Un nuevo espacio se abre a la música en Buenos Aires. Mientras Lidia Borda, encargada de ponerle una voz a tal nueva buena, entona las cuerdas tras la escena, el Café Cultural Caras y Caretas, ubicado en el subsuelo de Venezuela 330, luce cálido. Quienes van llegando, tras una mirada rasa sobre el ámbito, se topan con una estética que recuerda a la botica de Bergara Leumann: angelitos de colores en pleno vuelo, sosteniendo recuerdos. Por caso, una foto en sepia pasada a pintura que evoca la primera sesión del entonces llamado Sindicato Unico de Encargados y Ayudantes de Casas de Renta (Sueyacr), en 1942, u otra de Eva Perón leyendo el diario El Vocero” junto a Julio Santamaría, el 22 de agosto de 1952. Y así, una serie de retratos históricamente afines al espacio que se entremezclan con luces tenues, murmullos varios y un sonido que se va ajustando en torno a lo que vendrá. A lo que llega. Lidia Borda pisa escena ladeada por Ariel Argañaraz (que justo cumple años) en guitarra y Daniel Godfrid al piano. Sin mediar palabra alguna, la cantora arremete con una versión aguerrida de “Mano a mano” (Razzano-Gardel) como para seguir entibiando la voz, mientras la cerveza y las tablas de fiambre circulan entre la plebe musical. 

Las versiones que siguen, mayoritariamente tangueras, no son tan conocidas pero conmueven igual. El vals “No nos veremos más” (Stazo-Silva); una desagarrada visita a “Nada más” (Rubinstein-D’Arienzo) que refrenda –por si hiciera falta– la riqueza en recursos tímbricos, técnicos y emotivos que fluye de la voz de la cantante. Tanto como “En un corralón de Barracas”, poema de Homero Manzi escrito en 1940 al que Juan “Tata” Cedrón le puso una música exacta, y que motiva las primeras palabras habladas de Lidia. “Este es el primer recital en este espacio, y lo que acabo de cantar nos lleva un poco a reflexionar sobre las letras del tango, porque esta fue una pregunta clave en los últimos días... Siento que hay un espacio donde dos seres, sin género, se funden en una desesperación absoluta de la soledad y de las preguntas existenciales. Por eso cantamos y tocamos estos tangos”, reflexiona ella, mientras se apresta a concluir un precioso y tristón combo de lados B. Primero mediante “Siempre me has mentido”, una historia del errante titiritero Javier Villafañe a la que Cedrón disfrazó de vals (“Me llevabas a pescar / Al otro lado del río / Y caían los anzuelos / Debajo de mi vestido / Siempre me has mentido”) y otra de Luis Alposta, bajo el manto sonoro del mismo musicalizador, que traduce al lunfardo secuencias durante un día de lluvia en el barrio: “Piove en San Telmo”, ambas a guitarra sola con Argañaraz. 

Mientras Alejandro Dolina se saca fotos con sus seguidores en el piso de arriba y el mismo “Tata” está culminando su programa semanal en Radio Nacional Folklórica, Borda le tira otro guiño con una que sí saben todos: “Eche veinte centavos en la ranura”, con pluma de Raúl González Tuñón, bajo una versión lúdica y ensoñada. “El Tata es un tipo maravilloso que se dedica a seleccionar poemas también maravillosos, para posibilitarnos a nosotros la tarea de difundirlos”, dice ella, antes que sobrevenga su lado yupanquiano. Tanto como a Cedrón (Ramito de Cedrón) y a Manzi (Manzi, camino de barro y pampa), Borda ha dedicado un disco a don Atahualpa y de aquel trabajo (Canciones de Atahualpa Yupanqui) extrae la zamba (“La pobrecita”). “Es muy difícil expresarse en estas épocas, porque uno tiene que estar recalculando todo el tiempo, sobre lo que dice en términos de género”, se expresa Lidia en otra de las partes habladas, y antes de encarar la última parte del set.

El sprint final es para alquilar balcones. No solo por el entusiasmo del público al escuchar esas gemas de la cultura nacional, sino por la forma en que el trío las entrega. “Malevaje” suena vital y maravillosa. “Grisel”, después de la de Luis Alberto Spinetta, es de las mejores versiones que se han escuchado en los últimos treinta años. Es suave, calma, y matiza su desgarro inocultable. Tras ella, y bajo un calor humano que solo relativiza el aire acondicionado y la corta distancia entre el techo y el piso, la hermana de Luis (aquel guitarrista de Ave Rock) vuelve sobre el tándem Manzi-Cedrón, a través de “Palabras sin importancia”, un poema de amor y desamor que el gran Homero Nicolás Manzione Prestera escribió en 1940, y el guitarrista grabó sesenta y cuatro años después, recién. El problema es que el trío no se puede ir. Se pide un bis. Aunque sea uno. Lidia por supuesto vuelve, aunque pone un “pero” a una mujer que pide que no le roben la alegría. “Es cierto, pero la que van a escuchar ahora no trasmite alegría, precisamente”, anuncia ella. Lo que trasmite es lo que sintió Atahualpa Yupanqui ni bien se entero que había muerto un héroe de la chacarera santiagueña, Cachilo Díaz, cuando amanecía la década del ‘90 del siglo pasado. “Para el Cachilo dormido”, cierra la noche como una canción para irse a dormir fundido en rémoras, y esperando el próximo concierto.