Lunes, 10 de diciembre de 2007 | Hoy
El paso de Néstor Kirchner por la presidencia planteó en todo el ámbito del centroizquierda un debate sobre las verdaderas características de un gobierno que se pretendió de signo democrático y popular, en la misma línea con otras experiencias cercanas (como las de Lula, Evo Morales, Bachelet o Correa) que son miradas desde otro ángulo por la izquierda y centroizquierda locales. El papel del regreso de la política en la polémica.
Por Nicolás Casullo
Me explicaba un profesor amigo, marxista, jamás peronista, no kirchnerista sino más bien disconforme con muchas cosas del gobierno, quien hace décadas dejó atrás las teorías revolucionarias como viejo camino para domar la realidad: “Es una actualidad política extraña la que se vive”, me decía, “no sé cómo recobrar mi identidad con los fuertes paréntesis que sufro. Sucede que me vuelvo un kirchnerista empedernido cuando escucho el 90 por ciento de las críticas que el progresismo les hace al presidente y a Cristina Fernández. Es un repertorio insólito, una cadena de pareceres sobre comportamientos, rasgos personales, calidades democráticas descolgadas de cualquier norte social que se transforma para el que la oye en un curso acelerado de cómo hacerse oficialista en una sola charla. Después, cuando vuelvo a estar solo, regreso a lo que soy, un no kirchnerista”.
Más allá del humor que impregnaba su relato, el tema es interesante en este fin del período de Néstor Kirchner como presidente, porque remite de manera significativa a encarar en qué consiste hoy el plano político argumentativo. El político intelectual deliberativo. El del interesado en la política, el del informador periodístico realmente independiente, en el marco de una época que podría sintetizarse como de contradictorio pasaje de un mundo partidario histórico con sus clásicos referentes, hacia otra escena política apenas atisbada pero todavía muy escasamente armada.
Dejo de lado en este caso el espacio de pensamiento oficialista, el mundo kirchnerista de funcionarios y militantes que por supuesto en las conversaciones ejercen una ínfima crítica pública a lo actuado en estos años desde la Casa Rosada, y reinscribe todo suceso en la lógica del acierto, las bondades, la perspicacia, el éxito y la justa visión del presidente saliente, una suerte de sabiduría incuestionable en manos de una jefatura fuerte.
Lo importante en todo caso es señalar aquel desfasaje entre la índole de un gobierno de centroizquierda de signo democrático popular dentro de una Argentina que busca salir con un capitalismo reconsolidado de los idus, pactos y maleficios que dejaron las lógicas de los poderes tal cual los ’90 (o tal cual desde el ’76). Y lo reacio que le fue siempre un determinado pero extendido pensamiento progresista de corte socialdemocrático, o marxista, en cuanto a no situarse ni siquiera como apoyo crítico sino como oposición tajante al grueso de casi todas sus políticas.
Una tendencia para nada coincidente con lo que viví en viajes recientes al Chile de la vacilante Bachelet, el Ecuador conmocionado por el bisoño y contradictorio Correa, o al Brasil de una izquierda que votó al ajustador Lula a pesar de tanto desengaño lulista con sus lugartenientes corruptos. O lo que me cuentan amigos de la socialmente áspera Bolivia por ejemplo y los respaldos a Evo. En todas estas experiencias hay básicamente una actitud de apoyo a esos gobiernos capitalistas reformadores, antes que nada frente a una lectura mayor y decisoria: lo que hoy significan las exasperadas y económicamente jaqueadoras derechas neoliberales bushistas, semidesplazadas en cada uno de esos conciertos nacionales.
¿Cuáles son los nudos estructurales que dinamizó el kirchnerismo en estos cuatro años y no articularon con ciertos universos políticos e ideológicos progresistas de capas medias, sectores que tendrían que respaldar de distintas formas, autónomas, una gestión democrático-popular en un país que proviene de una devastación neoliberal? ¿Qué planteó de fondo el Gobierno, y qué se le criticó en el orden de las consecuencias?
Es importante comenzar a elucidar esta cuestión en el balance de cuatro años. Teniendo en cuenta que se precisará del armado de una decisiva fuerza política democrático popular para hacer frente a una avidez de la derecha que representa el 50 por ciento del electorado, a un sentido común cotidiano bombardeado a golpes de “opinión pública” que culturalmente le pertenece a las ideologías de mercado, y a un mundo capitalista en estado salvaje con una crisis generalizada y epocal que se vaticina a no muy largo plazo.
¿Tal desencuentro entre progresismos es una cuestión de peronismo-antiperonismo que volvió a exacerbarse como nunca? ¿Es consecuencia de una fragmentación ideologista que impide leer con sabiduría, conocimiento del pasado y sin ceguera lo que realmente acontece? ¿Se podrá pasar de los acuerdos superestructurales entre pedazos partidarios a un encuentro democrático popular de base, de políticas hermanables, de cuadros, de militantes, de intelectuales, de mundos culturales? ¿Qué debe plantear cada actor político progresista? ¿Qué fue lo nuevo de estos cuatro años, más allá de los muchos asuntos que llenaron la superficie cotidiana, más allá de la noticia diaria alarmista y los encontronazos sectarios?
Entre los perfiles que caracterizaron al gobierno Kirchner aparece como dato central la preocupación por un regreso neto de la política como capacidad decisoria y ejecutiva desde su esfera específica: los políticos. Hacer pesar el sillón de Rivadavia en tanto espacio de poder simbólico y material efectivo, sobre el resto de las presencias, dominaciones y lobbies económicos, financieros, empresariales, militares, eclesiásticos y sindicales, sectoriales y corporativos que en la Argentina hace mucho controlan los rumbos esenciales sobre “lo que tiene que pasar”. El kirchnerismo criticó de distintas maneras a esa sempiterna Argentina “normal” desde las lentes del conservadurismo liberal, que propendió siempre a situar “un” ministro de economía “libre”, independiente, con personalidad casi bi-presidencial, (que en este caso se extinguió desde la ida de Lavagna) figura con la que los poderes de facto discuten “políticamente”.
Esta ecuación del regreso del poder de lo político fue leída por lo general y desde múltiples voces de todo un arco ideológico, como intencionalidad hegemonista, prepotente, a-dialoguista, imponedora por parte del presidente, una variable semidictatorial antirrepublicana, un molde de ejercicio del poder por lo tanto perturbador de lo que sería una calidad institucional para un curso adecuado y natural del capitalismo argentino en sus relaciones nacionales e internacionales. Aquí yace un nudo significativo de discusión que los años kirchneristas reponen para debate de la clase política democrática. En un país que, desde 1976 al menos, sepultó la idea de la política gobernando la economía, desde un credo neoliberal de mercado globalizado que hoy reina en Occidente en discusión crítica con varias experiencias lationoamericanas.
El segundo aspecto de discrepancia acentuado fue el énfasis, por parte de la comandancia del kirchnerismo, en recolocar el sentido y el por qué de lo político en las sociedades democráticas. Recolocar el abc de lo político en el plano del conflicto. Del conflicto social histórico en la dimensión política de la disparidad de intereses societales a resolver. Lo político como conflicto, desde el kirchnerismo, da otro teorema diferente de calidad institucional y democrática según el presidente, al estar atravesado en este caso por hecho primero y esencial de una justicia social a reparar en todos los órdenes, cosa que redibuja la “cuestión democrática”.
Por lo tanto, desde la mirada K la política en democracia es intervenir y actuar la conflictividad, no negarla. El conflicto hace inteligible la política en democracia. Se trató desde el presidente de reinstalar democráticamente la idea de por lo menos “dos” proyectos o programáticas en pugna real. Una lucha de perspectivas sociales distintas dentro del respeto a los marcos institucionales. Contienda ya sea con los factores agroexportadores, con las empresas de servicios privatizadas, con los monopolios fijadores de precios, con los criterios corporativos de las fuerzas armadas, con ciertos sectores de la iglesia, con organismos y dominancias en el plano internacional. Gobernar sería partir de la conciencia de conflictos, de poderes en disputa, de intereses opuestos, de negociaciones, de acuerdos desde una programática político social y cultural a cumplir.
Esto fue percibido muy críticamente por un campo no sólo empresarial, sino político, cultural, informativo como aparición de dimensiones por demás negativas de crispación, aspereza, “populismo”, malos modos. Destemplanzas que corroen una cosmovisión de época dominante por excelencia: “Hay una única gran administración de las cosas y de la crisis contemporáneas, un modelo pactado por izquierdas y derechas que se alternan desde una programática consensuada, salvo cuestiones menores a lo socioeconómico”. Esto es, la política necesita partir de un consenso como categoría natalicia de sí misma. Consenso de gobernabilidad que prescribe qué se discute, qué ya no se discute más, qué se plantea, qué se incluye y qué se excluye, espacio imaginario imprescindible donde todos se ponen de acuerdo: los con poder y los sin poder.
El tercer elemento polémico fue la notoria predisposición estatalista del gobierno, en cuanto a presidir la lógica de las cosas. A retener ganancias, a intervenir y laudar, asumir superpoderes, acumular divisas, reponer presencias fuertes y “costosas” como la negociación gremial, las demandas educativas y de salud, financiar proyectos productivos y de obras, disputar con los sectores privados y tener como latente prospectiva la nacionalización y/o estatización de recursos y bienes.
Esto implicó una crítica de anacronismo estatalizador a contramano de las experiencias socialdemócratas de la época, de propender a una mayor corrupción administrativa, de suplantar erróneamente a la intervención financiera privada, usurpar genuinos espacios de mercado para volverlos recelosos, de un exceso de limitaciones o desprolijidades jurídico estatal. Finalmente y más en lo estratégico: gestar una ideología de Estado donde se privilegia el trípode con los sindicatos, los mundos empresarios, en desmedro de acuerdos más ligados a una ciudadanía en democracia a partir de expresas representaciones políticas partidarias.
El cuarto factor a tener en cuenta del gobierno de Kirchner fue el nuevo cariz o el planteo de una cosmovisión política renovada sobre la cuestión de los derechos humanos. Heredero de la problemática sobre el Estado de Terror, de sus avances y retrocesos tribunalicios en los ’80 y del triunfo de la impunidad en los ’90, el kirchnerismo buscó pasar de un núcleo meramente jurídico del dilema a una perspectiva de juicio efectivo a los culpables, pero perspectiva culturalmente refundadora de otra historia democrática en la Argentina.
En este segundo sentido se hizo eco del reclamo ideológico y de la filosofía política de los organismos más reflexivos sobre derechos humanos en cuanto al significado del exterminio padecido. No habría nueva edad argentina –argumentó Kirchner– sin una resolución plena de la justicia de los crímenes de lesa humanidad. Esta visión se evidenció en los planos de la Justicia, del discurso, de los actos y mundos simbólicos, y de la política en marcha de reordenamiento y nueva formación para las fuerzas armadas dentro de un espacio ministerial castrense que desde 1983 había estado prácticamente vacío de nuevos contenidos y propuestas.
Esta política en relación con los mundos profundos de la conciencia social, con los poderes de distinto signo en la Argentina, arañó, indispuso y violentó a una parte del país que tiene en ese atrás como una suerte de sombra siniestra en el alma, enterrada como trauma infantil operando. La propuesta K fue acusada de doble discurso falsario por la izquierda clásica, que vio en ella una acción decorativa. También de planteo incompleto que acusaba a un solo “demonio”, desde el establishment cultural. De montonera y setentista por sectores procesistas de las fuerzas armadas y por cierto periodismo que se tomó del setentismo de gran parte del elenco kirchnerista. Y de política vengativa y humillante de las fuerzas armadas, por la doctora Carrió.
Política gobernando la economía. Política como permanente conflicto entre intereses que estructuran la idea de justicia social, laboral y cultural. Política como Estado capitalista (bueno o malo) nuevamente protagónico de un desarrollo. Y política a refundar desde el tema de los derechos humanos y memoria del exterminio. Estos cuatro jinetes siembran debates y tempestades en muchas partes del mundo actual, no solo en la Argentina, en tanto representan parte sustancial de los grandes y pocos temas fundamentales que se discuten hoy de manera implícita o vehemente en distintas encrucijadas nacionales con sus respectivos presentes y pasados, izquierdas y derechas.
En todo caso el kirchnerismo agitó las aguas de un país que hacía mucho que no salía de sus escuálidas obediencias y consabidos mayordomos. Se esté de acuerdo o se critique lo actuado la escena pasó a ser otra. Esto para aquellos que se plantean las cuestiones de calidad democrática. Sin duda el mejoramiento de la calidad democrática es indispensable para consolidar el sistema vigente. Pero para esto último hizo falta un paso previo indispensable, que la política haya vuelto para ser discutida no como sierva de las circunstancias globales, no como abstracta regla institucional, sino como un acontecimiento de un santo y seña argentino lentamente recobrado, en un planeta tumefacto que produce políticas y miserias por todas partes contra los mundos terceros.
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