Lunes, 10 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Eduardo Jozami
En los últimos años se ha hablado con frecuencia de la debilidad de la oposición, de su irrelevancia política. La mayoría de esos comentarios señalaban como prueba de esa minusvalía de los opositores su imposibilidad de unirse para enfrentar al Gobierno. Para esos analistas la unidad constituye siempre la más racional de las respuestas, sin que importen las diferencias entre las fuerzas políticas. Un razonamiento similar llevó años atrás a la formación de la Alianza y a la consiguiente frustración con Fernando de la Rúa.
Los tímidos intentos de algunos opositores para buscar la unidad generaron en la reciente elección más rupturas que acercamientos. López Murphy tuvo un pésimo desempeño como consecuencia de sus devaneos entre Macri y Carrió y terminó distanciado de ambos. No se puede construir una alianza sólida sin la hegemonía de alguna de las fuerzas y ningún candidato podía sostener esa pretensión. Sin embargo, la mayoría de los analistas que opera con un esquema binario que excluye otras consideraciones ideológicas seguirá reclamando, seguramente, la unidad de los opositores. Esto puede atribuirse al interés de hacer más atractivas las elecciones –un sentido casi deportivo de la política– o, con menos ingenuidad, a que se considera prioritario detener de cualquier modo el proceso de cambio iniciado en el 2003. Para ese propósito resultan igualmente válidos la imagen de político moderado construida por Lavagna, la incontinencia verbal de Carrió, el discurso esotérico de Rodríguez Saá o el cualunquismo negador de la política de Mauricio Macri.
Mariano Grondona, desde su columna periodística y su menguado espacio televisivo, fue una vez más quien acuñó la consigna. Luego del nuevo triunfo en la elección de octubre, calificó al kirchnerismo como un despotismo plebiscitario. El uso peyorativo del término plebiscitario tiene un inocultable matiz antidemocrático que lleva a presentar como un valor negativo el respaldo mayoritario de los votantes. Es el razonamiento que llevó a que Chávez fuera considerado menos democrático cuanto más elecciones ganaba. Hoy, ante la evidencia de que también sabe perder y aceptar el resultado, es más difícil sostener esas acusaciones, pero no deja de ser curioso que para ostentar credenciales democráticas haya que perder las elecciones.
La caracterización del gobierno de Kirchner como despótico justificaría naturalmente el acuerdo general de los opositores. Carrió viene desarrollando ese argumento desde que inició su corrimiento a la derecha. Frente a un gobierno antidemocrático –recordemos que llegó a compararlo con el de Hitler–, las diferencias ideológicas pasan a segundo plano porque es prioritario defender la moral republicana y las instituciones de la Constitución: el silogismo resulta impecable a poco que se acepte la discutible premisa mayor. Para este propósito Grondona recurre cada vez más a la veta elitista –lo que más lo seduce de Ortega y Gasset– mientras la banalización del pensamiento de Hannah Arendt permite a Carrió difundir una Vulgata republicana que –a diferencia de la filósofa alemana– excluye toda preocupación por la participación mayoritaria o el conflicto social.
Algunas décadas atrás, más de un cientista social argentino sostenía que era conveniente el fortalecimiento de una fuerza política conservadora porque ello daría posibilidades de expresión electoral a los sectores que siempre alentaban el golpe militar. Como ejemplo a seguir se ponía el caso de Chile, donde existían fuerzas de derecha y de centro con importante caudal electoral, lo que excluía la posibilidad de intervención castrense. No pasó mucho hasta que allí se produjo el golpe, apoyado por conservadores y democristianos, por lo que aquella tesis debió abandonarse. Sin embargo, pueden encontrarse reminiscencias de ella en las constantes apelaciones que hoy se hacen para fortalecer la oposición, asegurando que ello permitirá un equilibrio que garantizará una mejor calidad institucional.
Después de haber escuchado algunos discursos pre y poselectorales que descalifican el voto de los electores más pobres, confieso que me resulta difícil imaginar cómo el fortalecimiento de la oposición podría contribuir a un mejoramiento de las instituciones. Es curioso que quienes defienden su voto contra el hegemonismo y en pro de la calidad institucional pocas veces reflexionen que siguiendo a Carrió y a Lavagna en la última elección votaron contra la política de Derechos Humanos y a favor de la reconciliación sostenida por la Iglesia o contra la política exterior independiente, apoyando a los que agitan el fantasma de Chávez.
Todas estas especulaciones sobre las divisiones y el fortalecimiento de la oposición dejan de lado la cuestión fundamental. Los opositores carecen de alternativa hasta hoy no por la perversidad del matrimonio Kirchner o la falta de dirigentes capaces o de otros recursos políticos. Simplemente están a la defensiva porque, en términos generales, no le están saliendo mal las cosas al gobierno. Pero, lo que es aún más importante, el Presidente ocupó con algunas audaces modificaciones de rumbo el lugar del cambio. Por cierto que puede haber discursos que se ubiquen más la izquierda, se hacen observaciones atinadas a la política petrolera y resulta evidente la necesidad de un avance mayor en la redistribución del ingreso. Pero el lugar de la oposición global no está hoy a izquierda sino a la derecha del Gobierno.
Compartida esta conclusión por los dos candidatos principales de la oposición, en la última elección sus respuestas fueron distintas. Mientras Lavagna no quiso derechizar su discurso tanto como para contradecir abiertamente su gestión ministerial, perdiendo así los votos de los opositores más virulentos, Elisa Carrió aceptó plenamente el desafío. En el 2003, cuando optó por el enfrentamiento con Kirchner, contradiciendo la generalizada expectativa de que apoyaría la gestión presidencial, Carrió decidió ocupar dos andariveles que, en realidad son uno y el mismo, cortejar a los grandes medios, la Iglesia, los ganaderos, los financistas, los militares “humillados por el gobierno” y demás opositores previsibles y, por otra parte, revivir el más primario antiperonismo.
La dirigente del ARI dio así a su campaña un inédito tono clasista. Frente a la otra expresión de la derecha, el macrismo, cuya falta de discurso no es sólo una disposición natural de su principal dirigente sino también un guiño para atraer a los electores cansados de la política, la retórica de Carrió puede seducir por su sentido épico, su tono de cruzada contra la corrupción. Pero su identificación con lo que ella misma llamó los “votantes pensantes de las altas clases medias” dificulta el anunciado propósito de convocar a “nuestros hermanos más pobres”.
Es imprevisible lo que ocurrirá con los liderazgos opositores porque Macri depende de una gestión en la que ya ha cometido serios errores antes de comenzar, la alianza de los radicales con Lavagna no está asegurada y los antecedentes recientes de Carrió no predicen la estabilidad de la Coalición. De todos modos, el corrimiento del ARI hacia la derecha puede facilitar el acuerdo opositor. Quizá la dirigente de la Coalición Cívica deba moderar sus declaraciones porque los potenciales aliados dudarán en suscribir esa desdeñosa descalificación de los votantes más pobres que recuerda las expresiones apocalípticas que un siglo atrás advertían los peligros del triunfo de la “chusma radical”.
Pero más allá de esos excesos, el discurso antipopulista vuelve a escucharse con fuerza en América Latina como reacción ante el surgimiento de muchos gobiernos que se distancian de los Estados Unidos y plantean nuevas perspectivas de transformación social. El resultado del referéndum venezolano replantea el debate sobre el modelo político que debe acompañar esos procesos de cambio y alerta –una vez más– sobre la importancia que tienen en nuestras sociedades ciertas formas de la cultura política asociadas a la participación de los sectores medios, pero no modifica las opciones de fondo. Eso explica que –más allá de las diferencias entre los diferentes procesos– Lula y Kirchner hayan salido de inmediato en apoyo de Hugo Chávez.
El discurso antipopulista se plantea con renovada fuerza en toda la región, en debates tanto académicos como políticos, pero ese enunciado, en la encendida versión republicana de Carrió o en la más moderada de cierta socialdemocracia que renuncia a las transformaciones, no basta para configurar hoy en la Argentina una alternativa opositora con posibilidades ciertas. Un discurso como el de la Coalición Cívica sirvió en 1955 para dar un golpe, pero es más difícil que pueda ganar elecciones. Precisamente porque lo saben, los sectores de poder enfrentados al Gobierno consideran imprescindible atraer a un sector del actual oficialismo.
Esta estrategia opositora requiere, naturalmente, de una declinación del exitoso desempeño del Gobierno. No parece que ésa sea la perspectiva a poco que Cristina Kirchner atienda algunas críticas y continúe con lo esencial del rumbo iniciado cuatro años atrás.
El presidente saliente anuncia la construcción de una fuerza política que puede dar una respuesta a las expectativas de quienes no han encontrado hasta hoy una vía de participación. El éxito de la gestión no es ajeno a esta asignatura pendiente, necesaria para profundizar la transformación.
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