¿Cómo es vestirse con la esperanza de pasar un buen día y desvestirse después como si se mudara de piel? Lo “cuenta” el actor, mimo y director Angel Elizondo en un espectáculo. Este artista –que dedicó su carrera al lenguaje del cuerpo y a las formas secretas del movimiento– no imaginaba que al dejar Salta en 1954 para estudiar en Buenos Aires sería pionero del arte del mimo y fundaría escuela y compañía. Su intención era dedicarse a la actuación, pero incorporando el mimo al teatro, como lo hiciera el francés Jacques Lecoq, quien en esa búsqueda desarrolló el arte del movimiento dramático.
El trabajo que Elizondo presenta ahora con su Compañía Argentina de Mimo se denomina vestirse-desvestirse (variaciones sobre un tema) y se puede ver en el remodelado Espacio Giesso, de Cochabamba 370. Otro eslabón de una trayectoria de décadas que se inició en Buenos Aires y continuó en Francia (entre 1957 y 1964), donde estudió en París con Etienne Decroux, quien proponía a sus alumnos mostrarse sin apoyo de vestuario, luces, decorados... De aquellos tiempos, Elizondo recuerda que no se trabajaba desnudo sino protegido con un taparrabo, que para el maestro francés significaba desnudez. Esa formación lo marcó, al igual que el estudio con el célebre Lecoq, actor, mimo y profesor que llegó al teatro desde la gimnasia deportiva y afirmaba que el movimiento no era sólo expresión física, sino del pensamiento y de las ideas. Elizondo quiso entonces recrear aquellas experiencias en la Argentina, y en 1964 fundó la Escuela Argentina de Mimo, Pantomima y Expresión Corporal (hoy, Mimo, Expresión y Comunicación Corporal). Pero esa vuelta tuvo sus pros y sus contras: algunos proyectos cayeron y otros, concretados, fueron prohibidos. De todas formas, recibió distinciones a nivel local e internacional.
–¿A qué se debe su interés por hacer del cuerpo desnudo el único transmisor de emociones?
–En lo personal, soy de los que no saben qué hacer con la ropa. Me gustaría tener una estructura animal. Los animales se asean y mantienen su “traje” hasta la muerte. Claro que mi mujer me quiere presentable, entonces me cuido, pero me desagrada, por ejemplo, el consumo compulsivo de ropa.
–¿Vestirse es ya un conflicto?
–Sí, y algo muy teatral. Soy consciente de que otros no lo viven así. Pienso que uno no debería avergonzarse de su cuerpo.
–Pero en general, uno se avergüenza.
–En ese caso la discusión está en saber cuándo un desnudo es o no artístico, y además si tiene sentido. Nosotros sabemos qué hacer con el desnudo en la escena y compartimos códigos, pero qué puede llegar a pensar el espectador es una sorpresa. En este elenco está mi hija Julia Elizondo, y ella, como los otros integrantes del elenco, se prestaron creativamente al trabajo, aun cuando ésta no es una obra de autoría colectiva. Digamos que además de dirigir, me ocupé de la pos-autoría. Es una experiencia que me atrevo a presentar ante la generosidad del arquitecto y artista plástico Osvaldo Giesso, a quien conocí en los años ’60, en el Instituto Di Tella.
–¿Cuál sería el significado de estas acciones?
–Decroux hablaba del hombre desnudo en una escena desnuda como un ideal del teatro. El cuerpo puede expresar todo sin necesidad de ropa, luces ni música, aunque no- sotros trabajamos con música. Y decía esto en la década del ’50, en el invierno del París de posguerra. Nos congelábamos, pero él insistía en que la mejor calefacción era la acción. De esa época alguien guardó una foto en la que aparezco al lado de una estufa.
–Un gesto de rebeldía en el París gris.
–El de los clochards y la escasez de baños, pero también el de los apasionados por el existencialismo y los artistas del surrealismo. En ese París nació mi primer hijo, que hace cine y vive en Europa.
–¿Pudo desarrollar en la Argentina lo aprendido con Decroux y Lecoq?
–Cuando regresé, el director Roberto Villanueva me propuso trabajar en el Instituto Di Tella, y allí estrené Mimo, en 1965. Después hice otros trabajos, como Los diarios, en el Teatro Planeta, y Kakuy, en el Estrellas, que fue prohibido, pero lo estrené en 1982, en Alemania, invitado a un festival.
–¿Siempre quiso ser mimo?
–Lo que me interesaba era introducir el arte del mimo en el teatro. Cuando vine a Buenos Aires, desde Salta, entré al teatro de la Luna como actor y ahí conocí a Juan Carlos Gené. Estuve en el elenco de una obra suya, El herrero y el diablo. Allí estaban José María Gutiérrez y Roberto Durán. Le pedí que me aconsejara dónde estudiar mimo, porque en Argentina no había escuela, aunque se practicaba. Gené también era mimo. El teatro de la Luna era entonces un lugar interesante. Estaba pegado al Odeón: tenía salida a Corrientes y el Odeón a Esmeralda. Los dos fueron demolidos. Entonces Gené y el actor y director Osvaldo Bonet me aconsejaron viajar a Europa, y me fui a París. Costaba muchísimo vivir en Francia. Me llevé una bolsa con tarros de dulce de leche, paquetes de yerba, envases de leche condensada... Tenía miedo de pasar hambre. Felizmente no fue tan así, porque había comedores universitarios. Conmigo viajaron el director Francisco Javier y la actriz María Escudero (directora y maestra cordobesa que fundó el Libre Teatro Libre en su provincia, emigró en 1976 y murió en el exilio). Trabajé con el hijo de Decroux, Maximilien, y dirigí la compañía de Ballets Populares de América Latina. Hicimos giras por ciudades de Francia y estuvimos en Finlandia y el Líbano.
–Toda una aventura. ¿Reunía mimo y folklore?
–Aplicaba a la danza las técnicas aprendidas con Decroux, y eso daba un producto extraño. No soy bailarín, pero sé de folklore. Llegué a hacer cien variaciones del malambo. Con otros argentinos formamos un conjunto que se llamó Los Calchaquíes: llovían las ofertas de trabajo. Nos presentamos en una boîte famosa, La guitare, por la que habían pasado María Elena Walsh y Leda Valladares. Con esas actuaciones solucioné mi problema económico y pude seguir estudiando. Después, decidí regresar.
–Para ser prohibido. ¿Qué sucedió con Kakuy?
–El Kakuy es un pájaro del norte (se le llama cacui en quechua y urutaú en guaraní). Es nocturno y solitario. Se oye su grito (plañidero), pero no se lo ve. Hay varias versiones de la leyenda. Se dice que es una mujer a la que su hermano, por venganza, porque ella le huía, ató a un panal para que las abejas la atacaran. La mujer, en su desesperación, se convirtió en pájaro. En realidad, fue a Gené a quien se le ocurrió llevar al teatro esta leyenda. Es una historia de incesto. La dimos durante un mes en el Teatro Estrellas. Esto fue en 1978 y la prohibieron.
–¿Por amoral? ¿Y Apocalipsis?
–Sí, por amoral; es lo que se dijo. Apocalipsis se dio en el Teatro Picadero, antes del primer Teatro Abierto (1981). La prohibieron por violenta. Aparecían serpientes, manipulábamos fuego... Apocalipsis significa revelación. Me inspiré en El Libro del Apocalipsis, de San Juan, que lo escribió en una época de gran decadencia y corrupción dentro de la Iglesia. Era una manera de meter miedo, de amenazar con el castigo divino. Se me ocurrió que apocalipsis era la revelación de lo que había en el interior de cada uno. Y eso que había era muy violento. Se prohibió, y meses más tarde se organizó el primer Teatro Abierto.
–¿Tuvo consecuencias?
–A mi mujer se la llevaron: estuvo tres días desaparecida. Nos destrozaron la casa y robaron todo. En esa época llamaban botín de guerra al robo: venían preparados, traían una camioneta. Pero esa represión no fue por la obra, sino porque nuestros datos estaban en la libreta de un militante. Entraron a nuestra casa a las cinco de la mañana. Mi mujer pensó que me buscaban a mí; quiso que escapara, y aprovechando mi agilidad me descolgué de balcón a balcón desde el piso 11, donde vivíamos. Mi mujer no militaba, yo tampoco, pero se la llevaron y la torturaron.
–¿No pensaron irse cuando la liberaron?
–Nos cuidábamos, pero no nos fuimos, y pudimos seguir adelante con la escuela de teatro. Yo siempre tuve ideas de izquierda, pero nunca me afilié a un partido. En esa época vivía mi falta de militancia con culpa, ahora no. En el fondo, los partidos no me convencen.
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