Las maravillas formales de El triunfo de la voluntad y de Olympia se debieron ante todo al reconocido talento de Leni para la fotografía y el montaje, a lo cual procede agregar su dedicación de dieciocho horas diarias, sin domingos, a lo largo de semanas y meses. Ya fue escrito que el genio es una larga paciencia. Pero el resultado se debió también al apoyo oficial recibido en ambos casos, con una amplitud y un volumen que nunca habían logrado los realizadores de cine documental. En El triunfo de la voluntad consiguió instalar cámaras y focos de luz en zanjas y en torres especialmente diseñadas y construidas, lo que llevó a afirmar después que el congreso nazi fue reorganizado y acomodado para servir mejor a la película resultante. La ayuda oficial se reiteró para el rodaje de Olympia, esta vez ante dificultades muy especiales, porque el Comité Olímpico no quería arriesgar posibles interferencias de los fotógrafos en la acción, con lo cual también fue necesario calcular otras zanjas, otros puntos elevados y unos carriles muy especiales para seguir de cerca las carreras y otras competiciones. Había que preverlo todo, porque la actividad deportiva no permitiría repetir imágenes.
Con el tiempo, Olympia sería un instrumento de propaganda en manos del gobierno alemán y Leni Riefenstahl sería aclamada como la persona que hizo posible ese logro.
Cuando terminó la guerra en 1945, las autoridades militares norteamericanas y francesas, así como los alemanes mismos objetaron a Leni su pasado nazi, como autora de aquellas dos películas. El caso de Olympia no era muy grave, porque en última instancia se trataba de un documental deportivo de alto nivel, que podía ser depurado (y lo fue) de ciertos fragmentos, eliminando imágenes de Hitler y sus ministros. En cambio, El triunfo de la voluntad era sin equívocos un congreso político. Como lo diría después el historiador Glenn B. Infield, allí Leni presentó
“(...) ante las masas, la política nazi, el poderío nazi, la popularidad nazi, el líder nazi Adolf Hitler, y las masas eran en el caso los ciudadanos alemanes y los ciudadanos del mundo que previamente habían desechado por insignificantes a Hitler y al partido nazi. Lo hizo de manera excepcionalmente hábil, tal como Hitler lo recomendaba en su libro Mi lucha. Convenció a los espectadores de El triunfo de la voluntad de que lo que veían en la pantalla era real, que las SS y las SA eran necesarias, que el Führer era Alemania y que Alemania era el Führer. Era manipulación consciente y era propaganda al más alto nivel. Era un arte falso. La película concentró la atención sobre los impulsos que guiaban a su creadora, y cuando la guerra terminó y Hitler estaba ya muerto, el mundo recordó”.
Leni fue detenida al terminar la guerra. Interrogada por los militares aliados, sufrió diversas humillaciones, un período de cárcel, una internación en un manicomio. Entre quienes la interrogaron figuró Budd Schulberg, un escritor que poco después sería destacado libretista en Hollywood y que entonces era uno de los encargados de recoger información para lo que sería el juicio de Nuremberg. La línea defensiva de Leni fue, entonces y después, la declaración de que nunca había sabido la realidad de los campos de concentración, que nunca fue nazi ni antisemita, que nunca tuvo relación personal con ministros del nazismo. Sus manifestaciones, que en mayo de 1945 integraron un extenso informe del Séptimo Ejército de Estados Unidos, eran toda una búsqueda de un rostro inocente.
También eran un ejemplo de astucia. Pudo decir con razón que entre sus colaboradores hubo judíos (Harry Sokal, Bela Balasz), pero no podía ocultar que apoyó abiertamente a un régimen antisemita, incluso después de los diez famosos decretos públicos de 1938 que convertían a todo judío en un criminal de nacimiento. Con el tiempo se conoció un episodio de diciembre de 1933, cuando Bela Balasz reclamó a Leni por su escasa mención en los créditos de La luz azul. En la emergencia, Leni recurrió nada menos que a Julius Streicher, el más fanático antisemita del régimen, confiriéndole “poderes de abogado en cuanto a la reclamación que el judío Bela Balasz me formula”.
La búsqueda de un rostro inocente llevó a Leni a apuntar que después de El triunfo de la voluntad no hizo otras películas de claro contenido político, como en cambio las hicieron diversos directores alemanes de la época (Hippler, Bertram, Harlan, Steinhoff, Waschneck, Ritter). Pero su identificación con el régimen estaba certificada de otras maneras. En 1940 las tropas nazis ocuparon París y Leni envió a Hitler un caluroso telegrama de felicitación. En 1943 decidió retomar el plan de filmar Tiefland (Tierra baja), una opereta de Eugene D’Albert, y volvió a tener el apoyo oficial para gastos, equipos y las divisas indispensables que le permitieron viajar a España para rodar algunas escenas. Para la misma película, Leni consiguió los servicios del fotógrafo Albert Benitz, quitándolo a otros compromisos con la productora Terra, y poco después los servicios de Hermann Storr, técnico de sonido, que estaba previamente contratado por el director Veit Harlan. En los casos de Benitz y Storr, no sólo superó Leni la oposición de Goebbels, que teóricamente era el amo supremo del cine alemán, sino que triunfó en ambas gestiones durante 1944, cuando Alemania estaba acosada por la invasión de los Aliados en Normandía y en seguida por el atentado de un grupo de militares contra Hitler. Sólo una mujer muy importante podía obtener tanto respaldo para filmar una opereta, apoyándose en Hitler o en los ministros Albert Speer y Martin Bormann. Los telegramas y las cartas quedaron en archivos oficiales de Berlín, donde fueron hallados después de la guerra.
A pesar de abundantes interrogatorios en la posguerra, no se pudo probar que Leni hubiera cometido otro delito que la filmación de dos películas de propaganda. En 1949, una comisión estatal alemana para la depuración política dictaminó que Leni debía ser clasificada entre los “simpatizantes” del nazismo, lo cual no la hacía pasible de juicio, pero la colocaba de hecho en una Lista Negra que le impediría toda actuación pública. En 1952, un pronunciamiento judicial francés la exoneró de posibles sanciones. En el mismo año, el Senado de Berlín ratificó que Leni no sería acusada de delito alguno, lo cual ocasionó violentas protestas en la prensa.
Pese a todos esos pronunciamientos oficiales, Leni padeció en la posguerra un sostenido ostracismo interno. No podía trabajar, no podía explotar sus películas, comprobaba a diario que antiguos amigos le daban la espalda. En sus Memorias (p. 330) cuenta que en cierto momento cercano a 1950 visitó los estudios Bavaria, donde estaba filmando el popular actor alemán Hans Albers, y éste se puso furioso, exigiendo que ella dejara inmediatamente el local. El episodio parece más notable si se recuerda que Albers trabajó sin molestias en el cine alemán durante todo el período nazi, hasta 1944, y siempre en papeles protagónicos. No era el mejor fiscal antinazi en el caso.
En 1966, Leni hizo el primero de sus cuatro viajes al Africa, que terminarían por ser una segunda carrera y una mitad de su vida. Allí convivió con la tribu negra Nuba, en el centro de Sudán, tomando centenares de fotografías, a lo largo de veinte años. Las peripecias africanas ocupan también una mitad del libro de memorias e incluyen todo tipo de accidentes físicos, robos, estafas y desilusiones, pero también un contacto con una vida primitiva que la fascinaba. Entre un viaje y otro volvía a Europa a pelear por el rescate de sus películas y sus derechos. En la página 405 de sus Memorias se lee:
“A finales de 1960 hice un balance de los quince años que habían transcurrido desde el fin de la guerra. Había pasado tres años en campamentos y prisiones, cuatro meses en un manicomio. A ello se añadieron el embargo de mis bienes, la desnazificación, los procesos y la destrucción de mi carrera profesional. Todos mis proyectos cinematográficos, Los diablos rojos, Cargamento negro y por segunda vez La luz azul, se habían frustrado.”
También en 1960, el director alemán Erwin Leiser, que había conseguido huir del país en 1938, recopiló en Suecia un documental antinazi al que tituló Mi lucha, igual que el libro de Hitler. Una décima parte del metraje fue tomada de El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl. Esto originó una reclamación de la directora y un pleito en Hamburgo, por presunta violación de los derechos de autor. La empresa sueca Minerva y el director Leiser adujeron, a la inversa, que la película no era de ella sino del partido nazi, diferenciando así los papeles de un productor y un director. Por otro lado, todo el material de la película de Leiser había sido extraído de noticiarios y registros históricos, como era razonable suponerlo. El fallo demoró hasta 1969 y fue adverso a la directora. En el entredicho, Leiser había señalado que “los viejos entusiastas del nacional-socialismo se están mostrando tan audaces como para reclamar beneficios económicos de la denuncia de crímenes que ellos mismos ayudaron a provocar”.
Los derechos de autor fueron sólo uno de los problemas que Leni debió enfrentar desde 1945. Al defenderlos se introducía en una difícil paradoja. Reclamaba el pago de derechos porque se identificaba a sí misma como productora (de El triunfo de la voluntad, de Olympia), pero al mismo tiempo declinaba responsabilidades por su contenido político o por su utilización como propaganda. En ambos casos, su papel era de víctima. Es cierto que estaba cercada por enemigos y piratas, comenzando por un distribuidor norteamericano llamado Raymond Rohauer, que desde 1940 explotaba Olympia en Estados Unidos, sacando provecho de la distancia y de la guerra.
Junto a los problemas materiales aparecieron las humillaciones. Las había sentido ya en 1938, cuando visitó Hollywood y muy pocas personalidades quisieron estar cerca de ella. Las volvió a sentir en la posguerra, con el reiterado fracaso de sus planes, que eran manejados con ilusión hasta que un banco, un financista o una productora cinematográfica terminaban por dar la negativa a todo contacto comercial con ella. Una adaptación de La luz azul, que debía ser representada como ballet en París, por el célebre conjunto del Marqués de Cuevas, terminó por ser cancelada sin explicaciones. Otra invitación del British Film Institute en Londres, para dictar una conferencia en 1960, fue también cancelada de pronto, en apariencia por presión de Ivor Montagu, un historiador cinematográfico que estaba también invitado en esas fechas y que dio a elegir al Instituto entre su charla y la de ella. Su presencia en el festival cinematográfico de Telluride (1974) generó otras protestas de grupos que llevaban pancartas acusando a Leni de complicidad en los crímenes de los campos de concentración.
Aun más incisivas fueron las objeciones presentadas por Susan Sontag en su artículo “Fascinating Fascism” (en The New York Review of Books, febrero 1975), donde sostenía que las inclinaciones nazis de Leni Riefenstahl eran congénitas y se expresaban por igual en el alpinismo, en el culto de la belleza física, del esfuerzo, de la lucha de los cuerpos atléticos de los negros Nuba, que llegaron a ocupar tres libros de fotografías. El artículo de Sontag (que aparentemente no fue incluido en sus libros de recopilación) provocó en su momento que la revista National Geographic cancelara en el último minuto su plan de publicar las fotos de los Nuba.
Esos episodios de humillación y de perjuicio económico aparecen narrados por la misma Leni en sus Memorias, junto con la difamación de un falso Diario de Eva Braun (promovido por su ex amigo Luis Trenker) y junto con su queja ante el libro de Glenn B. Infield (1976), al que acusa de escandaloso y disparatado. Pero en esas pocas líneas no consigue refutar a Infield su poderosa documentación en archivos, en libros y en revistas, que obligó al autor a dar seis páginas a la sola enumeración de sus fuentes.
Hay dos maneras de borrar el nazismo de Leni Riefenstahl. Una fue propuesta por la interesada en 1965 y en una larga entrevista que Michel Delahaye le hizo para Cahiers du Cinéma:
“El triunfo de la voluntad me trajo innumerables y difíciles problemas después de la guerra. Era, en efecto, una película de encargo, propuesta por Hitler. Pero eso ocurría, debo recordarlo, en 1934. Y para la joven que yo era entonces, seguramente resultaba imposible la previsión de lo que iba a ocurrir. En la época, Hitler había adquirido cierto crédito en el mundo y había fascinado a muchas personas, entre ellas a Winston Churchill. ¿Y era yo, solamente yo, quien debía adivinar que un día cambiarían las cosas?”.
Esta protesta de inocencia juvenil (aunque tenía 32 años) no resulta muy convincente en quien desde 1934 hasta 1944 se benefició de sus buenos contactos con la jerarquía nazi y con Hitler mismo.
La otra línea de defensa es la del Arte con mayúscula. Las Memorias de Leni fueron publicadas en Barcelona con un informado prólogo del crítico catalán Roman Gubern, donde éste recuerda que la obra de la directora fue estimada y hasta emulada por personalidades tan diversas como Stalin, Chaplin o Frank Capra, que entre sus colaboradores hubo hombres de la izquierda política (Bela Balasz, Walter Ruttmann) y que la excelencia estética puede ser una categoría separada de la excelencia ideológica. Apoya esa afirmación con el recuerdo de que Carlos Marx admiraba la obra del reaccionario Balzac, o Lenin la del terrateniente Tolstoi, apuntando que la obra de Riefenstahl se ubica en este siglo junto a la de otros creadores cercanos al fascismo y al antisemitismo, como Louis Ferdinand Céline, Pierre Drieu la Rochelle o Ezra Pound. Agrega aun que la postura personal contra los indios o contra los negros no ha impedido las calidades en el cine del Oeste de John Ford o en El nacimiento de una nación de Griffith.
El alegato de Gubern conduce en definitiva a incluir a Leni Riefenstahl entre las víctimas de la intolerancia de este siglo por las ideas ajenas, hostilizando de diversas maneras a escritores y artistas. Los ejemplos colectivos de la Unión Soviética, de la Alemania nazi, de Estados Unidos en la época de McCarthy se prolongan aun a importantes casos individuales como Wagner (en Israel), Eisenstein, Picasso o Chaplin, con un extremo dramático en Salman Rushdie, condenado a muerte por el mundo mahometano, con la única culpa de haber escrito cierto fragmento de cierta novela. En la propuesta de Gubern, el mundo debió olvidar el pasado y permitir que Leni produjera, dirigiera, fotografiara y exhibiera con total libertad, porque tenía talentos singulares para hacerlo.
Esa propuesta liberal parece simpática y encomiable, pero antes de proclamar víctimas será útil recordar por qué llegaron a serlo. Cuando el gobierno norteamericano apresó, encarceló, juzgó y recluyó al escritor Ezra Pound, que llegó a vivir doce años en un manicomio, no estaba castigando su poesía sino los centenares de trasmisiones fascistas en inglés que Pound hizo por radios italianas durante la guerra (1941 a 1943), en un caso claro de traición a su país. En cambio, su poesía siguió en libertad y recibió en 1949 el importante Premio Bollingen.
Buena parte del cine alemán en la época nazi hoy parece inofensiva, pero algunas películas plantean crisis más serias. Es el caso de El judío Suss (Veit Harlan, 1940), que en su momento provocó violentas manifestaciones contra comercios y hogares judíos, tanto en Alemania como en Francia, y que años después fue explotada por países árabes como una forma más de la lucha contra Israel. Es también el caso de El triunfo de la voluntad, que fue una importante pieza de propaganda, con su abrumadora colección de discursos, desfiles, refinada fotografía, eficaz montaje. Es razonable suponer que su exhibición fue un avance del nazismo y un paso hacia la guerra mundial. Medio siglo después, el nazismo está resurgiendo en Alemania y ningún país europeo se atrevería a exhibir El triunfo de la voluntad, porque eso sería jugar con dinamita. La película existe y es razonable restringirla sólo a historiadores, críticos y afines, como lo hizo el Instituto Goethe en el Río de la Plata, a fines de 1991. En cambio, si es exhibida ante las masas, puede llegar a fascinar y magnetizar, como le ocurrió a Leni en 1932, dos años antes de filmarla, siete años antes de la Segunda Guerra Mundial.
Este retrato está incluido en Nuevas Crónicas de Cine
de Homero Alsina Thevenet.
Se reproduce por gentileza de la editorial Ediciones de la Flor.
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