Miércoles, 28 de mayo de 2008 | Hoy
LITERATURA › SILVIA BARON SUPERVIELLE Y SU NOVELA LA FORMA INTERMEDIARIA
La escritora argentina, residente en París desde 1961, describe cómo fue que en su último trabajo, sobre un triángulo amoroso, logró una notable musicalidad con el francés. “La lengua no define la nacionalidad”, explica.
Por Silvina Friera
“No se es uno mismo cuando no se es amado”, escribe Manuel Marino, biólogo y editor que se enamora perdidamente de Rebeca Lerson, una actriz tan frívola como vanidosa y manipuladora que juega a tres puntas –con su marido, un director teatral, y con sus dos amantes, Manuel y Armand– mientras escribe su primera obra de teatro en la que recrea el presente de sus relaciones. En su segunda novela publicada en el país, La forma intermediaria (Adriana Hidalgo) –que presentó ayer en la Alianza Francesa junto a Edgardo Cozarinsky–, Silvia Baron Supervielle, poeta, narradora, traductora y ensayista argentina que reside en París desde 1961, despliega con maestría y gran sutileza una narración de una musicalidad extraordinaria, iluminadora por su belleza melancólica, donde la escritura de esa pieza de teatro deviene en uno de los motores que impulsa la trama.
Manuel intenta sobrellevar (o comprender) ese amor no correspondido con una investigación sobre la historia del caballo, excusa que le permite esbozar una suerte de genealogía del origen del hombre y el nacimiento de los sentimientos. “Cuanto más progresa la búsqueda, más creo que la primera criatura nació del reflejo de un sentimiento que la conmovió”, dice.
Baron Supervielle dulcifica la aspereza del español rioplatense con un sutil acento francés. En la manera en que se dilata el verde color del tiempo de sus ojos revela algo del asombro de regresar “a mis pagos”, expresión que elige para subrayar que se considera una escritora del Río de la Plata. Hija de madre uruguaya de origen español y de padre argentino de origen francés, nació en 1934 en Buenos Aires, donde comenzó a escribir poemas y cuentos. “La lengua no define la nacionalidad de una persona, ni mucho menos el país de la infancia, que es el verdadero país de un escritor. Mi región es el Río de la Plata y lo será hasta la muerte, aunque viva en París y escriba en francés”, dice la escritora en la entrevista con Página/12. “La lengua tiene la virtud de afincar, de echar raíces. Cuando se escribe en otra lengua, después no podés irte de ese lugar. Escribo en francés y ya no puedo irme de Francia. No quiero volver a cambiar; cambié una vez y se acabó. Una cosa que ata muchísimo son los muertos. Mi mamá murió cuando yo tenía dos años y está enterrada en Buenos Aires, como mi padre y mis abuelos. Los muertos son más fuertes que los vivos, lo pude comprobar”, señala la autora de la novela La orilla oriental (publicada también por Adriana Hidalgo), escrita especialmente en homenaje a su madre y al Uruguay; de los poemarios El agua extranjera y Después del paso (ambos publicados por la editorial cordobesa Alción) y del ensayo El cambio de lengua para un escritor (Corregidor), entre otros títulos, y traductora al francés de Borges, Macedonio Fernández, Alejandra Pizarnik, Silvina Ocampo, Arnaldo Calveyra y Angel Bonomini, entre otros.
–¿Por qué no escribe en español?
–Escribía en español hasta que me fui, en 1961. Me fui a trabajar a París y me fui quedando. Me era muy difícil seguir escribiendo en español al estar alejada de mi país, de los míos, de mis amistades, y pensé que si seguía escribiendo en español iba a estar más aislada. Tenía conocimientos superficiales de francés y de pronto unos amigos franceses me pidieron que les mostrara algunos de mis cuentos y poemas; entonces traté de traducirme al francés y fue un verdadero desastre (risas). Para que ellos conocieran lo que hacía, empecé a escribir directamente en francés. Con la lengua francesa descubrí un terreno de creación total que me convenía. Dejé la escritura en español y me fui nutriendo del francés, tratando de que la cultura y el prestigio de la lengua francesa no me avasallaran. La lengua francesa es muy flexible, muy dulce, se puede modular muy bien y trabajar con originalidad. La escritura es mucho más flexible de lo que uno piensa. Aprendí a escribir y a ser escritora con la lengua francesa. Antes escribía, pero no era una escritora.
–En sus dos novelas siempre aparecen personajes que escriben. ¿Cómo explica esta recurrencia?
–Esos personajes que escriben soy yo. No me había fijado en eso, pero creo que todos intentan escribir para salvarse. Lo que me gusta es cambiar un poco los géneros literarios: de una novela hacer una especie de libro-reflexión sobre un tema, de los poemas hacer poemas cortos que sean una suerte de antipoemas; mis ensayos no son ensayos, son otra cosa. Ahora estoy escribiendo un diario, sin fechas y en tiempo presente. Por primera vez quiero cortar con el Río de la Plata, entonces me quedo en el tiempo presente que es terrible, porque se mezcla con el pasado sin que yo me dé cuenta.
“¡Qué horror! ¿Me vas a fotografiar? Eso no lo sabía”, le dice Baron Supervielle a la fotógrafa. “Mis fotos están acá (señala el grabador), ¿no se puede fotografiar esto? Mis fotos son mis palabras, y las que no dije todavía”, bromea la escritora. “Yo estoy entre dos lenguas y dos culturas, es mi verdad y eso me encanta. Cuando uno está entre, tiene más posibilidades de creación porque ve todo de afuera y tiene que ir a buscar las cosas –explica la autora de La forma intermediaria–. Beckett escribía en inglés, que era su lengua, pero después de dos o tres libros se daba cuenta de que el idioma lo estaba captando tanto que se pasaba al francés. Cuando el francés comenzaba a dirigirlo, volvía al inglés que ya estaba debilitado. Beckett era extraordinario, se traducía él mismo; los libros que publicaba en inglés los traducía al francés. Admiro muchísimo a Beckett porque hizo un gran trabajo del hombre solo, despojado de todo, con su propia escritura.”
–Sus personajes están un poco perdidos, siempre tratando de saber quiénes son. ¿Qué es para usted la identidad?
–Mi identidad es lo que hago, son mis libros, que finalmente son los que van a hablar por mí. Escribo para darme la sensación de vida, escribir es la vida misma. La vida de los escritores está en los libros.
–En algunos casos, además de estar perdidos, sus personajes también quieren olvidar. ¿No es contradictorio?
–No, una cosa lleva a la otra. Para escribir hay que alejarse un poco de todos los vínculos y cortar, que es lo que me sucedió a mí, pero no olvidar, porque eso es imposible, pero sí cortar y empezar de nuevo. Quizás exagero un poco con esos personajes perdidos porque yo no estoy tan perdida (risas). Ahora traté de estar perdida escribiendo ese diario todo en presente, pero es muy difícil. No sé por qué inventaron el presente... no existe, no lo podés agarrar, es este instante (toma una taza de café), y ya se fue. El presente es una cosa inasible. No sé si este diario va a llegar a contentarme, pero me gusta escribirlo para forzarme a no abusar de las reminiscencias de mi región, de mis pagos, y entrar en otra dificultad. Es muy curioso el tema de los tiempos. El tiempo de un escritor es el pasado, por las lecturas, por los dolores, por la infancia, por las ausencias. El pasado es una cosa mórbida, es muy triste, pero también maravilloso, si uno lo puede transformar un poco.
–¿La forma tan poética de su narrativa es originalmente así o tiene que ver con el hecho de que, además de ser poeta, la traducción de sus dos novelas fueron hechas por poetas, Silvio Mattoni y Juana Bignozzi?
–Sigo mucho el ritmo y a veces me parece que no está bien porque confundo al lector, pero es más fuerte que yo; es mi placer seguir ese ritmo. La poesía es música y se puede expresar tanto en la forma del poema como en la prosa. Los libros que me gustan tienen algo de poesía; hay algo en la manera o en la música del escritor, así sea un ensayo, una novela o lo que sea. En realidad, no veo ningún límite entre mi prosa poética y mi narrativa. Son como músicas diferentes que quiero escuchar.
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