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Verano12|Jueves, 11 de febrero de 2010
Haroldo Conti

Sudeste

HAROLDO CONTI

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Siguiendo la otra costa, en una especie de gran recodo o bolsón donde desagua el Diablo, había un extenso banco que ofrecía muy buena pesca. Pero sin bote no tenía cómo cruzar hasta ahí. Sin embargo, una mañana cruzó el río a nado, con una línea bien enrollada envuelta en un trapo y sujeta a la cintura. Tenía entendido que por ahí había un puesto de la Prefectura, de manera que dio un gran rodeo y salió al banco.

Una vez que tiró la línea, pensó si no sería mejor esperar ahí mismo, para no tener que regresar en la tarde. Entonces decidió que echaría un vistazo al banco y que, de regreso, tantearía la línea. Si no tenía nada volvería por ella a la tarde, o a la otra mañana.

Entre ida y vuelta anduvo por ahí más de una hora. Volvió y tanteó la línea. Apenas agarró el hilo comprendió que había enganchado algo y comenzó a recoger con cierta excitación. Uno nunca se acostumbra a esto. El primer y el segundo anzuelo aparecieron limpios, pero al llegar al tercero el agua reventó como un cristal hecho añicos y atrajo con fuerza. Cuando vio de qué se trataba comenzó a silbar y a brincar, sosteniendo el pez en alto.

–¡La gran puta! –dijo, entre silbido y silbido, sintiendo que el brazo se le cansaba.

Era un chafalote de más de medio metro, que no andaría muy lejos de los cuatro kilos. Seguramente se había metido en los juncales persiguiendo a las mojarras. Era un hermoso pez, y su mandíbula inferior empinada como la de un bulldog le daba un aspecto agresivo.

Desenganchó el pez y le estrelló la cabeza contra un tronco, de manera que pudiera cruzar con él al otro lado del río.

Al segundo día de estar en eso del bote aparecieron aquellos extraños y descomunales pájaros. Aparecían por el Sur, a veces un poco al Oeste, a veces un poco al Este, surcaban el ancho cielo en cuestión de segundos, como si se tratara de un patio o algo más chico todavía. A veces aparecía uno solo, pero más a menudo lo hacían en grupos de dos o tres. Volaban muy bajo, lo que los hacía aparecer más rápidos. Había oído que tenían la base en Morón y que a veces estallan en el aire sin dejar rastros. Con el ruido que metían no se podía esperar otra cosa. Siempre estaba esperando que estallaran de un momento a otro, mientras pasaban sobre su cabeza a 600 kilómetros por hora, perseguidos por su propio sonido. Eran los Gloster de la Fuerza Aérea, y una vez le pareció que lo habían visto, porque giraron en el horizonte y pasaron sobre la playa, a tan baja altura que se echó al suelo ensordecido y alcanzó a ver el rostro extrañamente blanco y sereno de uno de los pilotos.

A medida que adelantaba en el bote le fue entrando el deseo de construirse allí mismo, algún día, un verdadero barco. Al principio fue una simple ocurrencia, pero luego le pareció que estaba perdiendo el tiempo y que en toda su vida no había querido hacer otra cosa. Esto de ahora más bien lo detenía, era una excusa, un burdo simulacro. Por último comenzó a fastidiarse de este trabajo y su ansiedad por un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única cosa.

De manera que terminó y partió, como si con partir, al mismo tiempo, de alguna extraña manera, comenzase también su barco. Como si detrás de todos aquellos ríos que pensaba recorrer lo aguardase su barco y no hubiese forma de llegar a él sino a través de todo eso. Sin embargo, alcanzó a terminar el timón.

Y partió.

El hombre remontó los ríos casi hasta la mitad del verano y luego regresó aquí, en mucho menos tiempo, para la mitad misma, en la plenitud. En realidad, no fue muy lejos, si se piensa que recorrió unos 90 kilómetros. Pero para el hombre, en su bote, fue lo que se dice un gran viaje.

Partiendo de Punta Morán, remontó el Diablo y alcanzó el Paraná Miní en la mitad del día, aunque no se había propuesto hacerlo en un tiempo determinado. Luego salió a los Pozos del Barca Grande y navegó sobre éstos desde la boya K.47 hasta la boya negra ciega K.50. En ese punto se abrió de los Pozos, entró por La Barquita, cruzó el Barca Grande y remontando por el Pantanoso, el Borches y el Camacho, salió al Paraná Guazú. Este es un río. Es necesario llegar hasta ahí para saber lo que es un río en esta parte del mundo.

Estuvo un día antes de cruzar hasta la otra costa, con el río completamente bueno. Cruzó, subió el Ceibito y bajó lo que quedaba del Ceibo hasta la desembocadura. Ahí estuvo pensando si bordeaba por los bancos, ya en el río Uruguay, entre la costa argentina y el Canal Principal, o si caía hasta el Alférez Pago y el Bravo, trepaba por el Paciencia Chico al Gutiérrez Chico y salía por ahí, entre los bancos, a Punta Chaparro, en la costa uruguaya, más arriba de Nueva Palmira. Se decidió por el Bravo, pero, una vez en el Gutiérrez Chico, rodeó por la izquierda y siguió remontando el Delta. Estuvo en el Brazo Chico y en el Brazo Largo y después en el Brazo de la Tinta. De ahí pasó al Sagastume Chico y luego anduvo sobre los bancos, entre los aguajes, hasta la boca del Nancay, lo más al norte del Delta.

Subió todo este tiempo sin ninguna prisa, demorándose a veces dos o tres días en un mismo sitio. Le gustaba sobre todo dejarse arrastrar por la corriente, marchando sobre las aguas. Iba hacia el norte, detrás del dorado, detrás de los peces en general, pero sobre todo detrás del dorado, como si realmente los peces y el rey de estos peces corrieran delante de él y fuera preciso darles alcance. El no advertía hasta qué punto ese pez, en particular, se había convertido para él en un ser fabuloso. Todavía, después que lo hubo pescado varias veces, no estaba muy seguro de haberlo hecho plenamente, como si lo que hubiese pescado no fuera en realidad el pez, sino un simulacro del pez. Y en cierto modo no el pez. Lo mejor de él terminaba cuando lo sacaba del agua. Y aun un poco antes.

En realidad, si es que existía alguna forma de hacerlo, este hombre lo hubiese querido apresar en el corazón del agua, en la plenitud de sus medios, no disminuido, en el momento mismo en que el dorado es apenas un resplandor amarillo, un pliegue de oro en el agua oscura, aquel brillo furtivo. Pero eso no podía ser, naturalmente. Acaso, en el fondo, este hombre hubiese querido fundirse con el pez, ser de alguna manera el pez.

Varias veces y en distintos puntos libró la misma lucha, pero ésta no hizo más que reavivar su deseo. ¡Qué hubiese dado por retener lo indecible ese instante único en que el dorado brotaba del agua y él tenía la intensa seguridad de que ya estaba vencido!... Pero, una vez en el bote, parecía desilusionado, como si no hubiese hecho las cosas bien y el pez no fuera el pez, sino un racimo de oro envejecido.

El había notado una leve diferencia entre los dorados. Unos tenían la trompa más alargada y otros, en cambio, la mandíbula inferior hacia arriba, como las tarariras. El primero es el Salminus maxillosus, y el segundo el Salminus brevidens. El ignoraba estos nombres, naturalmente, pero de todas maneras había advertido la diferencia y prefería al último por su aspecto más agresivo, con aquella magnífica cabeza de oro semejante a un yelmo. Pero en cualquier caso, así se tratara del magnífico Salminus brevidens, cuando todo había terminado y el pez se moría en el fondo del bote, no estaba tan contento como era de suponer, sino más bien triste.

En parte fue por esto que siguió pescando con la misma intensidad, pero no con el mismo entusiasmo. Y después, al tiempo, decayó también la intensidad. no fue cosa de un día para otro, sino un fastidio progresivo. Por último, cerca del norte, pescaba nada más que para comer.

Subía con el río y, por supuesto, con el dorado. Y a medida que subía, iba perdiendo el interés en otra cosa que no fuera eso de vagar de un punto a otro, en dirección al Norte. El calor aumentaba no sólo por el tiempo, el verano que madura, sino también por la dirección que llevaba, hacia el origen de este tiempo. Desde la media mañana hasta la media tarde, era todo un sopor. El chillido de los toletes y los golpes de las palas se alargaban en el sopor, adquiriendo una extraña realidad. No parecían provenir de aquí o allá sino de todas partes, del aire mismo, y estaba seguro de que si dejaba de remar ellos seguirían sonando invariablemente, como si se tratara de un fenómeno del estío.

Muy a menudo desembarcaba en la media mañana y permanecía tendido en la costa hasta la media tarde, al principio en la sombra y después, a medida que se desplazaban las sombras, en pleno rayo de sol. Sentía cierto raro placer en abandonarse así por completo, insensible a todo, aun al calor y a los mosquitos. A veces se sorprendía de su capacidad de aguante. Otras pensaba que aquélla era la mejor manera de pasar esas horas, en un parcial embotamiento. Pero la mayor parte de las veces no pensaba en nada.

El calor y los mosquitos estaban sobre él y se confundían y eran una misma cosa.

Los mosquitos sí son capaces de enloquecerlo a uno. La única forma de evitarlos es no pensar en ellos. Algunos dicen que pican a los que se ponen nerviosos y les prestan atención. Como el caballo mañero que adivina al que lo teme y entonces lo voltea. Otros dicen que no molestan a los que son del lugar. Lo mejor es no pensar en ellos, sea esto verdad o no. Lo mejor es sencillamente no pensar aunque se le metan a uno a puñados por las narices. Eso hacía él.

Más de una vez, si alguno lo hubiese visto así tendido en la costa lo habría tomado por un muerto. Parecía un muerto. Pero él tenía una vaga noción de ese mundo silencioso y adormecido que lo rodeaba, principalmente algunas sensaciones a las que, en definitiva, parecía reducirse ese mundo: el calor, más bien un líquido pringoso y tibio, y ese zumbido del calor que era el producto de diez mil zumbidos combinados, roces y zumbidos, y el olor ácido que despedían su cuerpo y sus ropas.

Le había crecido la barba y le picaba a menudo, como si estuviese mugriento. En parte lo estaba, aunque todos los días se diese un buen remojón. Sus ropas eran un asco y su aspecto en general. Sus ropas habían tomado poco a poco el olor de la lona con la que se cubría en los primeros días y sobre la que se tendía ahora muy a menudo.

Dos o tres veces, así tendido como estaba sobre la tierra, lo alcanzó el agua de la creciente y no se puso de pie hasta que sintió que se le humedecía la ropa sobre el estómago.

Sin embargo, la primera parte de la mañana y la última de la tarde, cuando el calor no era tan formidable, él parecía revivir, y en ese momento estaba complacido con el verano. Y todavía quedaba la noche, a pesar de los mosquitos y del calor que despedía la tierra. Sobre todo las noches de luna, lo más espléndido en las islas. Le bastaba un poco de luna para poder nadar, a menos que eso sucediera muy tarde, cuando ya había refrescado demasiado.

Poco a poco, esta vida lo hizo a la idea de que él marchaba y vivía con el verano y el río, de acuerdo con ellos por entero, verano y río él mismo.

Cuando decayó el interés por la pesca y su interés podía estar todavía en otra parte y no por entero en vagar lánguidamente sobre el río, dedicó algún tiempo a construir la vela que había proyectado. Adelantó bastante pero no llegó a terminarla sino mucho después, antes del regreso, en los desplayados del Nancay, cuando salió de pronto de ese sopor del estío y quiso regresar a Morán para la mitad del verano. A ese paraje, y en cualquier tiempo, llegan vientos que soplan con fuerza desde el río y arbolan violenta mar de rompiente. Los vientos poseen raras virtudes y suelen ser muy personales.

Este viento le recordó el río abierto y le trajo su nostalgia. No hay uno de estos tipos que resista ese olor del río.

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