Presumimos como diferencias existentes entre encubrimiento y consentimiento el conocimiento preciso y cercano del que se dispone en el primero sobre el hecho de que se trate. No podría encubrirse algo que no se conoce, algo que se sustrajera a la mirada o al entendimiento. El encubridor es partícipe del hecho “con posterioridad a su ejecución” y contribuye a que permanezca fuera de la vista. Es responsable de ello. El encubridor puede no haber estado presente en la escena misma del hecho pero sabe lo que le concierne. El consentimiento, en cambio, si bien puede eventualmente coincidir con el encubrimiento, reviste un sentido más amplio y difuso. Se consiente con algo que de algún modo se sabe con vaguedad que ocurre, sin más. Se puede consentir con algo que se desconoce. Se puede “no saber nada”. El consentimiento deviene de la contemporaneidad con el hecho. No se estuvo en la escena sino a una distancia que habría permitido conocer el hecho si se lo hubiera propuesto. El abordaje moralista del consentimiento lo identifica con el encubrimiento y lo culpabiliza en forma homóloga. Este parecer simplifica y a su vez distorsiona las valoraciones que podamos realizar sobre las memorias del horror. Proyecta sobre quienes señala una responsabilidad desbordada e incomprobable que deviene síntoma del trauma pero aporta escasamente al esclarecimiento. Quien consiente podría y por lo tanto ¿debería? haber hecho otra cosa que abstenerse de toda acción o palabra. Tal potencia se infiere de la correspondencia espacio temporal con el hecho de que se trata. Con posterioridad, cuando se da testimonio del horror, el consentimiento se presenta como un misterio inabordable porque remite a la opacidad que el hecho tiene para quien no ha participado ni ha sabido directamente de su ocurrencia. Aquello que disipa el consentimiento es solo una pregunta por un suceso del que nada o casi nada se sabe. Puede ignorárselo todo acerca del suceso. Puede disponerse solo de una sospecha, una intuición, un pálpito o incluso nada de todo ello, ni siquiera curiosidad. La pregunta puede tener el carácter inocuo que reviste la inquisición infantil, esa que se profiere como recursividad infinita: ¿y por qué?, justamente cifra de la emergente subjetividad que nace con el juego de las preguntas que prosiguen hasta el infinito. La pregunta que aquí importa es inaugural y carece de fundamento. No sabe la respuesta. Solo rasga el silencio: “¿dónde está tu hermano?”. En la narrativa arcaica, la ética se funda en la impugnación del consentimiento.

II 

Interesa que así se inició el punto vulnerable desde el cual se produjo la impugnación del horror: ¿dónde están nuestros hijos? Es la pregunta que se opone al consentimiento. Todavía temblamos hasta la desesperación cuando volvemos a ver esas filmaciones lancinantes de madres que decían: solo preguntamos con un tono que no ha dejado de elevarse cada 24 de marzo clamando hasta el cielo. Imágenes que nos imponen de nuevo la opción entre el silencio ominoso y la intemperie del grito sin respuesta. Entonces: consentir es solo no preguntar. No es más ni es menos. Es mucho pero es también nada. Es una ausencia, un vacío. Es solo ahogar la inquietud que rasgaría el silencio. Es mantener la muerte del alma en el tiempo. Si en algo reside en su más simple expresión el trauma colectivo es en ese ahogo siniestro que, a diferencia de muchas otras cosas, se transmite generacional e institucionalmente como una mancha que se extiende por todas partes: “hay cadáveres”.

Se transmite de una generación a otra y a otra porque en la infancia, entre tantas otras preguntas, es un destino que se inquiera por lo que pasó y aún con mayor fatalidad por lo que se sabía. Así es como nos iremos encontrando año tras año con jóvenes que atribuyen a sus mayores el no haber sabido. Los mayores transmiten a sus descendencias el consentimiento expresado como no saber, sin saber que así es como sellan el haber consentido, por no haber preguntado, ni por haberse preguntado, por haber acallado el alma. En esas formas del consentimiento se inscribe como el plomo fundido en los moldes tipográficos el legado de la dictadura. El destino traumático de una sociedad que estará condenada a la repetición, no en el sentido de la clonación de los sucesos, sino en cuanto a la clausura del sentido, en cuanto a la renovación de escenas como muchas de las que hemos experimentado desde la dictadura y que en fechas como las que nos conmueven, cada vez, presentan nuevas formas de lo siniestro.

Se transmite institucionalmente –ahora, sólo ahora lo sabemos– porque no hemos logrado instalar con la consistencia necesaria la irreductibilidad del nunca más tantas veces proferido. Como no había sucedido hasta ahora, sabemos que el camino es mucho más tortuoso que nuestro deseo de verdad y justicia. Lo sabemos cuando nos descubrimos en el vértigo pendular de un ciclo regresivo, de vuelta de algunos logros no despreciables. Lo sabemos cuando, mirando hacia atrás desde este punto en el que nos encontramos, rememoramos algo que siempre supimos sin saberlo del todo: nunca los derechos humanos fueron demandas que comprometieran destinos electorales en la posdictadura. No lo fueron cuando se eligieron gobiernos defensores, ni cuando indiferentes o elusivos, ni desde luego cuando restauradores siniestros de la anomia concernida con el horror. 

III 

Por una concatenación de eventos, cada vez que un sujeto electoral tuvo algún propósito en relación con los derechos humanos, a favor o en contra de ellos, debió omitirlo en las contiendas electorales. Para esclarecer tal condición es necesario revisar cada vez lo que los actores políticos enunciaban en sus propuestas electorales, no lo que luego efectivamente hicieron. Solemos prestar atención a las diferencias entre las acciones gubernamentales que no fueron anunciadas y las acciones efectivamente realizadas cuando nos parecen nocivas, y las celebramos cuando coincidimos. Hasta lo hacemos con el argentino más sobresaliente de estos últimos años, que actuó diferente de cómo se esperaba al ocupar su nueva posición. Muy recientemente hemos inaugurado una nueva modalidad, clave de un nuevo ciclo: que en la contienda electoral se le preguntara y vuelto a preguntar a unos candidatos sobre lo que iban a hacer si ganaban, incluso de modo acusatorio, y que lo negaran siempre sin vacilar, para, una vez en el poder, llevar a cabo con exactitud geométrica cada cosa que habían negado que iban a hacer, y que además era lo que con toda previsibilidad iban a hacer. Se los votó porque negaron que iban a hacer lo que no podrían dejar de hacer y negaron que iban a hacer. Esta es la novedad que nos inquieta con respecto al legado de la dictadura en términos de consentimiento. Se dijo tantas veces que la democracia en sus inicios estaba condicionada por la persistencia del horror precedente, pero no se ha advertido algo que solo ahora estamos en condiciones de apreciar en toda su dimensión. Institucionalidad democrática es sinónimo de consentimiento. Votar en un marco normativo que no comprende la revocabilidad de los mandatos y que es precario para supervisarlos supone de hecho consentir de antemano con las acciones de cada gobierno electo. Esta es también la razón implicada en la incapacidad de la oposición política por mejor intencionada que la supongamos para torcer los rumbos que impone el Poder Ejecutivo. La alegación de minoría parlamentaria que reiteran, como si fuera un mérito, es una falacia sustentada en la gravitación inherente que encauza las acciones de gobierno en una dirección que parece inexorable. Profundizar una experiencia democrática no puede sino disminuir la premisa del consentimiento y elevar el tono de la pregunta, reducir el silencio y extender las demandas de manera intensa. No es lo que se propicia, como ya resulta evidente. Y lo que resulta menos evidente es el legado de la dictadura sobre la cultura política que nos atañe: las condiciones del consentimiento llevan aherrojadas las marcas del horror. Examinar estos asuntos es lo que dará significado a la memoria en esta fecha. El olvido no es más que silencio sobre la actualidad en lo que importa.

En todos estos años que sucedieron a la dictadura, los llamados derechos humanos prevalecieron porque perseveró la pregunta y solo la pregunta, como cuando ahora inquirimos ¿qué le sucedió a Santiago Maldonado?, solo para volvernos a encontrar con el consentimiento silencioso que no sabe, o sabe lo que supone que sabe sin saber lo que necesita saber, y la pregunta, la pregunta que nunca dará sosiego, nunca.

* Investigador y docente (UBA, Unqui).

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