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Domingo, 14 de septiembre de 2003
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Libros

Marca personal

Cuidada selección de los textos que publicó en Página/12 en el último año y medio, Contratapas, el nuevo libro de Sandra Russo, se da dos lujos inusitados: estrena la primera colección de Astralib (una cooperativa fundada en abril de 2002 por trabajadores despedidos de distintas editoriales) y rastrilla los escombros de la realidad con una precisión de mitóloga, en busca de síntomas para leer, amenazas para detectar y promesas para celebrar.

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Por Cecilia Sosa

Si en Crónicas de un naufragio Sandra Russo ponía en escena la debacle de la clase media tras el estallido de diciembre de 2001, en Contratapas, su nuevo libro, la editora de Las/12 recoge las esquirlas que dejó flotando el naufragio. Seleccionados entre las contratapas que escribió para Página/12 entre 2002 y agosto de este año, los treinta relatos que componen el libro están organizados en esquinas, esquinas céntricas o de barrio donde despuntan las luces de un nuevo colectivo o hacen síntoma las contradicciones más sombrías. Y en cada frente Russo logra dejar su marca personal: una escritura diáfana, que transita y cita sin estridencias, deslizándose entre Derrida, Tom y Jerry y Maradona, resaltando frases hechas, desmenuzándolas o apelando a los teóricos del canon para leer una escena robada al vértigo porteño. Olor, sabor, color y dolor: tal vez por tener todo eso dice Eduardo Galeano, contratapista del libro, que los textos de Russo “no necesitan contratapas”.
Contratapas, además, es el primer título de Esquinas, la colección inaugural de Astralib, una cooperativa editorial nacida en abril de 2002 e integrada por trabajadores despedidos de distintas editoriales nacionales e internacionales. Russo puede operar sobre la mirada torva del porteño devaluado contemplando la compra compulsiva del turista; invertir la prueba de culpabilidad de “Chucky”, el adolescente que tomó a catorce rehenes en un supermercado; y hasta encontrar en el mediático affaire García Belsunce una definición de la política argentina: “a ver quién tira más pitutos al inodoro sin que nadie se entere”.
¿Por dónde pensarías la unidad
de este libro?
–Tiene que ver con el formato. Hasta hace un año, para mí, la escritura era un trabajo solitario: escribía las contratapas y las publicaba. Pero con los talleres de escritura empecé a compartir lo que hago con bastantes personas y aprendí mucho. Me interesa revalorizar los textos breves, un lugar acotado donde se ponen en juego dos o tres ideas, se puede jugar con cierta unidad de estilo y también romperla cuando es necesario. Hay dos estilos claros: uno que va más por el lado ensayístico, el análisis político; y otro que va por el lado de la crónica, donde se arma algo a partir de una escena.
En el prólogo decís que las contratapas son tanto un espacio de goce como un lugar de tensión donde podés poner a prueba lo que querés, sentís o pensás. ¿Cómo se combinan las dos cosas?
–Es un lugar de mucha desnudez. Y eso es lo que pasa con todo tipo de libertad: tenés que exponerte. Es un lugar de mucha satisfacción porque no estás restringido, y en ese sentido valoro mucho el soporte del diario, pero administrarla es una responsabilidad individual. Las contratapas son el único lugar del diario donde se permite el uso de la primera persona. Pero hay que aprender a distinguir qué de lo personal puede tener sentido colectivo, porque si no se transforma en un diario íntimo, en ese yoísmo que se ve en algunos columnistas y molesta tanto. Como lectora me divierte que me cuentes qué hiciste la otra noche si eso rebota en alguna parte de mi historia personal. La pregunta es qué de lo que uno puede contar de sí mismo puede rebotar en el otro. La comunicación es compartir un mundo y darse cuenta.
¿Cuándo sentís que tenés “algo”
para contar?
–Todo el tiempo busco notas con valor agregado, que den cuenta de algo que esté pasando pero que además puedan “hacer contacto”. A medida que uno se interna en la escritura, que construye un nombre, es inevitable tratar de estar a la altura de lo que vos te imaginás que es esa firma. Pero a veces me pasa que me siento a escribir y no tengo nada en la cabeza. Ahí trato de no usar el oficio: tengo 25 años de oficio y sé que si me impongo la obligación, algo va a salir, pero no va a ser nada demasiado interesante. Las notas sólo tienen rebote cuando hay algo estomacal de pormedio. Lo sé por los mails que me llegan. Cuando escribo y no siento físicamente “algo”, cuando no estoy poniendo algo en riesgo o cruzando un umbral un poco complicado, no crezco. La última vez que crucé ese umbral fue con la contratapa sobre Zamora. Ahora en el diario me dan con un caño y me parece perfecto.
¿Cómo fue esa primera contratapa que escribiste en Página/12?
–Yo era muy pichi, tenía 27 o 28 años y trabajaba en Internacionales. Las contratapas eran de Soriano, Bayer, todos consagrados. Me tocó viajar a Cuba por segunda vez para el 25 aniversario del asalto del cuartel Moncada. Me encontré con Estela Carlotto en el aeropuerto, no la conocía y a partir de ahí pasamos muchos días juntas. La vi despertarse en el hotel sin saber dónde estaba, con su militancia más desnuda, la de estar padeciendo. El grupo tenía un guía, un chofer “polirrubro”, como siempre pasa en Cuba, donde un chofer puede ser además traductor de checo. Vi cómo ese hombre le preguntaba a Estela por su historia personal y la de Laura, su hija desaparecida. Ella le contó que tal vez conocía la historia, que estaba en un documental que en ese momento circulaba por Cuba. El chofer le dijo: “Cómo no me voy a acordar si mi hija se llama Laura por su hija”. Fue uno de esos momentos que no se repiten nunca. Cuando fui al quiosco y la vi publicada en la contratapa, guauauuu. Después me quedé sin material por unos cuantos años.
Una de las estrategias que se repiten en tus textos es traer algún teórico renombrado para pensar la realidad argentina.
–Yo no soy muy lectora, pero leo a algunos tipos permanentemente: Bourdieu, Barthes, Hanna Arendt, Zizek. Los releo buscando claves, no para entenderlos a ellos sino para encontrar una herramienta que me explique algo; no para usarlos como citas de autoridad, sino buscando de qué manera se puede aprovechar un concepto o una frase brillante para iluminar determinadas realidades. En el taller uso una metáfora un poco delirante: cuando uno hace una asociación con algún autor, hay que girarla como si fuera la tapa de un termo, hasta que haga clic. Si no escuchás el clic, la nota se te cae. El clic puede venir a través de la forma o el contenido, pero en algún lado tenés que escucharlo. Si no se te hace a vos, tampoco se le hace al lector.
¿Cómo combinás emoción y análisis?
–Mi caballito de batalla es Barthes y su mirada de mitólogo. El comunicador debe proceder como un mitólogo, tener un doble juego: participar de la realidad como una persona común y corriente y tener la capacidad de tomar distancia para analizarla. Yo veo publicidad como una perfecta vecina de barrio (del barrio de Palermo), me emociono, lloro. Si me ubico en un lugar de intelectual, si aplico el pensamiento crítico de entrada, me pierdo la vivencia sensorial que tiene la gente a la que está dirigido el mensaje. Por eso dejo que me pase lo que le pasa a cualquiera; después vendrá el alejamiento y el análisis. Los dos son pasos fundamentales: es el juego del mitólogo.
¿Qué no puede faltar en una nota?
–Otra metáfora que uso para el taller (y que saqué de ver a mi hija haciendo collares de mostacillas) es que toda nota debe tener una tanza. Si no, las mostacillas se van cayendo. Necesitás estar segura de que las ideas que tirás se van a ir insertando en esa tanza. Después podés elegir el color, ir viendo cómo armarla, pero el eje tiene que estar tirante. Eso da música a los textos. Después viene la construcción de un remate, los disparadores, un primer párrafo donde se siembra el ratón: anzuelos para el lector. Una pizca de seducción tiene que estar jugada en el primer párrafo; si no, no te aguantan hasta el segundo. Los mecanismos de escritura son complejísimos. Por suerte son inconscientes.
¿Qué contratapa tuvo más repercusiones?
–Una que fue escrita como en trance: “Ojalá”, la del niño iraquí herido en un bombardeo. Fue traducida a cuatro idiomas. La escribí como en trance, furiosa, y lo que estructuraba toda la nota, la tanza, era ese “Ojalá”. Sin que me diera cuenta, la nota iba adquiriendo la forma de una plegaria. Yo no era consciente de que estaba usando una palabra árabe, que “ojalá” quiere decir que “Alá quiera”. Tal vez por eso fue tan lograda. El final es lo más me gusta: “Ojalá que su martirio siga ladrando en el desierto después de que cada uno de los suyos haya sido vencido”. Lo tomé de un poema de Ungaretti que se llama “Agosto”.
La contratapa sobre Kostecki y Santillán salió una semana en la que sólo se hablaba de eso. ¿Cómo hacer para decir algo distinto?
–Todos los diarios le habían dado al caso una cobertura de cinco seis páginas. Todos habíamos visto mil veces el video que mostraba sus cuerpos. Para la nota, el recurso fue la descripción casi microscópica de cada gesto, con una mirada casi de forense. Ahí encontré la manera de contar lo que todos habíamos visto, pero resignificándolo con una lupa: mirar lo ya mirado, pero tan tan de cerca como no había sido visto antes. Me parece que fue una de las mejores que escribí en mi vida.
¿Creés que el libro puede ser usado como una especie de manual de estilo?
–Eso es lo más interesante: que pueda contribuir a trabajar un estilo, un rubro completamente descuidado en las universidades, las escuelas de periodismo y los medios. Cuando se sale de la universidad y se entra a trabajar en un medio, lo primero que pasa es que te borran todas las marcas personales. Después hay que hacer toda una carrera para reconstruirlas. En un medio donde se dice que todos somos prescindibles, que mañana podés no estar y nadie se va dar cuenta, no es una operación inocente. Por eso el estilo también es un arma gremial: hay trabajarlo casi como un mecanismo de autodefensa.

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