Me la planteé un poco como una película manifiesto y eso, creo yo, es lo que llamó la atención. Eso explica que tuviera pocos espectadores, porque era bastante difícil de ver en el contexto de las salas de la época, salas que no estaban equipadas para el sonido en castellano, entonces no se entendía el diálogo. El diálogo estaba construido un poco con eso que Orson Welles llamaba el “ruido humano”, o sea, no dialogar con énfasis, no esperar que un autor termine la frase para que el otro empiece la respuesta, sino hablar todos al mismo tiempo, tratando de copiar lo que nosotros escuchábamos cuando salimos a la calle, cuando estamos en un bar o en un bus: gente hablando al mismo tiempo, sin énfasis o con los énfasis mal puestos.
Adoro el melodrama mexicano, porque trata de personajes típicos de un cierto estrato de la población. La teleserie y la comedia musical también son géneros que me interesan. Los utilicé en El realismo socialista, que era un film destinado a los debates internos del Partido Socialista. Dura cuatro horas y trata de un debate entre obreros que expone los problemas más o menos clásicos de la toma del poder. Es fundamentalmente un “folletín” político, en el que hemos tratado de manera más bien irónica la toma del poder. Trabajé con un grupo de obreros que se habían tomado una fábrica y, como eran buenos actores, el resultado fue una comedia musical, incluso habiendo filmado en directo.
Disponíamos de muy pocos recursos, de la solidaridad de un cierto número de técnicos franceses, de gente de por aquí y de por allá que nos prestó la película, de gente que nos fiaba. No le habíamos dado a la película una forma definitiva. Aunque se iba haciendo día a día, un poco a ciegas, de manera un poco sonámbula; el único elemento aglutinante era tal vez el texto de Brecht: “Diálogo para exiliados”, que se tomó como punto de partida para interpretar nuestra actitud en relación con la situación que estábamos viviendo. Y aquí viene el problema: cuando se va a realizar un producto, debe corresponder a lo que quieren los que lo han encargado; por ejemplo, mostrar la lucha de un pueblo mientras que nosotros estábamos impresionados, antes que todo, por el hecho de haber contribuido a una de las mayores derrotas del proletariado mundial. Nos sentíamos responsables y eso explica nuestra postura irónica.
Era una película que tenía en mente hacía mucho tiempo, pero que se realizó muy rápido. Y tuve que reescribir una buena parte de los diálogos durante el rodaje. Yo quería hacer una película en parte a la manera de algunas novelas basadas en hechos reales –a pesar de que ello supusiera tratar cosas muy próximas a mí–, y esotérica, como la novela de Gustav Meyrink. Novelas que tienen la apariencia de un folletín pero encierran verdades eternas. En mi caso, las verdades eternas eran ciertas paradojas matemáticas bastante clásicas, como la paradoja del mentiroso. Simplemente me apropié de esta forma para distanciarme un poco de lo que me conmovía en el tema. Hacer una especie de melodrama sin temer estilizar, ir demasiado lejos con los personajes.
En las descripciones proustianas –ciertos elementos del paisaje, los vestidos, los personajes– es donde se encuentra, por así decirlo, la acción. Los desplazamientos, las incidencias, las peripecias, están en el cuadro, mientras que todo lo que es estático, o éxtasis, está en el relato. Yo había filmado así mis películas hasta el día en que, al encontrar a Proust, me di cuenta de que no era el único. Existen, además, al menos dos elementos proustianos que se podrían aplicar a mis películas: las digresiones fuera de la trama, que no tienen que ver estrictamente con el tema principal, y la problemática del ciclo, de la repetición, que nos conduce sin cesar al punto de partida... así, me sentí a mis anchas filmando el universo de Proust, pues me recordaba mis propias películas.
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