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Domingo, 21 de enero de 2007
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El canto secreto de la pintura

Por Raul Santana
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Señas materiales, 2001, acrílico sobre tela, 140 x 160 cm.

Después de pasar la primera noche sabiendo de su muerte, me desperté consciente de que mi paisaje habitual sería profundamente alterado; recordé entonces aquellos versos de Borges (y cuando Borges habla de la muerte hay que escucharlo) donde le dice a su abuelo Isidoro Acevedo: “yo te busqué muchos días por los cuartos sin luz”. Yo no sabía de muertes, para mí la muerte era un accidente geográfico lejano. Comprendí entonces que para mí ya era un accidente geográfico muy cercano. Y mi mayor esperanza había sido que Gorri pasara este año: pensaba que entonces entraría en una inercia que le daría muchos años más. Vino a mi mente aquel autorretrato a los 99 años pintado hace ya no recuerdo cuánto en que el querido Gorri con un ridículo sombrero está subiendo la escalerilla de un avión con un maletín en la mano. Recuerdo que le pregunté: “¿Y a dónde vas? ¿Qué llevás en la valija?”. Con una sonrisa contundente contestó: “La guita”, y nos largamos a reír como lo hacíamos siempre, cuando no nos peleábamos como perro y gato.

Más allá de nuestras risas, más allá de nuestras indescriptibles discusiones, mi querido Gorri ahora está muerto. Pero como le dije a Gerónimo, su hijo (mi ahijado): “Un pintor como tu viejo ya dejó su cuerpo y alma en las miles de telas y dibujos que hizo –y esto no quiere ser peyorativo de su profunda lucidez mental– y siempre lo vamos a tener en su obra”. Gorriarena se bifurcó entre matar y hacer vivir a la palabra; o mejor dicho: cuerpo y palabra armaron una visión de nuestra realidad que sigue siendo una incandescencia.

Creo haber sido culpable de algunas interpretaciones de su obra de las que me siento orgulloso. Pero hoy también sé que fueron excesos de la palabra. Gorriarena merece, y espero que con el tiempo otros lo hagan, otras simbolizaciones, otras palabras. Aunque sé que la materia de sus cuadros, el imaginario recurrentemente convocado hoy me impulsa a pensar que más allá de elocuencias, es en el trato silencioso con su obra, enigmática y hermética como la vida, donde discurre. Esto me permite afirmar que desde la autenticidad de la contingencia de su propia vida, desde el lado consciente de su toma de posición, Gorri señaló sus obsesiones, algunas de las grandes encrucijadas del tiempo que nos tocó vivir. Reclamos de justicia, burlas del hedonismo consumista, señalamientos de la miseria, estigmatizaciones del poder, que como dije alguna vez en otro texto, traza el mapa del dolor o la alegría. Pero esto serían las caras más visibles de su arte; para decirlo de algún modo, lo más periodístico, y Gorriarena amaba las actualizaciones que le proporcionaba el periodismo. Pero, ¿qué hacemos con la vitalidad, el goce, y la alegría que cada una de sus telas, aun hablando de lo más tenebroso, manifestaban? ¿Qué hacemos con la multitud de detalles que cubren sus obras como un canto secreto? Entramos y salimos en la demencia de un sentimiento que también significa una explicación. Escribo estas palabras en el tercer día de acompañarlo en su muerte, sabiendo que el vacío que nos deja, además de transformar mi paisaje, es un vacío, como dijo su querido discípulo Germán Gárgano, al menos localizable. Esperamos que otro artista venga a llenar ese vacío, aunque todos sospechamos que no es fácil que otra vez se concatenen los elementos necesarios para que así sea.

Adiós, mi querido Gorri. Anhelo que me esperes como siempre con un buen asado argentino en esa eternidad a la que llegaste.

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