Patricia Cabana comenzó a recorrer las calles de su barrio, el Cantri de la Tupac, apenas salió de la cárcel. “Al principio cerré las puertas de mi casa, me metía adentro, pero cuando abrí las puertas no podía ver lo que veía, y volví a caminar”. PáginaI12 se la encontró de recorridas por los barrios intentando aventar las tierras arrasadas y a sus disgregados. Pero así, mientras ella, con sus nueve hijos, corría de un lado al otro, así de fácil, llegaba un grupo del gobierno de Gerardo Morales quince minutos después para desarmar lo poco que las organizaciones pueden comenzar a reagrupar. Pachila es una de las mujeres nacidas en los baldíos de Jujuy, criada por los abrazos de una abuela que la llevaba a vender bollos de pan abajo de su carro. Es una de las primeras integrantes de la organización, una de las mujeres que se acercó a ver un día a una dirigente a la que algo le creyó cuando escuchó que hablaba como ella. Está ahora clavada en la puerta de los Tribunales Federales de Jujuy. Donde pasaron los represores durante estos años para comenzar a ser juzgados, luego que la Corte Suprema tuviera que declarar la emergencia de la justicia federal local y trajera al juez federal Fernando Poviña para comenzar a mover las causas. Un lugar donde nunca logró ser sentado, pese a todo, el empresario Carlos Taddeo Blaquier. Durante estos días de audiencias, las mujeres tupaqueras esperan abajo del sol rajante la apertura de las puertas del juzgado. Todo el mundo hace la fila dos horas antes de las audiencias que comienzan recién a las cuatro de la tarde. La primera que suele llegar es Laurita, timonera de la organización, la mujer que carga con las banderas, carteles y lo que tenga a mano, y espera y se aguanta todo abajo del sol, para correr a sentarse en primera fila. Laurita, a la que se ve durante las visitas al penal o en un bar ubicando a compañeras que vienen llegando de Buenos Aires, sostiene uno de los carteles en su mano. Cuando entiende que Milagro puede llegar a verla, en los movimientos que hace para reecontrarse con su gente, aún presa y en esta sala, levanta el cartel para decirle que ahí está. En las primeras filas, durante cada uno de estos cuatro días de audiencias, estuvieron sentados Raúl Noro, el compañero gringo de Milagro, preocupado no sólo por la prisión sino también por cómo el juicio les arrebató del calendario una de la celebraciones a la pachamama. Del otro lado del salón se sentó cada día el presidente del Cels, Horacio Verbitsky, con una libreta muy pequeña sobre la que no deja de escribir. El martes fueron llegando nuevos viajantes de Buenos Aires: Horacio Pietragalla, de Abuelas de Plaza de Mayo y secretario de derechos humanos de Santa Cruz, que cruzó toda la sala de audiencias para abrazar a la Flaca. ¡Dicen que trabaja en la fiscalía federal!, le dijo un policía a otro cuando quiso sacarlo. Llegaron Eduardo Tavani y Elena Naddeo, de las comisiones de solidaridad. Ayer llegó la bella Lita Boitano, de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones políticas y una enorme lista de visitas entre las que estaba Hugo Yasky, Carlos Tomada y Mariano Recalde. Llegaron a acompañar a Milagro en la sentencia. Nadie sabía a la mañana qué iba a pasar. Ni la represión (ver página 3), ni la sentencia.