En un potente gesto gráfico, el libro es una caja, delicadamente anudada con una cinta de seda. Es preciso disponerse a abrirla como si se ingresara a ese íntimo espacio de la memoria que son las fotos o las cartas largamente atesoradas. Y un espacio de memoria y misterio se abre en los poemas, sueltos en el interior del cofre que podría cobijar también flores secas, sigilos y reliquias en esa luz entre la tapa y la portada. De nuevo la inmensidad (2016), al igual que los dos poemarios anteriores de Malena Cirasa, nos prepara con ese gesto para demorarnos en una poesía intimista de suprema exquisitez, donde la palabra construye y sostiene como nervaduras el vitral traslúcido de la remembranza. ¿Qué del pasado se puede conjurar y traer al presente mediante la composición poética? ¿Cuánta experiencia vivida es capaz de capturar aquella red? El gesto es el de la palingenesia, aquel milagro del cual se jactaban antiguos alquimistas que decían resucitar plantas a partir de sus cenizas: la palabra poética como tesoro vital.

Los poemas de Cirasa no sólo dicen; hacen con palabras. Desde el saludo a la colega Ada Torres (en el que el don de un gajo de hiedra se convierte en un símbolo de la continuidad a través de las generaciones) hasta la dura profecía apocalíptica y política ("La bestia ha sacudido su letargo/ ya no necesita máscaras/ y avanza"), son textos concisos de versos necesarios que tejen sentido. Llegan a lugares del alma muy profundos: "Era un lugar apenas tocado por el sueño. De sucesivos destellos y lejanías/ Ahora es esa salpicadura que va que veré aun sin mirar" ("El núcleo"). O buscan el coraje y el amor de su generación más allá de la pérdida, intentando recobrar "esa proximidad" anterior al genocidio en la "fisura entre los escombros y una luz cenital que refulge a lo lejos". O se traman en la memoria colectiva de una trágica "Invasión", un 2 de abril: "Miren hacia atrás. Recuerden. (...) Y recuerden. Déjenlos jugar no interrumpan la risa/ no decidan ciegamente y porque sí/ de esos niños sus muertes".