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Domingo, 6 de junio de 2004
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TURISMO RURAL Para pescadores y grupos de colegio

La Niña Gaucha

En el año 2001, el pueblo bonaerense de La Niña sufrió la inundación de sus campos aledaños. Pero unos ingeniosos vecinos impulsaron la reconversión económica del pueblo, desarrollando la industria de la pesca turística en los campos inundados. Al mismo tiempo se consolidó una interesante opción de viajes educativos para grupos escolares en la estancia La Catita.

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1) En los campos de la estancia La Catita, la abundante pesca de pejerreyes.

2) Los paisanos requieren de su mejor destreza para atrapar a las esquivas ovejas que no quieren ser esquiladas.

3) Los chicos se desesperan por abrir las colmenas e identificar a los zánganos y la abeja reina.
Por Julian Varsavsky

A partir del año 2001, las fuertes lluvias comenzaron a castigar al pueblo bonaerense de La Niña. Para el 2003, el 80 por ciento de las zonas circundantes estaban definitivamente bajo las aguas, destruyendo así toda la industria agrícolo-ganadera que era el pilar de la economía del pueblo. Al no haber solución para desagotar las aguas, mucha gente emigró –habiéndolo perdido todo– y el pueblo comenzó un proceso de disgregación social y abandono ligado también al cierre de los trenes y la desaparición de la única línea de micros. Un simple camino de tierra quedó como único nexo con el mundo exterior.
Pero allí donde murió la industria agrícolo-ganadera, nació al mismo tiempo la actividad de la pesca turística. Los campos inundados se llenaron de peces y comenzaron a atraer hasta 1500 personas por semana, quienes detenían el auto a la vera del camino y sacaban sus cañas para pescar cifras extraordinarias de hasta 30 pejerreyes por día, un nivel de pesca que aún hoy se mantiene constante.
En lugar de encerrarse a llorar la desgracia de la inundación, un grupo de vecinos de La Niña decidió crea una asociación para brindarle servicios a la masa de pescadores e iniciar un proceso de reconversión económica del pueblo, basada en el turismo. Esta asociación –que agrupa a doce familias en un pueblo de menos de 500 habitantes– ofrece servicios de venta de carnada, leña, comida y alojamiento en sus propias casas.
Si bien esto surgió como una estrategia de supervivencia, nada fue librado al azar. Por un lado, los pobladores tomaron cursos de hospedaje rural para garantizar una buena atención, y por el otro La Niña fue seleccionada como objeto de estudio gracias a un convenio entre la Facultad de Agronomía de Buenos Aires y la Universidad de Breda en Holanda. Como resultado, una estudiante holandesa de posgrado vino a La Niña para preparar su tesis de graduación, que consistía en un proyecto de desarrollo de turismo alternativo en un pueblo rural, pensado en diversas etapas a completarse en 5 años.
Dentro de ese plan se lleva a cabo ahora una serie de festivales con los que se busca apuntalar el turismo. El más original es el Festival de Cine que se desarrollará en el mes de septiembre, con un concurso de cortometraje de cine y video. En ocasión del festival se reabrirá la antigua sala de cine abandonada hace 25 años, que funciona con un proyector a carbón como en la película Cinema Paradiso. En el mes de julio se realizará también el festival llamado “La Niña hace cosas de chancho”, una feria donde se venderán chacinados de cerdo, una especialidad de los pobladores de La Niña. Y para unos meses después ya se está preparando el Festival de Juegos Tradicionales, que se sumará al ya vigente Torneo de Pesca Provincial.

¿COMO ES EL PUEBLO? La Niña es un pueblo con calles de tierra arenosa y un centro urbano de casas con ladrillo a la vista alrededor de una plaza arbolada con tilos de copa piramidal. En los alrededores se despliega una serie de casas desperdigadas con una huerta al frente y otra al fondo, una vaca lechera pastando en el jardín, un horno de barro y algunas colmenas junto a la bomba de mano para extraer agua del subsuelo en algunos casos.
En total son ciento veinte casas, de las cuales treinta son el típico rancho tipo chorizo de adobe reformado con ladrillos, que a duras penas se mantienen en pie e inclinados sobre un costado luego de más de cien años de existencia (no tienen columnas sino un precario palo a pique). Además hay muchos ranchos que se desplomaron de viejos, cuyos restos permanecen en solares abandonados que les otorgan un toque fantasmal a ciertos rincones del pueblo.

LA CATITA Desde hace 8 años, la estancia La Catita –ubicada a 4 kilómetros del pueblo– viene desarrollando una actividad de turismo educativo y rural orientada hacia los grupos de colegio. Su dueño es Ricardo Gallo Llorente, un médico pediatra que alterna el hospital público con sus actividades en el campo heredado de su padre, donde eligió vivir con su esposa y sus hijos.
El día que comenzaron las inundaciones, los Llorente debieron evacuar La Catita y mudarse en sólo dos horas ante la ruptura de un canal. El agua rodeó el casco sin llegar a alcanzarlo, pero acabó con todas las plantaciones y dejó aislada la estancia durante dos años. En el 2003, cuando comenzaron a bajar las aguas, la familia pudo volver al casco y retomar las actividades de turismo rural, cumpliendo un rol primordial en la asociación de vecinos que impulsa la reconversión del pueblo. Si bien perdieron todas las plantaciones, al menos ganaron una laguna que les permite cobrar una entrada de $ 5 por pescador (lo recaudado financia a la Asociación de Turismo de La Niña y al club atlético local).
A La Catita vienen parejas en busca de una escapada de fin de semana y, por ejemplo, grupos de yoga y tai-chi que alquilan las instalaciones para ellos solos. Pero por sobre todo llegan grupos de colegio hacia quienes está particularmente dirigida la propuesta. La idea es que el niño de la ciudad se sumerja en el mundo del campo. En primer lugar les enseñan rudimentos de meteorología para que puedan medir la humedad y reconozcan los períodos climáticos. Luego van a trabajar a una manga, donde aprenden a desparasitar una vaca y realizan inseminación artificial.
Una de las salidas consiste en visitar el Monasterio Benedictino de Los Toldos –a 35 kilómetros–, para observar una fábrica de quesos y un museo mapuche donde descansan los restos del cacique Coliqueo. Pero la visita que más les interesa a los chicos es a la casa del apicultor Marcelo Chela, en el pueblo de La Niña. Allí los visten con un traje contra las picaduras y sacian así su curiosidad, hurgando en el panal hasta encontrar los zánganos y la abeja reina.
El paseo más bonito se realiza por los cañadones inundados. Los huéspedes comunes van a caballo y los niños de colegio a pie. El paisaje horizontal permite observar millares de aves que viven entre los juncos de las lagunas: espátulas rosadas, gallaretas negras con el pico amarillo, esbeltas garzas blancas, gaviotas, loros en busca de los eucaliptos, toda clase de patos, chimangos y cuervitos de la laguna. Cuando uno se acerca, levantan vuelo al unísono más de cien pájaros en bandada.
Antes de irse, los chicos participan de un fogón astronómico para observar el firmamento por un telescopio, construyen, pintan y remontan un barrilete, y por último escriben una carta a alguna persona que no vayan a ver al regresar y que tampoco tenga e-mail, contándole las vivencias del viaje. La idea es que los niños recuperen la comunicación con aquellos que no se han conectado a Internet, y que quizás ya nunca lo harán. La carta la colocarán ellos mismos en el viejo buzón de acero de la “unidad postal social” que funciona en La Catita.

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