“A los negros que protestan hay que cagarlos a palos”, “a los chorros hay que cagarlos a tiros”, “a los indios que ocupan tierras hay que correrlos”, son frases que seguramente escuchaste. El eje central parece ser que más violencia brutal se traduce en más seguridad, cuando en realidad no es seguridad sino que es la imposición de un orden que mantiene los privilegios de unos pocos. Este discurso dominante pierde de vista que el derecho a la protesta es la base de muchos otros derechos, que la violencia institucional genera más desesperación en los sectores vulnerados y que los pueblos indígenas son pueblos preexistentes, víctimas de un genocidio.

Paralelamente, el accionar de sectores de la policía nos muestra la exaltación de la violencia como identidad y la demostración de un poder a veces casi perverso. Recordemos las golpizas a jóvenes en situación de pobreza, la moto policial pasando sobre un manifestante o las balas de goma contra jubilados que protestaban.

Este modelo de seguridad hegemónico va de la mano y se retroalimenta de una cultura machista que busca subordinar al “otro” y la “otra”. Un modelo que se impone violentamente.

En este marco, las armas juegan un rol clave desde lo simbólico. Como sostuvo el Investigador del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip), Darío Kosovsky, “un arma está relacionada con lo fálico, con esta lógica de varón protector que puede ejercer la violencia. La mayoría de los portadores suelen ser varones”. Probablemente a partir de esa mirada es que muchos policías portan, exhiben y usan sus armas fuera del horario de servicio. 

Recordemos que según el Centro de Estudios Legales y Sociales “el uso de la fuerza por parte de policías que se encuentran fuera de servicio es un aspecto problemático de la violencia policial. Durante los últimos cinco años, en la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense, la cantidad de personas que fueron asesinadas por policías que estaban fuera de servicio superó las muertes ocasionadas por policías que estaban en servicio”.

Otra nefasta consecuencia de estas miradas son los femicidios. Según la Correpi, Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional, “es notable el incremento de los casos de femicidio y femicidio relacionado cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad, especialmente en los últimos años. Estimamos, tomando como base los registros existentes a nivel nacional, que una de cada cinco mujeres asesinada en un contexto de violencia de género es a la vez víctima de la violencia estatal, encarnada generalmente en el arma reglamentaria. El 20 por ciento del total de femicidios son cometidos por integrantes del aparato represivo estatal. Ello da cuenta de cómo se potencian, cuando se cruzan, la violencia represiva estatal con la violencia machista y patriarcal”.

Lamentablemente, la violencia se encuentra legitimada por el Poder Ejecutivo Nacional. Esto no es aislado: se da en el marco de un modelo de seguridad que se promueve desde Estados Unidos. Un modelo cultural que nos atraviesa mediante la industria del entretenimiento, que sedimenta nuestra forma de pensar la realidad y que tiene un fuerte anclaje en el sentido común de algunos sectores de nuestra sociedad. Pensemos cómo se representa a los policías en las series televisivas, las formas de enfrentar los conflictos y cuál es el rol de las mujeres.

El cruce entre los discursos violentos, machistas y que buscan imponer un orden hegemónico tienen múltiples consecuencias. Principalmente, el aumento de la violencia institucional que sufrirán los sectores más vulnerados, pero, paralelamente, cumple otra función clave: la exaltación de la violencia como única solución, lo que nos impide ver las desigualdades y nuestros problemas estructurales. 

* Licenciado en Comunicación Social UNLZ. Docente de la UNRN.