarenta y ocho años, desde 1924 hasta su muerte, en 1972, casi medio siglo de extorsión, vigilancia y control que marcó, y cambió, a la política y la sociedad de los Estados Unidos. Con Leonardo DiCaprio como el paranoico John Edgar, Eastwood construye un relato sombrío, intimista, que se apoya sobre todo en la vida oculta del personaje y en la relación homosexual que habría mantenido con su secretario Clyde Tolson. Y José Pablo Feinmann repasa la vida y la influencia del hombre que consolidó su poder, y lo mantuvo, encarnando la figura del panóptico de Bentham según Foucault: ese ojo que todo lo ve y jamás es visto, esa mirada que persiguió y expulsó como un silencioso perro de presa.

Por José Pablo Feinmann
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Arriba, el verdadero Hoover, con su cara de bulldog. Abajo, Leonardo DiCaprio como J. Edgar, en una caracterización convincente a pesar de los peterpanescos rasgos del actor.

Desde hace largo tiempo todos sabemos algo: no hay un decurso necesario que –interno a la Historia– la conduzca hacia metas que coronarían ese decurso con un estadio final de plenitud. A esto se le llamaba “el sentido de la Historia”. No hay tal cosa. Pero eso no lleva a un caos de sucesos incomprensibles y desligados unos de otros. La Historia no tiene un sentido “inmanente y necesario”, pero tiene coyunturas que con total coherencia producen algunos sucesos que derivan de ellas. Hay hechos que una vez transformados en hegemónicos probablemente darán luz a otros que les están subordinados y son coherentes con “el estado de las cosas” que se ha establecido. Si aclaramos este punto es por la aparición de un film sobre un oscuro personaje que manejó durante 48 años las acciones de todo tipo emprendidas por el FBI. Por ejemplo: que en medio de la Guerra contra el Terror, en medio del sistema de seguridad interna más duro que alguna vez el Imperio haya aplicado sobre sus ciudadanos, en medio de una ciudad como Nueva York atiborrada de camaritas que te filman vayas donde vayas, aparezca una película sobre John Edgar Hoover, el hombre que manejó el FBI durante 48 años y que consolidó ese poder y consiguió esa permanencia por medio del arte de vigilar y controlar a los otros, de saber sus secretos más íntimos y amenazar con develarlos si se lo atacaba fieramente, está dentro de las cosas más lógicas, más previsibles que podían ocurrir. Creemos que el director del film, el talentoso Clint Eastwood, pone a Hoover en el centro de la escena y lo hace con lucidez, con gran sentido de la oportunidad. Hay que exhibirle al ciudadano común que la sociedad –si quiere ser libre– tiene que vivir segura. Que la seguridad siempre implica una devaluación de la libertad. Pero es preferible vivir menos libre y vivir. Que vivir libre en una sociedad democrática y celosa de la intimidad de sus ciudadanos y morir. Los tiempos son los tiempos y cada temporalidad exige lo que necesita para desarrollarse sin sobresaltos, sin tragedias, sin altas torres que se derrumben. ¿Cómo no recordar a Hoover? Nadie como él vigiló y controló a su país, lo protegió de los gangsters del ‘30, aniquiló nada menos que a John Dillinger en las puertas de un cine de nombre Biograph Theater en que daban un film de gangsters con William Powell, que protagonizaría las películas de Nick Charles, el personaje de Dashiell Hammett, adornadas por la gracia de Mirna Loy y la aún más divertida perrita Asta. Pero no se detuvo ahí. Siguió persiguiendo a los malvivientes que crecían al calor de la Ley Seca. Así se cargó a Alvin Karpis y al famoso Machine Gun Kelly (Ametralladora Kelly). Esto le dio un gran prestigio y consiguió que el Congreso apoyara decididamente al FBI. Su poder crecía.

Durante la década del ‘40 colaboró con todo lo que le pidieron para ganar la World War II y no fue poco lo que hizo. Aunque su meta ya era otra. Como Patton, como numerosos “americanos patriotas”, advirtió tempranamente que el verdadero enemigo era la Unión Soviética. Estudió textos de Marx, Engels y Lenin, y en todos ellos subrayó el ansia del comunismo por expandirse. No sólo era una doctrina. Era una doctrina en plan de conquista. Su objetivo era dominar el mundo entero. “America” no debía permitir tal cosa. Pero no se trataba de una lucha contra un enemigo externo sino también interno. Esta poderosa mecánica de la internalización del enemigo (“están entre nosotros”) lo habilitó para vigilar a todos los ciudadanos del país y a sus políticos, a sus millonarios y a la Meca del Cine, presa codiciada porque llevaba fácilmente a la primera plana de los diarios.

La colaboración con el senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, era inevitable, coherente al extremo. Hoover y McCarthy estaban hechos de la misma materia prima: la paranoia. La propia y la de todos los asustadizos ciudadanos. Voy a seguir algunas páginas de un español macartista que sacó un libro que viene a decir claramente (los tiempos inescrupulosos que vivimos dan para todo): “McCarthy tenía razón. Hoy podemos saberlo. Han aparecido nuevos documentos sobre la infiltración comunista durante los años ’50 y no queda duda alguna: McCarthy no se equivocó. Es un patriota incomprendido”. McCarthy estaba bastante loco, sufría constantes depresiones y tomaba alcohol de la mañana a la noche. Eso lo mantenía bien. Hoover le fue indispensable a McCarthy. “Para entonces (para cuando McCarthy inicia su ofensiva, JPF), el FBI con Edgar Hoover al frente (...) había empezado a suministrar al senador datos vitales de sus archivos” (Fernando Alonso Barahona, McCarthy o la historia ignorada del cine, Criterio, Madrid, 2001, p. 49). Los enemigos de McCarthy también apelan a recursos espurios: lo acusan de ser homosexual (terrible insulto en la “America” de los ‘50) y de tener relaciones con su colaborador más fiel, el brillante y maligno Roy Cohn. (Hay una miniserie con un trabajo espectacular y profundo a la vez del gran James Woods.) Les decían “Jack and Jill”. Sin embargo, el pueblo “americano” (muy manipulable, naïf, temeroso y patriotero) revela en una encuesta de 1952 que sólo hay tres personas para enfrentar con dureza la invasión comunista: J. Edgar Hoover, Dwight Eisenhower y Joseph McCarthy. ¡Adelante con los duros! Queremos vivir tranquilos. Aunque restrinjan libertades. ¿Quién quiere ser libre? En cambio, todos queremos vivir seguros. Tristemente, en todas partes, los que luchan por ser libres en contra de la seguridad son los que quieren expresarse sin miedo, sin tener que ir a la cárcel por una imagen, una frase o una asociación por los derechos humanos o contra la censura. Pero esa permisividad espiritual no se vivía bajo tipos como el trío de perseguidores que nombramos. A ellos se sumaba –desde la prensa, desde todos los medios que controlaba– William Randolph Hearst (el “ciudadano” elegido por Orson Welles para su admirado film). Estos personajes no han cesado. Se fueron multiplicando en la exacta medida en que el Imperio se metía en conflictos guerreros de mayor peligrosidad. En 1997, Charlton Heston publica un libro que lleva por título To Be a Man (Letters to my Grandson). Y en 2000, su “obra maestra”: The Courage to be Free, al que Alonso Barahona considera una cumbre del pensamiento conservador, un aldabonazo: “¡Despierta América! ¡Estamos en peligro!” (ob. cit., p. 181). McCarthy muere el 2 de mayo de 1957. Tenía 48 años. A su funeral faltaron muchos. Pero otros estuvieron ahí, firmes como centuriones de una causa sagrada: Goldwater, Nixon, Hoover y Roy Cohn.

La obsesión de Hoover por las zonas opacas de los otros se puede resumir como sigue: “Quiero ver y no ser visto”. El jefe del FBI encarna esa figura que desarrolló –hacia fines de la década del ‘70– el joven Michel Foucault: el panóptico. Foucault recurre a un arcaico libro de Jeremy Bentham, un inglés que entregó a la sociedad del Leviatán un instrumento para llevar a cabo el deseo que constituye a todo poder: vigilar, controlar, tener un solo Ojo que esté en todos lados, que todo lo vea y que nadie lo detecte, ya que será –a fuerza de su omnipresencia– invisible. La obra se publica en 1791 y la toma Foucault como medio de agredir a la razón iluminista. El panóptico es simple: se ubica en la centralidad –alto como una torre– y la prisión es un anillo que lo rodea. Desde el panóptico, el Ojo controlador puede ver todo lo que sucede en las celdas. Desde éstas no pueden ver qué sucede en el panóptico pues sus vidrios oscuros lo impiden. “El panóptico (escribe Foucault en Vigilar y castigar) es una máquina para disociar el par ver/ser visto: en el anillo periférico se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central se ve todo, sin ser nunca visto.” Hoover, entonces, es el hombre de la torre central del panóptico. La sociedad es el anillo que se despliega en círculo a su privilegiada posición. La pasión por vigilar a los otros es una patología. Un hombre completamente sano no puede hacer ese trabajo. Implica penetrar en la intimidad de los otros, violarla. Es una intrusión, una invasión. El hombre que sabe todo sobre los demás, ejerce el control sobre el todo. No es azaroso que Hoover haya durado 48 años en su puesto. A cada presidente que accedía a la Casa Blanca le mostraba el prontuario, siempre frondoso, que poseía sobre él: “Si usted me desplaza, la sociedad americana se va a enterar de todo esto que usted ha hecho y creía que era secreto. Lo era y lo es. Pero no para mí. No hay cosa que yo no sepa. Es mi trabajo”. Luego de la muerte de Hoover, Richard Nixon (entusiasta colaborador de McCarthy) reduce a diez años la duración de todo sujeto que se ponga al frente del FBI. Otro Hoover, no. Pero otro Hoover, siempre. Porque se lo necesita. Sólo hay que limitar sus poderes, impedir que se tornen absolutos.

Que Eastwood haya hecho con semejante personaje un film casi intimista y aburrido es imperdonable. En otros tiempos, Hoover habría sido confiado a actores como Broderick Crawford o Lee J. Cobb. Aun Marlon Brando pudo haberlo abordado con grandeza. Con la baby face de DiCaprio no hay grandeza posible. Ni para el Mal ni para el Bien. No mete miedo, ni atrae. DiCaprio exige –para colmo– un enorme esfuerzo de make up para dar viejo y un poco feo. Ese make up es indigno de un cine tan profesional como el de Hollywood. O, cuanto menos, un cine que cuenta con los mejores profesionales. El film no profundiza en nada. Eastwood no parece decidirse: ¿qué tiene entre sus manos?, ¿un patriota o un canalla enfermo? Acaso los norteamericanos deseen hoy –para protegerse del terrorismo– un Hoover en el FBI. Y ese loco paranoico merezca ser tratado con cautela porque su figura retorna y busca encarnarse en alguien que crea en sus valores y haga del FBI un arma de control, espionaje. Un arma destinada a encontrar enemigos donde los haya y donde no también. De aquí el cauteloso tratamiento que le concede Eastwood. Tan cauteloso que el film aburre de una punta a la otra. Apena ver a Naomi Watts, no sólo después de los títulos sino envejecida o, sin duda, maltratada por la cámara y por la luz.

Hoover tenía sus aristas tenebrosas. Era homosexual y eso –en los ‘50– derruía toda honra. Nadie ignoraba que tenía relaciones sexuales con Clyde Tolson, su asistente más cercano y permanente. Pero nada pudieron hacer. J. Edgar se mantuvo en la cima del FBI durante 48 años y con ocho presidentes. Murió en 1972 a la edad de 79 años. Su fiel amigo Clyde Tolson quemó todos sus archivos para que nadie los profanara.

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