Lunes, 10 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Marcos Novaro *
En la política argentina se habla mucho, demasiado, de la falta de institucionalidad, del personalismo como una de sus causas y también, a veces simultáneamente, aunque sea contradictorio, de la “voluntad política” como origen y sostén de todo gran proyecto; pero se suele prestar poca atención a las instituciones realmente existentes y a las tendencias de cambio que escapan, la más de las veces, a la voluntad de los políticos. Con la sucesión en curso está sucediendo algo de esto.
Néstor Kirchner deja la presidencia habiendo podido seguir en ella por otro período. Hay quienes ven en esto una renuncia, de inspiración republicana, al sueño continuista que ha tentado a todos nuestros líderes personalistas. Otros, en cambio, adivinan una jugada para habilitar otro continuismo, nepotista y aún más prolongado que el que permite la reelección por única vez. Pocos en cambio le han prestado atención al parecido de familia entre ese acto y el de su antecesor inmediato, y hoy archienemigo, Eduardo Duhalde. En esta perspectiva, cabría leer en el paso dado por Kirchner, más allá de las ilusiones y temores de unos y otros, el signo de una tendencia que puede estar ganando terreno entre aquellas dos alternativas polares: si las circunstancias juegan a favor, y él no pretende ignorarlas, el hoy presidente saliente puede estar gestando la oportunidad, aun sin saberlo o sin desearlo, para hacer posible un cambio de enorme trascendencia para el futuro político argentino: establecer una regla (cualquiera sea) con la que el peronismo pueda resolver de aquí en más, periódicamente, sin rupturas institucionales ni crisis cataclísmicas, la sucesión del liderazgo.
Contra esta posibilidad juegan, convengamos, algunos de los rasgos que han caracterizado sus cuatro años y medio en la presidencia: ante todo, la sistemática preferencia por lograr gobernabilidad concentrando poder discrecional, en vez de hacerlo a través de la negociación (o incluso la imposición) de reglas de juego perdurables. El uso constante de poderes de emergencia y la asignación cada vez más puntual y particularista del gasto bastan para demostrarlo. Por otro lado, si algo caracteriza la gestión que termina, en comparación con gobiernos previos que tuvieron muchas menos oportunidades y recursos para introducir cambios, es la costumbre de dejar pasar esas oportunidades, evitando invertir recursos en objetivos de mediano y largo plazo, a favor de la maximización de réditos inmediatos. La renuncia a realizar reformas en el sistema tributario, en la educación y en la Justicia, así como el errático manejo de las políticas de precios, de inversiones y exportaciones así lo evidencian. En tercer lugar, el verticalismo y la desconfianza han dado por resultado un séquito tan carente de bases de apoyo propias que depende de la continuidad del vértice para tener algún futuro, y por tanto está muy poco inclinado a contribuir a un cambio en el mismo, incluso uno no disruptivo que pueda ser promovido desde arriba. La conversión de la actual sucesión presidencial, del pretendido “cambio que recién comienza”, en una masiva reelección del plantel de funcionarios no nos deja ser muy optimistas.
Por último, Kirchner ha invertido sus mejores años (y muchos recursos) en la apuesta por una coalición transversal o plural que no dio los frutos esperados, y puede que sea tarde para que, de regreso a las fuentes peronistas, y aun coronado con la presidencia del partido, logre de su dirigencia la confianza necesaria para institucionalizarlo y establecer reglas de competencia interna y mecanismos de sucesión. A nadie escapa que en los despachos de esos dirigentes, sean sindicalistas, gobernadores o intendentes, en muy raras ocasiones hay fotos de los Kirchner acompañando las del general, el Papa o incluso las que, como muestra de distracción o de desafío, quedan de Menem. Su fama como “incumplidores de contratos”, que tanto han hecho por difundir quienes colaboraron a encumbrarlos, y que en no escasa medida contribuyeron en estos días a sepultar el meneado proyecto de concertación social, empeora las cosas.
Con todo, este mismo factor, en ciertas circunstancias, puede jugar a favor de una salida institucional: si Kirchner logra seguir siendo temido, aunque no amado, y a su mujer no le va mal en la gestión, puede que sea capaz de elegir también al sucesor de ella. E incluso ir más allá y hacerlo “de acuerdo a un procedimiento”. Ayudará a superar así los traumas creados por el Perón del ‘73-’74, que incapaz de renunciar al amor del pueblo, quiso ser heredado “sólo por él”, y nos legó a Isabel y López Rega, y por Menem desde el ‘97, que se negó a elegir, cuando pudo hacerlo, un sucesor no conflictivo, convencido de que tarde o temprano él mismo reconquistaría el corazón de las masas. Kirchner probaría, de paso, que el corazón no es precisamente el órgano más útil para hacer política, ni para juzgarla.
Si así lo hiciera, la historia le podría disculpar otras oportunidades perdidas, y aunque el resultado distaría de adecuarse a la república con que sueñan muchos de sus seguidores y de quienes se le oponen, y poco rastro habría en él de las ideas refundacionales con las que ha fantaseado, al menos sería bastante más cercano a lo que hace unos años se llamaba “un país en serio”. Como el México creado por Elías Calles y Lázaro Cárdenas hace más de setenta años, tendría al menos un partido institucionalizado para el ejercicio del poder, con una regla que se cumpliera en su lucha interna.
En caso de lograrlo, podríamos incluso confiar en que nuestra secular disposición al desorden y la insatisfacción aportarían lo suyo para que el monopolio del poder durase bastante menos que allí.
* Investigador del Conicet.
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