La desestimación de la Corte del recurso extraordinario interpuesto por los Metrodelegados en su disputa con la UTA por la personería gremial (es decir, la representación formal exclusiva en el ámbito del subterráneo) muestra otra arista de la estrategia política cambiemita frente a un sujeto político que le repele en términos simbólicos y que, además, es un escollo para su programa económico: el tan vapuleado, pero aún potente, movimiento sindical.

El núcleo de este enfrentamiento es de carácter estructural: los lineamientos básicos del programa económico del gobierno identifican como problemática central de la “competitividad” el elevado “costo laboral”, es decir, el salario de los trabajadores y trabajadoras. De esta concepción empresarial de la política económica se desprende el eje del combate hacia el mundo gremial que el gobierno ha desatado en los últimos meses. Parado en el amplio consenso antisindical –en especial de las clases medias urbanas–, que las cúpulas de los grandes sindicatos tradicionales se han encargado de abonar con creces a fuerza de enriquecimientos inexplicables y mandatos eternos, el gobierno desenfundó una nueva idea-fuerza duranbarbiana: “la lucha contra las mafias”. 

Ese es el amparo simbólico para avanzar hacia el objetivo central que es la modificación de los Convenios Colectivos a la baja, a partir de la flexibilización de las condiciones laborales en general y salariales en particular. Esta estrategia ofensiva ha avanzado en el terreno judicial, con la espectacularización de la denuncia de dirigentes no cercanos al oficialismo largamente comprometidos en hechos de corrupción, como así también de la persecución a dirigentes opositores sin mayores fundamentos y la injerencia en instancias judiciales para disciplinar a los jueces laborales (como el pedido de juicio político al juez que avaló la negociación paritaria de bancarias por encima de lo que pretendía el gobierno). También en términos institucionales, el Ministerio de Trabajo ha abusado del recurso de la intervención a sindicatos –se produjeron seis en lo que va del mandato de Cambiemos– con criterios poco consecuentes.

En clave discursiva-mediática, la gran mayoría de estas medidas se justifican en la lucha por la transparencia y la democratización del vetusto modelo sindical que perpetúa a las dirigencias y privilegia los negocios por sobre la defensa de los derechos de su representados. Se presenta como otra variante de la lucha por la “República” y el fortalecimiento institucional. Sin embargo, este argumento encuentra en el derrotero reciente del conflicto de representación de los Metrodelegados una contradicción evidente. 

El caso de los Metrodelegados es el testimonio claro del boicot político a la gran democratización pendiente del mundo sindical. Después de décadas de fortalecerse desde sus lugares de trabajo, con delegados que sucesivamente lograron apoyos electorales categóricos, los Metrodelegados lograron una organización con un volumen político que les permitió conformar un sindicato propio y luego dar la disputa –por los canales institucionales previstos– por la personería gremial. Buena parte de su indudable representatividad mayoritaria se ganó a partir de la conquistas históricas que a lo largo de las décadas fueron consiguiendo: entre las más emblemáticas se cuentan el reconocimiento de la insalubridad para la actividad con la consiguiente reducción de la jornada (de 8 a 6 horas), el crecimiento salarial y el reencuadramiento dentro del convenio general de los empleados de las empresas tercerizadas  de la actividad. 

Hijos de la privatización noventista, esa militancia joven dio forma a una expresión de renovación del movimiento sindical en un sector estratégico del funcionamiento urbano. Alejados indudablemente del modelo clásico de corrupción, falta de representatividad o democracia interna, la organización de los trabajadores y trabajadoras del subte es castigada por su persistencia en las reivindicaciones elementales y su distancia política con el gobierno. 

De ese mensaje es expresión la sentencia de una Corte que, luego de cinco fallos sucesivos (entre 2008 y 2015) que apuntaron al otorgamiento de derechos para la acción sindical por fuera de los sindicatos oficiales, dio un giro político a partir de diciembre de 2015. En febrero de 2016 le negó la reinstalación en su cargo de una trabajadora tras haber sido despedida cuando estaba en plena postulación para un cargo sindical en la Unión de Trabajadores Hoteleros. Más adelante, en junio de ese mismo año, el tribunal retrocedió rotundamente con un fallo que avaló el despido de un empleado del Correo por participar en protestas que no tenían una convocatoria sindical formal, afirmando que el derecho a huelga no es para todos y todas puesto que “no son legítimas las medidas de fuerza promovidas por grupos informales”. 

A tono con el clima de época, la sentencia que desestima la apelación de los Metrodelegados en su disputa por la personería gremial desalienta y desampara el surgimiento de expresiones alternativas al modelo del sindicalismo de negocios que, en contrario a la parafernalia discursiva, es el que precisa imperiosamente el actual modelo económico.

* Doctora en Ciencias Sociales de la UBA e investigadora del Conicet en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales.