Era tan absurdo que tenía que ser cierto. Las dos veces que estuvimos con Ernesto en Nueva York estuve muy cerca de conocerla. En el segundo viaje, que era el primero que hacíamos después de nuestro casamiento, firmó libros en el MOMA media hora después de que nos fuéramos. Hubiera sido más lógico encontrarla ahí, o en algunos de los países a los que me arrastró mi marido con la excusa de los congresos a los que asistía. Pero no, fue tomando un café a 400 kilómetros de casa, en mi bar preferido de Buenos Aires, rodeada de gente común que mataba el tiempo o cumplía trámites en las lúgubres oficinas que afean al barrio de San Telmo. Yo era de las primeras.

Buenos Aires estaba más hostil que nunca conmigo. El frío húmedo me calaba los huesos y desde nuestra llegada no paraba de llover. No supero mi fobia a los colectivos y al subte, así que la mañana de nuestro encuentro caminé media ciudad bajo mi paraguas azul. Fui por Corrientes, desde Callao, hasta a ese barcito de calle Estados Unidos que tanto me gusta. Mi marido "hacía" consultorio. "Voy a hacer consultorio", dice él, como si los construyera, en lugar de sentarse en un sillón a escuchar a esos delirantes que tiene por pacientes. Cuando hace consultorio lleva una carpetita negra espantosa que le regaló su difunta ex novia apenas se recibió. Así que la mañana era toda para mí. Pensaba ir a ver antigüedades, comprar alguna si el presupuesto me lo permitía y llegar al Museo a las dos de la tarde en punto. Ernesto odia los museos. Es una de las tantas cosas que tengo que hacer sola. Como bailar, cantar, ir al cine, reunirme con gente y tomar helado. La lista sigue porque mi esposo odia todo lo que a mí me gusta. Parece un acto reflejo. Justo pensaba en eso, en el odio que nos tenemos Ernesto y yo; en lo difícil que fue nuestro matrimonio, en la lucha constante que fue criar a nuestros dos hijos siendo tan distintos; en lo bueno que hubiera sido divorciarme de él. Y en ese momento la vi, justo imaginándome divorciada la vi. Entró con los lentes puestos y por supuesto que no se los quitó. Vestida de negro parecía todavía más bajita, más lánguida. Tal cual la imaginé siempre. Se movía suave pero con energía, no sé cómo explicarlo. La miré sin vergüenza, tratando de encontrar algún detalle que me asegurara que era ella o, por el contrario, que delatara su falsedad.

Se sentó en la barra y le oí susurrar "café", haciendo hincapié en la "f" y preocupándose por el acento en la "e". Estoy segura de que hubiera querido pedir "coffee" pero para no llamar la atención forzó un café en castellano. Podía verla sin levantar demasiado la cabeza, incluso tomando mi cortado. Sacó una cámara de fotos y comenzó a pasar las imágenes. Se detenía, miraba por encima de sus lentes oscuros (un poco más alargados de los que solía usar), a veces sonreía. Cada movimiento me confirmaba su identidad. Le trajeron el café y lo tomó amargo, de a sorbitos cortos y sin dejar de observar sus fotos. En algún momento me pareció escuchar que hacía un ruido raro al tomar, pero no podía ser ella, seguro el que sorbía así era el hombre que estaba detrás de mí. Creo que los mozos nunca se percataron de quien era.

Me llamó Ernesto. Quería almorzar en Palermo Soho. Ni loca, le dije, estoy lejos y odio esos restoranes de moda a los que te gusta ir; son para los jóvenes, ya no estamos para mostrarnos ahí por más psicoanalista famoso que seas. Entonces comamos en Puerto Madero, retrucó. "Estoy en el Barrio chino", mentí. No grité pero lo dije en voz bastante alta. Cuando corté la comunicación ella se acercó y dijo: "China Town?". Con mi pobre inglés de aeropuertos traté de explicarle cómo llegar. "Subway?" me preguntó. Le contesté que no sabía ir pero que se podía llegar en subte. Me agradeció y volvió a su banqueta. Cada vez más segura de estar frente a la mujer que tanto admiro, fijé mi vista en sus pies diminutos, que calzaban unas balerinas negras muy sencillas. En el dedo meñique de la mano derecha llevaba un anillo con el símbolo del OM. Pensé que esas manos habían acariciado a John Lennon, que habían tocado su pelo, su espalda; todo su cuerpo. Me excité un poco, incluso, porque las imágenes que me asaltaban eran muy eróticas. Y volví a pensar en Ernesto, en lo poco que nos acariciamos, en el poco sexo que intercambiamos, en el poco pelo que le queda. Pensé en John y Yoko en la cama, protestando desnudos en Amsterdam, exhalando ese deseo que uno tiene en la juventud y se va secando con el paso de los años.

Lloré. Sentí una lágrima densa caer por mi mejilla derecha. Hubiera querido ser ella por un día aunque sea. Antes, durante o después de John. Conocer a George Harrison, acostarme con él tal vez, darle celos a todos, ser la verdadera responsable de la disolución del grupo. Sacar esas fotos que ella tomó, hacerme cargo de sus luchas; usar esos lentes, tener un hijo con cada Beatle. Yo hubiera sido una buena artista si me hubiesen dejado. Deseé ser ella y no tener que volver al hotel boutique con mi marido boutique, demasiado moderno para su edad y demasiado viejo para aprender a quererme. Ser ella y no tener que llamar a mis hijos para decirles que pasamos un día divino, ni responder ninguna de sus estúpidas preguntas sobre nuestro futuro. Futuro: que palabra más helada a esta edad.

Y mientras lloraba en silencio ella pagó y recogió sus cosas para irse. Cada vez más segura de su identidad, la miré fijo con lágrimas y todo. Pasó por al lado mío y se detuvo. No aguanté más y le pregunte "Are really you?". Me contestó tan bajito que ya no tuve ninguna duda. "Yes, I am", respondió. Antes de perderse por la calle que bajaba hacia el río, me dio un beso en la boca. Superficial pero largo. Los mozos se rieron de nosotras y me importó muy poco. Deben haber pensado que éramos dos viejas locas. Me sentí un poco cholula, lo reconozco, y un poco lésbica. Pero me gustó. Me quedó gusto a café durante todo el día, incluso cuando vi la muestra en el Museo y cada foto, cada objeto, me iba confirmando que había sido ella la del bar, la del piquito. Volví al hotel muy tarde, Ernesto dormía. ¿Qué tal el Barrio Chino?, me preguntó. Y yo tuve la mala idea de contarle mi encuentro con Yoko.

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