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Verano12|Jueves, 22 de enero de 2009

Cézanne por Vollard

Por Ambroise Vollard
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Mis relaciones con Cézanne no se limitaron a la visita que le hice a Aix; volví a verlo en cada uno de sus viajes a París, y mostraba conmigo tan buena disposición que, un día, le pedí que hiciera mi retrato. Tuvo a bien aceptar y me citó para el día siguiente en su taller de la calle Hégésippe-Moreau. Al llegar, vi en medio del taller una silla dispuesta sobre una caja, que a su vez se encontraba elevada mediante cuatro soportes precarios. Examiné ese estrado no sin inquietud. Cézanne adivinó mi aprensión.

–¡Yo mismo he preparado la silla para el posado! Oh, no corre el menor peligro de caerse, monsieur Vollard, mientras conserve el equilibrio. ¡Además, cuando uno posa, no lo hace para moverse!

Una vez sentado –y con precauciones–, me guardé bien de hacer un solo movimiento en falso, como se dice. Es más, permanecí inmóvil. Pero esa misma inmovilidad acabó por traerme un sueño contra el que luché victoriosamente durante un buen rato. Al final, sin embargo, mi cabeza se inclinó sobre mi hombro al mismo tiempo que perdí la noción del mundo exterior; de golpe, el equilibrio dejó de existir y la sila, la caja y yo mismo fuimos a parar al suelo. Cézanne se precipitó hacia mí.

–¡Desdichado! ¡Que destroza la pose! Se lo digo de verdad: hay que aguantar como una manzana. ¿Acaso se mueven las manzanas?

Desde aquel día, antes de ir a posar me tomaba una taza de café de más. Cézanne me vigilaba y, si creía ver en mí algún signo de cansancio, algún síntoma precursor del sueño, me miraba de tal forma que yo recuperaba inmediatamente la postura como un ángel, quiero decir, como una manzana que no se mueve.

Las sesiones tenían lugar a las ocho de la mañana y duraban hasta las once y media. Cuando yo llegaba, Cézanne cerraba Le Pèlerin o La Croix [semanario y diario, respectivamente, ambos de ideología católica], que eran sus lecturas favoritas.

–Esa gente es muy fuerte –me decía–: se apoyan en Roma.

Era la época de la guerra entre ingleses y bóers; y como Cézanne siempre defendía lo que él consideraba correcto, generalmente añadía:

–¿Cree usted que vencerán los bóers?

El taller de la calle Hégésippe-Moreau tenía una decoración aún más sencilla que el de Aix. Algunas reproducciones de Forain, recortadas de los periódicos, constituían el fondo de la colección parisina del maestro. Lo que Cézanne llamaba sus Veronés, sus Rubens, sus Luca Signorelli y sus Delacroix, es decir, las imágenes de cuatro chavos de las que ya he hablado, se quedaron en Aix. Un día le dije a Cézanne que podría conseguir reproducciones muy bonitas en Braun. Me respondió: “Braun vende a los museos”. Consideraba un lujo sultán comprar algo a un proveedor de museos.

No tengo motivos para felicitarme por haber pedido a Cézanne que pusiera en la pared algunas obras suyas. Colocó una docena de acuarelas, pero un día en que no acababa de salirle una naturaleza muerta, después de blasfemar a gusto y maldecir al diablo y a sí mismo y a la Divinidad, sólo se le ocurre abrir su estufa y, arrancando de la pared las acuarelas, ¡echarlas al fuego! Vi brotar una llama. El pintor, aplacado, volvió a agarrar su paleta.

Cuando empezaba su sesión, Cézanne, con el pincel en alto, me observaba con ojos fijos, algo duros. En ocasiones parecía inquieto; yo le oía mascullar con rabia entre dientes: “Ese Dominique [Ingres] es condenadamente bueno”; y luego, dando una pincelada y retrocediendo para juzgar el efecto: “Pero es de lo más puñetero”.

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