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Verano12|Viernes, 19 de febrero de 2016
VALERIA TENTONI

El fondo absoluto

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El hotel que pudo pagar el diario era atendido por un hombre ciego y tozudo al que no supe preguntarle el nombre. Más tarde me enteré que se llamaba Newton. Era alegre y pecaba de omnipresencia.

Lo encontré dando indicaciones a un huésped para estacionar su auto en el jardín del fondo, junto a los demás. Había poco espacio, así que los acoples debían hacerse con ingenio y era imprescindible que alguien los ordenara. El ciego estaba parado entre el parachoques y un paredón. Los dientes le colgaban de las encías como racimos de banana. Daba la impresión de ser invencible; una mano en el bastón, con el que daba golpecitos al capot, y la que estaba libre haciendo el gesto de atraer grandes cosas invisibles hacia él. Alentaba al conductor a avanzar, pero la confusión y un remordimiento extraño sometían al otro a aferrarse al volante como pidiendo disculpas. Aceleraba igual, subyugado por la audacia del ciego. Una audacia que sólo podría tener alguien que no accede sino apenas a la intuición de los peligros.

En la pileta del hotel había un grupo de chicos que se tiraban bomba. Apenas sacaban la cabeza a la superficie subían por la escalerita, rodeaban el borde y volvían a saltar. Parecía que estuvieran jugando a lo mismo desde el principio de los tiempos. Newton vino hacia mí antes de que alcanzara a saludarlo. ¿Cómo sabía que estaba parada en ese lugar?

–Cuidado. Que no la mojen. No se vaya a resbalar.

Habló así y el agua me sonó a plaga letal. Me hizo entrar.

Confirmó la reserva con una mujer rubia que parecía cumplir tareas en todos los frentes: cocina, habitaciones, administración. Newton manoteó la llave de un panel. Al pasar mi tarjeta de créditos por la máquina saltó la pequeña alarma del saldo insuficiente. Había hecho mis cuentas antes de salir y todo estaba en orden. Pensé: ¿compré algo? ¿Hablé con alguien en la terminal? ¿Durante el viaje? No. ¿Sonreí? Bueno, quizás una vez, al ver los bosques, el verde forajido abultándose en los valles. O el cielo impoluto, ante el que me pregunté: ¿será que el sol está colgado sobre el celeste como una ostia o que la grandísima manta tiene un agujero y por ese agujero vemos lo que en verdad hay detrás, un todo de luz líquida? Quizás sí sonreí entonces, pero seguro no tanto como para agotar mis créditos. El cielo, ¡qué peligro el cielo! Había que andar muy precavidos contra él... ¿Imaginé cosas? ¿Me enamoré? No, no. No.

-No puede ser, tengo saldo. Y permiso migratorio.

El ciego me sugirió que llamásemos al Control Central de Créditos. Yo odiaba hablar con los Servicios, pero como tenía pautada la entrevista y necesitaba volver con el trabajo hecho intenté marcar el número que estaba del otro lado de mi tarjeta.

No daba tono.

-Me debo estar olvidando el prefijo. Algo estoy haciendo mal.

Newton me sacó el aparato de la mano y me pidió le dictara. Sin perder esa amabilidad lubricada por el oficio, presionaba las teclas como si con eso rescatase la suerte de todas las personas del mundo a la vez. Pero cuando yo pronunciaba “888”, él apretaba “777”. Una vez, dos veces. Tres veces lo vi apretar el número equivocado. En el error parecía todavía más alegre. Empecé a desesperarme.

De repente, una mujer de vestido floreado se acercó, sacó su tarjeta de la cartera y la pasó por la ranura como quien corta un pan de manteca con un cuchillo caliente.

–Tengo de sobra. Nunca sé qué hacer con mis créditos.

Le reconocí el acento. Yo había estado una vez en su ciudad. Pasé por ahí como enviada especial con un fotógrafo de la agencia con quien coincidíamos regularmente en corresponsalías. Eramos el último recurso del editor; si nos llamaba era porque no había nadie más dispuesto a viajar. Se había vuelto muy peligroso moverse, dibujar rutas en el registro. A nosotros nos fascinaba y nos sentíamos, en esa circunstancia, disculpados de antemano.

Ser el peor de una lista puede ser la mejor oportunidad para un alma libre. Nadie espera nada del peor, ni siquiera que cumpla. La resignación es un movimiento anterior al resultado, y además el desastre se carga en la cuenta de quien da la orden a sabiendas de que no se la entrega a alguien que pueda corresponderla. ¡Pero hasta ese buen compañero mío se había atemorizado! Me habían mandado con una camarita, sola. “Date maña”, me había dicho el editor.

–Hace mucho estuve en su ciudad, creo.

–¿Quién no? Hay que cruzarla para llegar a todo lo bueno. Pero, claro, lo bueno no está ahí todavía... Vivir en un lugar así no es cosa fácil, como imaginará. Se respira en un estado de inminencia. Es agotador.

Me hubiese gustado poder darle la razón, pero ¿cómo hacer una cosa así sin mentir? Saqué de mi bolsillo un caracol y se lo extendí. Todo esto sin mirarla a los ojos, por supuesto. Lo recibió, dio media vuelta y salió a la calle. Me dejó con el ciego, que seguía con otra cosa. Yo todavía tenía que preguntarle cómo llegar a la cabaña de mi entrevistado, pero no me animé a interrumpirlo.

Lo que le di a la mujer era una pieza rota, en verdad. Decir “caracol” es exagerar. La había encontrado esa misma mañana entre la blancura harinosa. Antes de registrarme en el hotel, había decidido dar un paseo por la playa.

Cuando me bajé del colectivo y se alejó lo suficiente, quedó un silencio en el que se enhebraban las admoniciones de los insectos, los muchos pájaros y la respiración inagotable del agua. El sol golpeaba las calles de tierra naranjoide, las casitas de colores, los techos de tejas escalonados en las alturas. El camino a la costa estaba un poco escondido entre propiedades privadas. El paso, selvático, estaba señalizado por un cartelito que prohibía el ingreso de perros. Yo no era un perro, así que me adentré en la espesura de flores y varas y ramas y hojas.

El aire era una cosa dulce y grumosa que se te pegaba en el paladar. Daban ganas de masticarlo. En el fondo aparecía el turquesa agitándose, la espuma. Casi sentí alegría pero pude contenerme. Estaba bien entrenada, había tomado varios de los cursillos de control que se ofrecían en los centros comunales. Un hombre estaba sentado en una lona leyendo los Informes de Weiss. No había nadie más, tan escondida estaba la bajada.

Se acercó con el libro abierto en una mano mientras yo me agachaba para levantar caracoles. Encontré una espiral partida, rosa y dorada. Siglos de insistencia marítima en el reverso de nácar, la lengua de vidrio de un dios para el que yo era, en el mejor de los casos, un daño colateral. La poquedad del hallazgo era evidente hasta para mí, que nunca antes había ido a una playa. Quizás fue por eso también que me di por satisfecha. Casi todos mis caracoles habían sido canjes de piedras que encontraba camino al diario. No gastaba mucho. No entraba mucho en contacto, tampoco.

El hombre vino hasta donde yo estaba, bajó el mentón en dirección a mi mano. La línea fortísima de su quijada. Miró la pieza y, sin levantar la vista, dijo:

–Gaudí estudiaba estas formas para sus construcciones. La arquitectura de los parques que hizo está tomada de caracoles como ese.

No respondí nada e hice un esfuerzo por no mirarlo. No quería poner en riesgo mis saldos. Él se retiró con la misma superposición de humildad y grandeza con que se retiran las olas de la costa.

Supongo que entendió mi situación al verme juntando caracoles; una persona rica no se encontraría jamás en el centro de un cuadro así. Era lo único que teníamos, casi todos, para agradecer los favores: caracoles y piedras. Se había generalizado el uso de estos desechos para agradecimientos, atenciones por fechas especiales y cumpleaños. Todavía no habían intervenido esos trueques, si bien los conocían y ya se habían hecho advertencias en contra, porque como estaban ocupados regulando otras infracciones –el control era infinitesimal, exasperante–, no habían llegado aun a esta. Agradecer era una de las acciones más caras en la nómina del Código de Comportamientos Públicos y Privados. Esto era así para que las personas no se hiciesen favores (cosa que no estaba, en rigor, prohibida). Se atacaba esa práctica desde su otro extremo, el de la respuesta natural. Así, se conseguía penalizar al urgido y no al potentado.

En las playas, decían, era muy común ver a las personas llenándose los bolsillos. Ese día, pero, no había nadie más que este hombre. Yo no había llevado muchas piedras para el viaje, había calculado que en la playa iba a encontrar lo necesario. Mal hecho. Como no supe si era un agente o un veraneante, por precaución debí irme rápido y me quedé sin nada. De hecho, el caracol que le di a la mujer esa mañana era el único que había conseguido por mano propia en toda mi vida. Podría haberle dado alguna de las piedras, pero le di mi caracol.

Ella lo tomó como si yo tuviese muchos.

Después tuve que rastrear mi cuarto guiada por el número en la llave. Imaginé que el hotel ocupaba lo que, fuera de temporada, funcionaba como una casa de familia. Estaba ubicado a mitad de la cuadra y se desenrollaba largamente hacia su centro. El pasillo que llevaba a las habitaciones estaba cubierto de espejos. Me vi pasar: estaba despeinada y fea. Las puertas eran todas distintas, como remiendos hechos al edificio. Daba la impresión de que alguien las hubiera improvisado hacía apenas unos minutos. Al fin encontré la mía, tras zigzaguear un poco.

La habitación era diminuta. Los postigos de la ventana estaban cerrados, y ahí dentro no parecía ni de día ni de noche. Sobre el marco había un gran aire acondicionado, la cama ocupaba casi toda la superficie disponible. El baño era modesto. Tenía una puerta de madera oscura frente a la ducha, además de la que comunicaba los dos espacios. Intenté abrirla pero estaba trabada. También de ese lado estaba el interruptor de la luz. Eso representaba un enorme peligro desde que lo más probable, calculé, era que el agua cayera demasiado cerca. La plaga avanzaba entonces también en mi cuarto. Pensé: han remodelado esta casa con muy pocos recursos. Me compadecí de Newton y de la que, decidí, era su mujer; la rubia de la recepción, a la que había visto cargando la pila de toallas blancas, iguales a la que ahora reposaba frente a mí, acomodada con forma de cisne. Imaginé otra habitación detrás la puerta, otro huésped dudando de los límites de su intimidad. Un mosquito zumbó cerca. No logré verlo sino hasta que se posó en uno de los azulejos. Iba a ducharme pero apenas me senté en el colchón –las sábanas blancas, rabiosas, blanquísimas, ¡hermosas!– sentí que me derretía.

No sé cuántas horas después me desperté. Quise abrir la ventana para saber si había oscurecido, pero la manija giraba en falso. Los postigos apenas me permitían ver lo que había afuera. Coloqué los ojos a través de una de las líneas diagonales y encontré el verde del césped. Subí un poco la cabeza, algunas ranuras más arriba, y vi el principio de la pileta. Identifiqué las venecitas celestes. Otro poco y algo comenzaba a ser un cuerpo. Un pie, una pierna. Otra. Así hasta que el cuadro total, fragmentado por la abertura, se completó en mi cerebro: Newton y la mujer que me había pagado la estadía con su tarjeta estaban haciendo la plancha, boca arriba.

Era de noche y las luces los iluminaban desde abajo, dedos brillantes atravesando el agua como las manos de un mozo que los tenía en bandeja. Parecían poco menos que muertos salvo porque sus pies, de tanto en tanto, se agitaban para evitar los hundimientos. No se hablaban, no hacían ruido. Estaban solos. Ni rastro de los pequeños hiroshimos.

Me rasqué. Estaba toda picada. Encendí la luz esperando encontrar un harén de mosquitos pero solo había uno, en el cielorraso, ¿era el mismo? Intenté matarlo pero se escapaba con gracia y yo no tenía ninguna. Pensé: debe ser muy tarde. Puedo hacer la entrevista a la mañana y tomar el último colectivo para volver.

Me dormí. En mi sueño, muchas personas estaban pegadas a la puerta de mi habitación por el lado de afuera. Se codeaban para apoyar la oreja, se entorpecían entre sí como bichos insistiendo en un foquito. Me llevaba a la escena que vi en una película de chica y nunca más pude volver a ver, la de una familia alrededor de un llamado telefónico. Eso fue antes de que borraran la totalidad de los archivos y, como casi todas las películas, no sabía si en verdad las recordaba o me las había inventado.

Por la mañana me sobresaltó el rumor de los cubiertos y las sillas. Las habitaciones se ocupaban y se desocupaban, los chicos corrían, jugaban carreras en el pasillo. Abrí la ducha. Observé el recorrido del agua; por unos centímetros no alcanzaba el interruptor. ¿Cómo moverme sin torcer esa comba milagrosa? Cerré un poco la canilla, procuré una descarga menos contundente. Me puse el shampoo con delicadeza, me enjuagué el shampoo con delicadeza. Logré que ninguna gota hiciera contacto con la electricidad. Satisfecha, me cambié. El olor del pan tostado me imantó, pero al querer abrir la puerta encontré una resistencia.

Era uno de esos picaportes redondos con un botón de traba en el centro. Intenté apretando el botón, soltándolo, girando para un lado y para el otro. Intenté con la llave. Me senté en la cama, tomé distancia. Volví a probar todas las posibilidades que me vinieron en mente. Nada. Golpeé la puerta con calma, porque no quería molestar a nadie. Pedí ayuda, con calma también. Después un poco más fuerte. Nada.

Llamé a conserjería. Me atendió una mujer. ¿Era la que había pasado su tarjeta por mí? ¿Era la rubia? Expliqué mi situación. “Nosotros no podemos hacer nada”. Le pregunté si podía hablar con alguien más. “Es que ninguno de nosotros puede hacer nada”.

Quizás no era un mito, después de todo, lo de los hoteles penitenciarios. En tal caso tenía que esperar tanto como fuera necesario para saldar mi deuda, pero ¿cuál era mi deuda y cómo se había generado? El mosquito se posó en mi hombro y se adelantó al cachetazo. Al menos no llegó a picarme.

Corté. Mis ojos quedaron en mis pies. Tenía algunas ronchas nuevas. ¿Cómo podía ser? Había hecho bien las cuentas antes de salir. Además, con saldos pendientes no te sellaban el permiso de viaje. Repasé cada cosa que dije en la estación, en el colectivo, al llegar.

No me voy a poner nerviosa, me prometí. Eso me podía hacer llorar y llorar era muy caro. Encendí el televisor. “No estamos en su contra, estamos a cargo”, decía la propaganda oficial. Lo apagué, no quería enfurecerme. Volví al agua. En los cursillos la recomendaban para serenarse. Me duché tantas veces que no las conté, todas y cada una procurando no desviar la descarga, ungida de un terror creciente a electrocutarme. El miedo no te lo cobraban, así que podía tener todo el que se me antojara.

Me enjaboné mirando la puerta de madera inservible frente a mí. Me pregunté si había alguien, detrás, cumpliendo otra condena. Pensé en pasarle un mensaje. No me atreví. Me sequé, me dormí. Me mojé. Me sequé, me dormí. El mosquito me picaba mientras tanto. Despierta no se me acercaba, restregaba sus patas. Lo dejé quedarse con su vida. Supongo que era mi manera de pedir piedad a mi vez, demostrando que pedía algo cuya medida conocía a fondo. Había escuchado que a muchos los encontraban muertos, el televisor prendido. Se decía que había personas cumpliendo penas de hasta 400 años en distintas habitaciones.

Cuando era chica, alguien me dijo que a los muertos el pelo les sigue creciendo. Como el tiempo avanzaba y la puerta no se abría, calculé que quizás iba a morirme ahí. Pensé: mi pelo podría llegar a ocupar toda la habitación antes de que me liberen. Alguien va a entrar y va a tener que atravesar ese nido antes de poder decir: “Está muerta”. Miré bajo la puerta del baño, esperando encontrar pelo de mi vecino muerto hacía centurias. Nada. Me acosté en el suelo e hice pasar un mechón de mi cabeza por el filo entre la puerta y el piso. No sé qué intentaba decir con eso.

Los chicos seguían zambulléndose, triturados por los postigos. ¿Se renovaba su ejército? Agoté todo lo que había en el frigobar. Decidí hacerlo con elegancia, como si la situación no fuera a durar. Gaseosas, chocolates, papas fritas. Me mojé, me sequé, me dormí. Me despertaban no la luz, no los sonidos de afuera, sino el mosquito. Su serpenteo metálico en mi cerebro.

Cada tanto intentaba la libertad en el picaporte. Una mañana, simple, la puerta sí se abrió.

Detrás estaba Newton, a punto de golpearla. Sonreía, por supuesto.

–El horario de desayuno está por terminar. Lo toma ahora o lo pierde.

–¿Puedo dejar mis cosas adentro, mientras tanto?

–Naturalmente, en tanto entregue la llave de vuelta a las once.

Guardé mis cosas, las dejé listas sobre la cama. Atravesé el pasillo. El olor de las tostadas frente a una ventana abierta.

Se veía el cielo.

Una mujer rumiaba sus medialunas. Más allá una familia, un bebé chillando. En una de las mesitas estaba el hombre de Gaudí y Weiss. Me miró. Lo miré. Los ojos negros bajo esos triángulos diabólicos que tenía por cejas pedían algo parecido al perdón. Desayunaba solo, frente a una taza blanca dada vuelta sobre su platito. Le quedaba todavía un poco de café en la suya. Pensé: por suerte dejé casi todas mis piedras en casa, así que no es tanto lo que pierdo con la valija.

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