Envuelta en la lectura de Roland Barthes descubro en su libro El susurro del lenguaje, un título sugerente y provocador: La muerte del autor. A medida en que voy avanzando en sus páginas inevitablemente recuerdo lo que refiero a los que ingresan a mi taller de escritura: No esperen descubrir a sus compañeros a través de sus producciones, todo lo que se escriba en el taller será pura mentira; la palabra la tiene el Narrador, ustedes desaparecen para dejarle el lugar a él, así es como penetramos en el mundo de la ficción.

Vuelvo a Barthes: "La escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco y negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe. Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado (...) sin mas función que el ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura".

Lo leído me genera angustia. Pienso: No quiero ni me siento morir cuando acabo de escribir alguna de mis historias. Inmediatamente busco el alivio en otras voces, pero antes Barthes me sigue susurrando: "La crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Badaulaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus confidencias".

No me tranquilizo cuando sigo avanzando en la lectura. Según  Barthes, Mallarmé fue el primero en descubrir en Francia que es el lenguaje y no el autor, el que habla. Toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual como se verá es devolverle el sitio al lector).

Aparece la palabra lector y al respecto leo: "Un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen la escritura, la unidad del texto no está en su origen sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan solo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito". Finaliza: "Sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor".

Me alejo de la silla que me soportaba como lectora y busco con  urgencia al autor que calmará mi angustia. Él es Enrique Anderson Imbert. ¿Por qué él y no otro? Cuando comencé esta nota hablé del narrador y recordé haber leído en su libro Teoría y técnica del cuento el desdoblamiento que se produce en el escritor de carne y hueso cuando se pone a escribir. Entonces deduzco que si es el narrador el responsable de lo escrito ¿por qué matar al autor?

Busco presurosa en sus páginas y leo: "Para que una obra literaria exista alguien tiene que escribirla, alguien tiene que leerla. El escritor y el lector pueden ser la misma persona. Tal cosa ocurre cuando el escritor escribe su obra, la relee y luego la oculta o destruye para que nadie más le ponga los ojos encima. Por el contrario, la obra alcanza una existencia social cuando la persona del lector es diferente de la persona del escritor".

Más adelante agrega, ya confrontando sin disimulo con el autor mencionado al comienzo de mi escrito: "El cuentista es el perfecto lector del cuento que escribió. Al escribirlo le dio un sentido y él mismo lo confirma al leerse. Puede ocurrir que lectores menos privilegiados no descubran en el cuento ese sentido o le encuentren otros. ¿Quién tiene más autoridad? El autor, lógicamente. Sin embargo, algunos especialistas en semiótica creen que son muy científicos cuando disminuyen la importancia al autor ‑Roland Barthes ha declarado "la muerte del autor"‑ y en cambio aumenta la del lector, que vendría a convertirse en el centro virtual de todos los códigos literarios, con la función de probar con esos códigos la inteligibilidad de una obra como quien prueba que una cerradura se deja abrir con muchas llaves diferentes".

Repaso lo escrito en la pantalla como autora‑lectora de esta reflexión. Siento que estas voces que se alzan son distintas miradas de un acto creativo en el cual el artista debe seguir con vida para gestar con las herramientas disponibles‑ narrador testigo,  protagonista u omnisciente‑ la obra que en definitiva será aceptada o no por el lector.

Buscando el final pacificador recuerdo a Nietzche cuando dijo: "Tenemos el arte para defendernos de la muerte". Entonces cierro la escritura con la convicción de que a pesar de Barthes hay que seguir creando para no morir.