Santos Vega fue payador. Su fama y su leyenda se revuelven entre la literatura y la historia (otra forma de literatura). Posiblemente oriundo de Dolores, provincia de Buenos Aires, probablemente nacido en 1760, quizá haya partido de este mundo en 1825. Bartolomé Mitre fue el primero en rescatar la historia de este “bardo inculto de la pampa” que vivía “en la memoria de la turba popular”. Y ya podemos vislumbrar en estos conceptos vertidos en 1831 la futura guerra al gaucho emprendida por el poeta-estadista tres décadas más tarde.

El investigador Carlos Alberto Leumann gustaba diferenciar entre la poesía gaucha y la poesía gauchesca. La primera compuesta originalmente por los habitantes de la campaña, la segunda, producto de escritores de ciudad. Así, Godoy, Hidalgo, Ascasubi, del Campo y Hernández eran gente de levita o uniforme, que tomaban el lenguaje gaucho para realzar “el color local”. Jorge Luis Borges añadía a este respecto que fueron luego los payadores los que copiaron a los poetas gauchescos para darle a su poesía gaucha carácter literario en un ida y vuelta que nos ubica en los laberintos del artificio.

En su tiempo se dijo de Vega que no tenía rival, que en los torneos de canto y al son de su guitarra era el mejor. Finalmente, el trovero mendocino Juan Gualberto Godoy (1793-1864) se enfrentó a él durante dos días de payada y lo derrotó, en lo que podríamos interpretar como la lucha entre la poesía gaucha versus la gauchesca, o el avance de la ciudad sobre el campo. Vega se subió a su caballo y desapareció. La tradición del Tuyú asegura que ningún humano podría haberlo derrotado y que el misterioso payador victorioso —al que se lo denominó Juan Sin Ropa— no podía haber sido otro que el mismísimo diablo (o quizá el Mandinga no podía ser otro que la ciudad metiendo la cola en el campo).

Así, el nombre de Santos Vega quedó aleteando sobre la memoria de la tradición por obra de los escritores, de las mil representaciones de teatro y del cine en sus diversas versiones sobre el tema. El gaucho cantor vive en el imaginario y reposa silencioso en la grilla catastral.

Valga aclarar que Bartolomé Mitre y Rafael Obligado aprovecharon el tema para hacer composiciones a la europea. Mitre habla de Vega como si se tratara de un soldado troyano:

Como el antiguo guerrero

Caído sobre su escudo

Sobre tu instrumento mudo

Entregaste tu alma a Dios

Obligado, sin caer en la épica grecolatina hace poesía gauchesca exenta de todo criollismo. Ni china ni facón, ni caballo ni chaira, apenas una audacia con el vocablo tapera para rimar —obligado— con ligera.

Luego, don Hilario Ascasubi ensayó un poema llamado Santos Vega o los Mellizos de la Flor que, acuerdo con el antropólogo berlinés Roberto Lehmann-Nitsche, el autor cordobés solo rescata el nombre con el objeto de relatar las fechorías de un bandido, sin recuerdos sobre el mítico trovador. Su licencia poética va más allá declarando que este Vega no es de Dolores ni del Tuyú, sino oriundo de la provincia de San Luis.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la cefaléutica, nuestro arte de relacionar toponimia y cabezas trofeo? Nada, de momento. Solo para señalar que el único que estuvo a la altura de la cosa es don Eduardo Gutiérrez que en su obra no escatima el degüello para lo que guste mandar.

En la metáfora musical:

“Ño Cipriano, cuando más borracho estaba, era cuando mejor cantaba y cuando con más gracia cepillaba sobre las cuerdas de la guitarra, que de puro degolladas por las largas uñas, más que cuerdas parecía hilos de acarreto.”

En la escena social:

“Los aplausos y los vivas siguieron atronando la pulpería, […] y nuevos frascos de ginebra fueron degollados a falta de tirabuzón.”

Y en la costumbre platina:

“En seguida me puse a buscar el cadáver de mi madre, que no debía estar lejos de allí. ¡Pobre mujer! […] los salvajes no contentos con haberla mutilado la habían degollado hasta separarle la cabeza.”

Para Carlos Octavio Bunge (1875-1918), Vega era “la más pura personificación del gaucho. Es el hijo, es el señor, es el dios de la Pampa. Su historia, que puede reducirse al episodio fundamental de su justa poética con el diablo, representa el destino de una raza y es la síntesis de su epopeya.” Y agregaba, “aunque haya sido una persona de carne y hueso Santos Vega se transforma en mito hasta constituir un símbolo nacional.”

Aquí nos encontramos con el tropo acostumbrado de creer que la pampa es sinónimo de país y que el gaucho representa a todos sus habitantes. Pero en aquellos momentos de autoestima superlativa de la clase política, fines del XIX y principios del XX, la observación crítica se pasaba por alto para beneficio de un prejuicio glorificado y en detrimento particular de los inmigrantes.

Bunge (una calle de El Palomar), además, gustaba extrapolar los caracteres de la leyenda de Santos Vega a la escena bíblica: “Santos Vega representa a Adán, su morocha a Eva, el ombú al árbol del bien y del mal, “Juan Sin Ropa” a la serpiente, la pampa al paraíso terrestre, la guitarra a la ciencia y las artes de los hombres.”

El escritor Gabriel Ruiz de los Llanos en un libro publicado en 1996 va un poco más allá de Bunge asegurando que “hablar de Santos Vega como un payador es —en lo medular— como hablar de Jesús de Nazareth como de un simple carpintero”. A partir de aquí realiza una crítica sobre aquellos que abordaron a la figura del payador. Ascasubi, por ejemplo, “no accedió a ninguna de las claves que hacen a Santos Vega, el portador del arcano argentino (posiblemente por el perjurio de hacerlo puntano)”. Rafael Obligado se equivoca en el final de su poema “una inexactitud” nos asegura de los Llanos porque “nadie venció a Santos Vega a lo largo de su vida […] Nadie hubo ni habrá capaz de hacerle sombra a ese grande”. Numen orientador de la nacionalidad, para de los Llanos, el hombre de los pagos del Tuyú es ni más ni menos que “el primer argentino”. Algo que sumado al homo pampeanus de Ameghino —surgido de la prehistoria entre Miramar y Necochea— hace de la Costa Atlántica la fuente originaria de la Nación y también de la Humanidad, más allá de los prosaicos peregrinos del verano.

¡Cuánto afán mítico el de nuestra provincia! O ¡cuán hondo caló en el imaginario el payador legendario para que la toponimia disponga de calles para Santos Vega en Villa Bosch, Lomas del Mirador, Gobernador Costa, 9 de Abril, Villa Udaondo, Llavallol y Grand Bourg. El número empata a los honores prodigados al Martín Fierro que también tiene sus arterias en Villa Bosch y Villa Udaondo, además de Villa Luzuriaga, Wilde, Merlo, Villa Ballester y Moreno. A su creador, José Hernández, se le elevan respetos en Villa Bosch, Grand Bourg, Villa Ballester, Gregorio de Laferrere, Munro, Luis Guillón, Remedios de Escalada y San Andrés. Por otra parte don Rafael Obligado, autor de un celebrado “Santos Vega” comparte casi igual cantidad de homenajes que el gestor del Martín Fierro en las localidades de Bernal, San Isidro, Carapachay, Bella Vista, José León Suárez, Don Torcuato y Glew. Y don Hilario Ascasubi no le va en saga teniendo su recuerdo catastral en Longchamps, San Antonio de Padua, Llavallol, San Isidro, Quilmes, Bernal, Luis Guillon y Gregorio de Laferrere. A Mitre se nos hace difícil dirimir cuántos de sus homenajes son por su cuestionable calidad de poeta. Su peso político en la llamada “Reorganización Nacional” eclipsa todos sus otros oficios de polígrafo. El que recibe un menor reconocimiento a pesar de haber sido un gran cristalizador de mitos es don Eduardo Gutiérrez al que se lo recuerda en Ezeiza, Lanús y Bahía Blanca. Tampoco hay calles bajo el nombre de Juan Moreira, Hormiga Negra y Juan de la Cruz Cuello. Injusticias de la memoria o negligencia literaria de los ediles.

Para ir cerrando: en 1879, José Hernández le envía su Martín Fierro autografiado a Bartolomé Mitre. El expresidente, biblófilo y poeta le devuelve el gesto con una carta donde le expresa:

Su libro es un verdadero poema espontáneo, cortado en la masa de la vida real.

Y, a renglón seguido, no puede consigo mismo y cae en la referencia clásica:

Hidalgo será siempre su Homero, porque fué el primero, y […] Vd. se inspiró en su poética…

Pero Mitre no está convencido con la obra y aunque debe rendirse ante el enorme éxito que ha obtenido, le insistirá a Hernández:

...creo que Vd. ha abusado un poco del naturalismo, y que ha exajerado el colorido local, en los versos sin medida de que ha sembrado intencionalmente sus páginas, así como con ciertos barbarismos que no eran indispensables para poner el libro al alcance de todo el mundo...

En cuanto al espíritu rebelde de aquel Fierro que había perdido toda esperanza junto con el fin del rosismo, Mitre protesta:

No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada amargura [...]. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen su causa, mas que en las intenciones de los hombres, en las imperfecciones de nuestro modo de ser social y político. Sin embargo, tal como es, creo «que no se ha de llover el rancho» en que su libro se lea.

En la nota al pie escrita por Mitre en 1840 concerniente a su propio poema Santos Vega, payador argentino, incluido en Armonías de la Pampa, el poeta aclara que su composición pertenece a un nuevo género, el cual ha tenido varios cultores, aunque casi todos ellos limitados a copiar toscamente las costumbres primitivas, en vez de poetizarlas. Juzga a sus colegas como imitadores de los gauchos y los culpa por haber aceptado sus barbarismos. Estos vates criollos, elevaron esa jerga a la categoría de lenguaje poético, algo que, según Mitre, no puede considerarse lo que propiamente puede llamarse poesía. Es esto mismo lo que cuarenta años más tarde, y sin haber cambiado en nada su modo de pensar, le repite en su carta a Hernández. Efectivamente, Mitre, quien se había fogueado de joven en las tareas de campo y no era un extraño al ambiente, propone en su poesía el cambio. En su poema El caballo del gauchom de 1838, finaliza su composición con un:

Ya no vamos de carrera
por la extendida pradera
pues somos viejos los dos.
¡Oh mi moro, el cielo quiera
acabemos la carrera
muriendo juntos los dos!

Ese Oh mi moro dirigido a la montura habría enarcado ceja y vincha de la mayoría de los habitantes de la campaña; y esa insensibilidad, entre otras, les valió su desaparición.