Lunes, 10 de diciembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
¿Qué cambia a partir de hoy? ¿Una estructura de pensamiento y/o de ejecución? ¿Simplemente un estilo? ¿O no cambia nada?
Esas preguntas encierran en sí mismas una respuesta general, porque no hay el interrogante de si acaso algo podría cambiar radical o considerablemente. Los Kirchner son una sociedad político-conyugal, en ese orden o en el inverso; y en los veinte años que pueden tomarse como ejercicio de poder, entre intendencia de Río Gallegos, gobernación de Santa Cruz y Presidencia de la Nación, los trascendidos sobre la cantidad de veces que volaron platos y otras yerbas jamás estuvieron a la altura del férreo cumplimiento de objetivos que se trazaron. Las internas entre ambos, públicamente e inclusive en los pasillos de palacio, jamás pasaron de lealtades y preferencias personales de él que no le gustan a ella y viceversa. Y en definitiva, eso es lo primero que cuenta a la hora de otear cuánto de cambio puede haber. Comparten la idea de un capitalismo anclado en grandes corporaciones, un Estado activo en las obras públicas, apropiación de renta por vía del agro, concentración de las decisiones en un estrecho círculo endogámico, pragmatismo casi a ultranza aunque haya que taparse la nariz y cooptación o inclusión de sectores de izquierda para amortiguar el conflicto social.
No hay nada claramente previsible, en el horizonte local e internacional, que suponga peligro serio para esa estrategia de acumulación. La presidencia del ámbito doméstico –al margen de los méritos que puede mostrar el kirchnerismo– está compartida por una ausencia de oposición prácticamente absoluta, que hasta más ver pende del hilo de cómo gobierne Macri a Buenos Aires y de cómo la eventualidad de una buena gestión puede ser capaz de transformarse en armado nacional con probabilidades de éxito. Quienes sacan la cuenta de un 55 por ciento que no votó a Cristina, o de bastante más si se toma la abstención electoral, continúan sin comprender que esas cifras encierran sus propias contradicciones y que, en cualquier caso, no significan articulación de intereses. Mucho más cuando, apenas el 28 de octubre terminó de dictaminar, el anárquico conjunto opositor, con Carrió a la cabeza, no hizo más que ratificar su capacidad de subdividirse. Y más todavía si se tiene en cuenta que el oficialismo dispondrá en el Congreso Nacional de una mayoría tan absoluta como inédita, con la coronación de gobernaciones que (salvo en el emirato de San Luis, sólo por encontrar algo) no encarnan obstáculo alguno para el andar kirchnerista.
Esta placidez casera se condice con un escenario globalizado que requiere lo que Argentina puede satisfacer: alimentos y materias primas, en condiciones de nutrir a un conglomerado que encabezan centenares de millones de chinos e indios incorporados, y por incorporarse, a su morosa revolución industrial. Por más esfuerzo que se haga, la vista no detecta, ni a corto ni a mediano plazo, aspectos que no sean la profundización de esa demanda. A la par, claro, de cuestionar la pornografía de que en ese contexto este país siga mostrando números de pobreza e indigencia que abarcan a alrededor de un tercio de su población. Este dato, por sobre cualquier otro, junto con la persistente incertidumbre de lo que arrojará el brete en la provisión de energía y la ausencia de signos contundentes respecto de políticas de desarrollo de largo aliento, es el debe principal con que asume Cristina Fernández o con que renueva su mandato el matrimonio (no tiene mayor destino, sin ir más lejos, un país donde el rol de la universidad no figura en la agenda de nadie). Las cosas están mejor, o por lo menos no están peor que hace cuatro años. El índice de conformismo popular con que se “retira” Néstor Kirchner es irrefutable, fuere que a la palabra se le dé connotación de agrado o de mal menor. Y si se retira para irse a cafés literarios, o para preparar una estructura político-institucional a la española, es un entretenimiento de segundo orden. Pero es también irrebatible que los espectaculares guarismos de la economía (superávit fiscal, balanza comercial, reservas, consumo y todos los etcéteras que se deseen, incluyendo la inflación porque queda claro que tan cierto como que la dibujan es que no está desbordada), chocan con la subsistencia de desequilibrios sociales espantosos. La distribución de la riqueza durante el kirchnerismo, precisamente por esos números estructurales rimbombantes y por el discurso centroizquierdista de sus referentes, es, en proporción, igual o peor que en los tiempos de la rata. Hay más o menos quince millones de argentinos, por ser módicos, que tienen el perfecto derecho de preguntarse con qué se comen más de 40 mil millones de dólares abroquelados en el Banco Central.
Nada de todo esto implica dejar de reconocer que cuatro años es un período corto, si se lo mide con los focos incendiarios, las inquinas y las dudas que rodearon la asunción kirchnerista en 2003. O, en otras palabras: al oficialismo le queda crédito para decir que su lapso, hasta aquí, fue de recomposición. Lo que viene es que su espacio de excusas se recortará hasta desaparecer, virtualmente, aun cuando se tome la obvia nota de que no se trata de un gobierno revolucionario. La vulgaridad de que uno es esclavo de sus palabras le calza como anillo al dedo al viejo y nuevo gobierno, si es que realmente aspira a una ecuación en la que se empareje el reparto del ingreso y no a congelar la fotografía en las expectativas de consumo de quien fija la agenda del humor popular, que es la clase media.
Cristina Fernández asume bajo la paradoja de ese margen que, por haberse ampliado, se redujo. No hay ninguna parte del viento que le juegue en contra, porque a lo descripto líneas arriba se suma una probabilidad de integración o acuerdos regionales, que en un extremo tiene la incipiente decadencia económica del Imperio y en el otro la inserción en el único lugar del mundo, Latinoamérica, donde pasa algo. Pasa debate, pasa nuevas fuerzas políticas y sociales, pasa crisis severa del paradigma neoliberal, pasa Bolivia, pasa Ecuador, pasa un poquito de Brasil y otro poquito de México y hasta pasa la propia Argentina. Y ni dudar de que sigue pasando Venezuela, por mucho que se dramatice la derrota que sufrió Chávez.
Para hoy, entonces, es fácil concluir que se va y entra gente que sabe mandar. Lo que no se sabe es para qué se usará ese atributo en los próximos cuatro años: si para corregir los desequilibrios o para congelar la fotografía.
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