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Verano12|Domingo, 11 de enero de 2015
RICARDO PIGLIA

La película

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Posiblemente la película pornográfica más antigua que se conserve sea el clásico argentino El Sartorio de 1907. Esta cinta, y muchas otras realizadas por la misma época en Buenos Aires y Rosario, no estaban destinadas al consumo local, ni al popular, subrayó con lápiz rojo el comisario Croce, que fumaba, sentado en su sillón giratorio de sheriff, con una visera de mica verde en la frente para atenuar la cruda luz que iluminaba su mesa de trabajo en la oficina en penumbras mientras leía el así llamado Reporte Top Secret, y un ventilador de techo daba despaciosas vueltas con un suave zumbido siniestro.

Las cintas sucias eran un entretenimiento sofisticado para el disfrute de la clase acomodada del viejo continente, volvió a subrayar Croce y trazó luego un circulito sobre la palabra disfrute. El escribiente Lezama se esmeraba con el lenguaje, era su nuevo ayudante y, por lo visto, quería hacerse notar. Tres mujeres se divierten en un río y empiezan a acariciarse entre sí, siguió leyendo Croce. Un hombre vestido de “diablo” con cola, cuernos y bigotes falsos sale del follaje y captura a una de las muchachas. Filmada en las riberas de Quilmes, la película duraba veintiocho minutos. Es probable, aclaraba, prolijo, Lezama, que el título fuera una mala transcripción de El Sátiro, dado que la vista muestra a tres ninfas teniendo sexo al aire libre con un fauno.

El escribiente era un perfeccionista, o estaba muy asustado, sospechó Croce. El detalladísimo informe estaba escrito a mano con esmerada caligrafía porque Lezama, dedujo Croce, no había querido usar la máquina de escribir de la repartición para no comprometer a los oficiales de guardia. Siempre los grises secretarios de los pasillos interiores estaban mejor informados que los pesquisas que investigaban en la calle. El comisario andaba atrás de una película filmada en 1940 o 1941 pero su ayudante le había elaborado un expediente con una variada e inútil información histórica sobre la producción de las variedades eróticas que se filmaban –y se habían filmado– en la Argentina.

“Las exportaban en su gran mayoría, eso era lo más significativo”, pensó. Tal vez así convencían a las cabareteras y a las aspirantes a actrices a dejarse filmar: “No te preocupes, nena”, les dirían, imaginó somnoliento Croce, “son para mandar afuera, quién te va a reconocer a vos en Europa”. El comisario había visto fragmentos de cintas obscenas en los allanamientos a los prostíbulos de Berisso y Ensenada, en su época de oficial inspector, tal vez eran cintas extranjeras las que daban en Buenos Aires y eran argentinas las que exhibían en las maisons cochon de París. De lo contrario, se le ocurrió, más de uno podía llevarse la sorpresa de encontrar a su mantenida –o a su señora esposa– en la ardiente pantalla practicando la sodomía con un marinero senegalés. Como en un sueño se vio entrando por los pasillos de los clandestinos de la vieja Recova para irrumpir en los saloncitos privados donde sorprendidos hombres maduros con los pantalones en los tobillos, acompañados por susurrantes pupilas en déshabillé y ligas negras, “calentaban los motores” (según la jerga) mirando las viciosas imágenes de dos hombres con una mujer –o de dos mujeres con un hombre– reflejadas en temblorosos lienzos blancos tendidos sobre las paredes encristaladas. El proyector seguía encendido en la penumbra, los hombres no se miraban unos a otros, las chicas se amontonaban tranquilas en un costado, vigiladas por los sufrientes agentes uniformados, mientras la cinta golpeaba, slam, slam, contra la bobina que seguía girando, y el comisario prendía la luz y pedía documentos. Hacía ya muchos años de eso y los allanamientos tenían siempre por objeto a un pez gordo, un juez, un senador, un capitalista de juego, al que no se podía encerrar por otra cosa que no fuera por exhibicionismo y ofensa al pudor.

Pero ahora el asunto era distinto, algo más grave, súper secreto, ligado a la disputa de Perón con la Iglesia Católica y a los rumores de golpe de Estado que agitaban el ambiente. Lo habían trasladado a esa oficina anónima en los altos de la galería Rocha, en La Plata (Eva Perón se llamaba la ciudad en aquel entonces), en la segunda semana de febrero de 1955. Uno de sus informantes tenía el dato, pero estaba tan aterrorizado y tan decidido a hacerse millonario con la película en cuestión (si no lo mataban antes para robarle el negativo) que había desaparecido de los lugares que solía frecuentar y exigía condiciones estrictas para cerrar el trato. El hombre, conocido como el turco Azad, había mandado a decir que sólo trataría el asunto con su “amigo” el comisario Croce. No daba datos, decía que la había visto por casualidad (“de pedo”, mandó a decir con su habitual tono campechano) en una casa de putas, en Siria, a fin de año, mientras pasaba las fiestas con sus parientes en su pueblo natal. Adujo que era un material explosivo y que había comprado carísimo el negativo y la única copia existente y había tenido que adornar buenamente a los tipos de la aduana para entrar sin problema los rollos de la película. Iba de frente el turco Azad, hacía ver que era un negocio sucio y que él tenía el as de espada, el siete bravo y todos los colores del palo que hicieran falta para copar la parada. Era un amigo incondicional de sus amigos, un hombre del movimiento peronista a quien el azar lo había puesto en la emergencia de ayudar a la nación. “A cambio de una jugosa paga”, completó Croce, que conocía bien al peje y sabía lo arisco, despiadado y difícil que era y también lo simpático y entrador que solía ser, capaz de encandilar a un ciego con su encanto. Croce estaba preocupado por tener que ocuparse personalmente de un asunto tan oscuro. Con el debido respeto el escribiente Lezama disentía con ese parecer y recomendaba apretarle las clavijas al turco antes de cualquier trato. “No se preocupe –le dijo Croce–, conozco bien a ese individuo, a mí no me va a mentir.”

Mientras se iniciaban las negociaciones, para tirar una cortina de humo, Croce había ordenado una batida por las cuevas y los estudios clandestinos y los telos donde se filmaban esas piezas con jovencitas ambiciosas y veteranas coristas del varieté. La clave de este tipo de film eran las mujeres, las actrices o las figurantas filmadas siempre a cara descubierta y a cuerpo entero en posiciones bestiales y provocativas, ya que este material está masivamente destinado a los varones.

Croce recapituló la situación: estaba a cargo de una vaga investigación sobre un presunto chantaje a un “alto dignatario” y lo habían destinado a la sección de orden político. ¿Quiénes estaban al tanto del asunto? ¿Y de qué se trataba? Lo rodeaban tipos turbios, bichos encubiertos, servis, topos, hasta su escribiente podía ser un agente de inteligencia. Trabajaban con rumores, que ellos mismos filtraban o desmentían, pero en este caso lo más importante era el silencio absoluto: el trascendido era el peligro máximo, nadie sabía a quién pensaban chantajear, pero sólo imaginarlo era un peligro. Había mucha información disponible: conversaciones telefónicas grabadas, prolijos seguimientos a políticos de la oposición, soborno a periodistas, censura de prensa, pero se abría un agujero negro respecto al sujeto en cuestión. No había un eje definido, ningún objetivo concreto, y –según el juez– el comisario tenía sólo veinticuatro horas para subsanar “el inconveniente”.

Meditaba entonces Croce, apretado por el tiempo y la responsabilidad. Incluso en un momento pensó que podían querer chantajearlo a él. Hacía años que mantenía una relación clandestina con una mujer casada. Se había enamorado de ella cuando la mujer ya estaba viviendo con uno de los hombres más poderosos de la provincia. A veces pensaba que uno de los chicos de ese matrimonio –Luca– podía ser hijo suyo. Ella era demasiado libre y ardorosa para que esas filiaciones la preocuparan. Bastantes problemas tengo con mantener una relación clandestina con un policía, le decía la Irlandesa. “¿Los habrían filmado en el hotel de la ruta?”, pensó el comisario. “¿Había escuchado algún zumbido sordo, como el vuelo de un moscardón, de una filmadora atrás del espejo falso sobre la cama del cuarto del hotel?” Desvariaba, era demasiado perfecto pensar que le habían encargado una investigación para que descubriera que el culpable era él. Si entendía mal el mensaje del oráculo estaba frito. Primero tenía que formular el enigma de la Esfinge, para luego ver si podía resolverlo. Mejor dicho, si él mismo podía imaginar el enigma planteado por la mujer con cara de gato (o de pájaro o de tortuga, asoció al voleo) es porque estaba resuelto. “Edipo perdido como turco en la neblina”, dijo en voz alta Croce, para joder un poco y reconfortarse.

En definitiva, Croce tenía que plantear el problema y definirlo, es decir, clasificarlo. Posible chantaje a un alto dignatario con una película pornográfica filmada en la Argentina para exportar. Se fue con el pensamiento por el campo entre la niebla, los alambrados brillaban como rayas blancas en la tierra oscurecida. Si seguía esa línea metálica en la neblina, ¿adónde iría a parar? Quizá la hilera de alambre que cerraba el potrero para terminar entonces metido en una jaula de siete hilos. Dejó que se le espantaran los pajaritos en la cabeza y empezó a volar: “La respuesta a una pregunta que no se sabe –se dijo– debe ser repentina y rápida como una aparición, no será evidente pero debe ser definitiva”. El era un pájaro migratorio, había aterrizado aquí en la sección especial, casi no le hablaban, eran furtivos y misteriosos, todo estaba encerrado entre cuatro paredes, pero tenía derecho a franquear el límite. “¿Por qué no?”, se preguntaba Croce. “En este asunto no hay nada más allá.” Afuera no se puede ir, o sea que el asunto está adentro. El espacio lógico del discurso fáctico estaba cerrado y en el exterior sólo existe la neblina. Pero si el límite era infranqueable era porque existía –o debía existir– un secreto que cerraba el paso.

Se levantó y se acercó a los ventanales: afuera estaba la Plaza Rocha, se veían los faroles de luz amarilla, el edificio barroco de la Municipalidad, un ciclista que avanzaba por la calle pedaleando con displicencia. Se trataba entonces de un secreto, no de un enigma: alguien escondía algo –una información, más que una película– que ofrecía negociar o, mejor, vender. No era lo mismo revelar un secreto y encontrar un objeto. El mismo Croce de chico había visto las revistas prohibidas que se vendían bajo cuerda en los quioscos del bajo: venían envueltas en una cartulina negra y lo que había adentro podía ser o no lo que uno esperaba. Ver a una mujer haciendo el amor con un hombre. No era lo mismo estar con una mujer que ver a esa mujer haciéndolo con otro. Aunque pusiera un espejo, no era lo mismo. La Irlandesa también lo sabía y a veces para excitarlo jugaba con esa idea, levantarse un peón en la chacra y traerlo al hotel de la ruta para que él pudiera por fin verla gozar con un hombre. Se alejó de la ventana y empezó a pasearse por el pasillo interior de la oficina, entre los archivadores y los muebles. Si estaba obligado a permanecer en el interior del problema, encerrado en sus límites, necesariamente la solución debía estar en una necesidad fáctica exterior, pero no ajena. Croce estaba muy concentrado, casi como un ajedrecista que buscara –antes de mover sus piezas– revisar todas las alternativas y jugadas posibles hasta encontrar la salida salvadora que rescatara a su Reina en peligro. “¿Por qué la Reina?”, se dijo, como iluminado, Croce. “Porque es la pieza más poderosa.” Sin embargo a esa altura del match, con el reloj corriendo solo de su lado, la Reina estaba muerta. Estaba perdida, había que ganar sin ella, por ella, por el peso de su ausencia, porque mientras estuvo viva mantuvo a raya a los contreras, arrinconados contra el alambrado. Perder la Reina no quiere decir jugar sin ella. Entonces, dedujo, la Reina está muerta, pero la partida, desesperada y todo, está viva. La partida, pensó literalmente, es decir, el comienzo. ¿Qué hay al comienzo? Una película pornográfica filmada en 1940 o 1942, o 1943 (antes de 1945, subrayó mentalmente), quizá para exportar. Entonces por fin comprendió claramente la situación. Un chantaje no es un gambito, es un enroque, mejor un trueque. Así pues la explicación de la necesidad de respetar los límites era la causa del dilema. El que estaba siendo chantajeado –o estaba a punto de ser chantajeado– era el más alto dignatario del gobierno. Y el chantaje no era el contenido de la película sino su existencia misma: poder decir que alguien tenía –o había visto– esa cinta era el chantaje. Con eso bastaba. La carta robada, pensó. Pero esta vez el amenazado era el ministro. El ministro, del Interior. Por eso no había nada afuera.

–Una cinta de ésas –dijo el juez a cargo–. Hay que encontrar el negativo y quemarlo sin que nadie lo vea. Era un caso de chantaje, pero nadie conoce el contenido del anónimo –dijo–, porque es como un anónimo... –aclaró–. La producción de películas clandestinas era un asunto de trata de blancas –dictaminó el juez. Las mujeres son obligadas a hacer eso por dinero, de modo que la producción, o el tráfico de esos materiales, estaban penados y él –por ser el juez– podía extenderle una orden de allanamiento contra quien hiciera falta. Era un delito federal –aclaró. Le asignaron como escribiente a Lezama, un pesado de los servicios de informaciones que de inmediato se declaró admirador de Croce y de sus métodos de investigación.

–Vea, Lezama –le dijo Croce–, el asunto en la superficie es sencillo, uno de mis informantes tiene la película y quiere negociar conmigo. Usted sólo debe preparar esa reunión en las condiciones que esta persona proponga y llevar en una cartera de mano el equivalente al doble del precio que el ministro imagina que debe pagar. De todo lo demás me ocupo yo.

El turco Azad era un hombre jovial, un bromista de sonrisa rápida y ojos huidizos que empezó de muchacho vendiendo baratijas con un sulky por las chacras y terminó dueño de El Sirio, el mayor almacén de ramos generales de la provincia. Un enorme salón que ocupaba casi una manzana en el centro del pueblo, donde vendía desde avionetas para fumigar campos o cosechadoras Massey Ferguson hasta agujas de enfardar y profiláticos Velo rosado. Era una figura respetada en la política del distrito y su extensa población de clientes empadronados en sus famosas libretas de fiado y consignación eran todos –como decía Azad– “leales y pampeanos” a la hora de votar. De hecho, solía decir el turco en las interminables y pesadas partidas de monte criollo en el almacén de los Madariaga –donde se habían apostado y perdido cosechas enteras y tropillas de un pelo–, Perón había armado a finales del ’45 en tres meses una organización política nacional apoyado en las redes y los favores de los comerciantes sirio-libaneses que habían abierto caminos en todas las provincias uniendo pueblos olvidados, vendiendo de puerta en puerta su mercadería en los rancheríos, en los puestos de las estancias y en las pulperías. “Basta ver –decía el turco siempre entonado y seguro– la pila de nombres árabes que hay entre los cuadros prominentes del movimiento.”

Cuando al fin se encontraron en un departamento de paso, alquilado para el encuentro, en la calle Sarmiento, en el centro de Buenos Aires, Azad apareció igual a sí mismo a pesar de la tupida barba negra que le borraba la cara y del elegante traje gris de saco cruzado con el que había querido camuflarse y pasar de-sapercibido. Estaba más flaco, los ojos ardidos, y se lo veía a la vez acorralado y eufórico. Croce le pidió a Lezama que los esperara en la antesala, y él mismo cerró la puerta de doble hoja y cuando estuvieron solos encaró directo al asunto.

–¿Es ella? –preguntó.

El turco suspiró teatralmente y empezó a negociar con el ímpetu y el cuidado de quien está a punto de venderle el alma al diablo.

–Noventa y cinco seguro, sobre cien. Es una fellatio, comisario, y eso no se puede fingir. Las penetraciones –dijo como si estudiara la venta de una gargantilla de diamantes– se pueden trucar, sustituir los cuerpos, pero la cara... es ella, pobrecita.

–¿Pobrecita? –dijo Croce.

–En aquel tiempo, recién venida a la ciudad, en manos de los buitres del ambiente... usted sabe los cuentos y las versiones que corren, la han obligado a cambio vaya uno a saber de qué enorme necesidad que ella adeudaba o quería... Pero mire –dijo, y abrió un viejo ejemplar de la revista Radiolandia–. Acá le han hecho una sesión de fotos en un estudio para anunciar su debut como actriz de reparto. Si se fija luego –dijo como si escupiera algo asqueroso de la boca– va a ver que tiene el mismo peinado, trencitas, el flequillo, la boca pintada en forma de corazón. Es ella –sentenció.

Todo era demasiado irreal y demasiado atroz y Croce sintió que de nuevo se iba, que estaba otra vez perdido en la neblina del campo, tanteando en lo oscuro. Se levantó un poco mareado, pero decidido a hacer lo que tenía que hacer.

–Quiero verla –dijo.

El turco apagó la luz alta y dejó un velador prendido en una mesa baja. Al costado estaba el proyector, con la cinta ya colocada en la bobina, frente a una sábana blanca doblada al medio que oficiaba de telón improvisado.

–Gente complotada de los comandos civiles y dos oficiales de marina parecen estar al tanto y se han puesto con todo a buscar la película. Tienen el centro de operaciones en la base de Río Santiago y ya han andado rondando por el negocio y por mi casa.

–Turco –dijo Croce como si no lo hubiera escuchado–, dejame solo. El negocio lo arreglás con Lezama, él tiene la plata.

Azad prendió el proyector, una luz blanca titiló en la pantalla.

–Ya vuelvo –dijo Azad–. Sentate ahí.

Croce se sentó en una butaca de cuero, en la pantalla vio unas letras, sintió que el turco abría la puerta y volvía a cerrarla. “Estoy solo”, pensó, “lo que voy a ver me va a cambiar la vida”. La doncella viciosa, decía un cartel, y al pie del cuadro vio que el título estaba traducido al francés en letra cursiva.

Lo que vio era previsible y era un ultraje, era ingenuo y procaz y por eso era más deleznable y más siniestro; su mente alerta y preparada para descartar los detalles superfluos se obstinó en abstraerse de los actos que estaba obligado a mirar y se concentró en reconocer a la mujer, con el mismo rigor y el mismo pánico secreto con el que tantas veces se había visto obligado a reconocer cuerpos mutilados, torturados, muertos de un tiro o degollados con un rápido gesto ancestral. Esto era lo mismo, era como ver el matadero donde se desangran los animales y se asesina a los cristianos.

Para peor, mientras se sucedían las escenas se oía un murmullo musical y feroz en la pésima banda de sonido, con gemidos y palabras obscenas en español que se traducían abajo en un francés prostibulario. La muchacha era rubia y parecía ausente y enconada. El tiempo se había detenido y en la penumbra de ese cuarto impersonal, con los ojos abiertos ante la luz cruda que transmitía las conocidas y sagradas imágenes de un coito envilecido, sintió que había empezado a llorar, ni siquiera lo sintió, porque sus sentimientos eran opacos y confusos, apenas un dolor sordo en el costado izquierdo, pero comprendió que estaba llorando porque en la alcoba donde se desarrollaban esos actos triviales y repetidos infinitamente desde el principio de los tiempos había empezado a filtrarse la lluvia, todo se había humedecido temblorosamente y Croce tardó en comprender que eran sus lágrimas las que mojaban y borraban ese rostro de mujer luminoso y amado que llenaba la pantalla y entonces Croce comprendió que lloraba por la miseria y la maldad del mundo y por esa mujer a la que tantos habían amado como a una virgen.

–Pero no es ella –dijo–. No es ella, no puede ser ella.

“Esa no puede ser la señora”, pensó, aliviado ahora, sin dejar de llorar.

Hubo un fundido final, la luz blanca, cuya sola claridad era perversa, persistió sin imágenes y luego apareció la anhelada palabra FIN y todo terminó, aunque la cinta siguió girando, slamp, slamp, slamp, y golpeando en el vacío.

Atrás se abrió la puerta y Azad apagó el proyector y se acercó a Croce.

–Yo también lloré –dijo.

–Pero no es ella –dijo Croce sin secarse las lágrimas–. ¿Arreglaste?

–Todo pipí cucú –dijo el turco como si quisiera continuar con el tono soez de la película–. Este es el negativo y ésta es la copia.

En la cocina, en una bandeja de metal echaron alcohol y vieron arder el celuloide con sus muertas imágenes ignominiosas y pueriles.

“Si hubiera sido ella”, pensó Croce, “no hubiera importado”. Hubiera sobrevivido, como se aguantó tantas calumnias y miserias a lo largo de su vida, sin rendirse nunca. Y a la gente humilde no le hubiera importado y la hubieran amado igual, como Jesucristo amó a María Magdalena. Porque la cuestión no es lo que el mundo hace con uno, sino cómo uno es capaz de enfrentar el horror y el horror y el horror del mundo, sin capitular.

Por la ventana alta vio a Azad con un portafolio en la mano y a Lezama, flaco, cadavérico, tenebroso, que lo tomaba del codo y lo hacía bajar por la escalera. “No por el ascensor”, pensó, “por la escalera de servicio, como debe ser”.

Antes de irse, Croce tomó los restos quemados, las cenizas y las latas vacías y las tiró, por el incinerador de la cocina, al foso donde ardían los desperdicios no queridos de la vida.

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