Todos salen en silencio de la casa. Él va delante, lo sigue su hijo. Luego María, su esposa, madre de sus hijos, envuelta en un chal. Tras ella su madre, la abuela. Cierra la marcha Ana, de dieciséis años. El perro corre tras ellos por el estrecho sendero.

Atraviesan el cerco que rodea la casa y comienzan a bajar hacia el río.  Sobre él y encima del prado se expande la niebla que como un ala, cobija el límite del bosque lejano.

Sus figuras parecen esfumarse en la blancura de la niebla que se eleva del suelo. Como si se sumergieran cada vez más profundamente en el agua: hasta las rodillas, hasta la cintura.

A veces se distinguen claramente las piernas mientras el torso avanza a través de un velo unas veces fino y otras, denso.

Por fin Gorchakov se detiene. Mira hacia adelante. Los demás, en silencio, permanecen cerca.

Ante ellos, se extiende la ondulante bruma hasta el horizonte.

Y de pronto, una blancura deslumbrante traza el límite entre el cielo y la tierra.  Algo fosforescente se reduce constantemente hasta convertirse en un punto. Poco a poco una luz radiante se libera del vaporoso velo de la niebla, se distingue de todo  lo que deforma y difumina su contorno.

Es raro que la salida de la Luna sea tan hermosa Atónitos, ellos esperan su aparición como si fuera un milagro y en sus ojos se refleja toda la fuerza de la espera de esta improbable, enorme felicidad.

La Luna se agranda, se llena de brillo, adquiere su exultante rostro de madreperla.

Aliosha da media vuelta, con una mirada inquieta busca a su padre.

Con los ojos cerrados, sentado en el suelo, Gorchakov apoya torpemente la espalda en un árbol.

A cierta distancia surge la silueta de su casa campesina. La luz de sus ventanas alumbra la oscuridad nocturna que gradualmente parece iluminarse.  Tal vez a causa de la luz que la luna arroja sobre la llanura, es posible ver que por encima de la casa y de Gorchakov –sentado inmóvil bajo el árbol–, se elevan hacia el cielo iluminado los oscuros arcos, las columnas gigantes de la vieja y ruinosa catedral de Chiustino. Los muros, sólidos como los de una prisión, abarcan en su abrazo a su casa y pedazos de su tierra  natal, cubierta por sus hierbas, su niebla, iluminada por su luna.

Mientras tanto, en el aire aparecen raros copos de nieve que, girando lentamente, como en un sueño, caen a la tierra. (Moscú y Roma, 1978-1982)

* Del libro Narraciones para cine, de Andrei Tarkovski, Mardulce Editores, 2018.