Se suele decir que Dashiell Hammett y Raymond Chandler sacaron el crimen de los salones y lo llevaron a la calle; en comparación directa con los textos de Agatha Christie. Error. Las novelas de la escritora inglesa eran charadas, crucigramas, juegos de sobremesa, que eludían que los peores criminales, los asesinos masivos se encuentran en los salones, los gobiernos y los directorios de las grandes empresas. Eso fue lo que pusieron en evidencia Hammett y Chandler: que en la calle estaban los delincuentes menores y que, por arriba, casi siempre inalcanzables, estaban los otros, los que verdaderamente cuentan. Colocaron el crimen donde realmente está.

Ese es el punto de reconocimiento entre aquellos dos y Nunca es tarde para morir, Mr. Braden, de Mario Rapoport. El uso de una herramienta de convención, como es la novela policial, para hacer una radiografía de los juegos de poder en la economía, la sociedad o la política. Y el centro de esa indagación es un personaje casi ridículo, si no hubiera sido nefasto. Un hombre gastado por sus derrotas que, sudoroso en la cama de un hotel de cuarta, entresueña su pasado mientras, en las sombras de un rincón, alguien aguarda para matarlo. 

Spruille Braden, apodado El Gordo por amigos y enemigos, fue un ejemplo de la brutalidad intervencionista de los EEUU en lo que consideraban su patio trasero, América Latina y, también, un protagonista temporario del grotesco que suele adueñarse de la política argentina. En 1945, siendo embajador de su país en Buenos Aires y decidido a borrar del mapa al entonces coronel Juan Domingo Perón, acaudilló a una oposición que abarcaba desde la Sociedad Rural hasta el Partido Comunista. Su derrota tuvo aires de sainete porque, en tiempos en que idear una campaña política aún no tenía especialistas bien pagados, la consigna “Braden o Perón” lo mandó a la lona, junto con sus variopintos seguidores.

Moría, según dicen, de muerte natural, en 1978, año del Mundial de Fútbol en Argentina, cuando sus ex mentores ya lo habían empujado a la cuneta y apadrinaban una dictadura genocida. Pero, como la ficción permite miradas propias del pensamiento lateral que suelen ser más reveladoras que la crónica, Rapoport imagina un final distinto. Desde una estructura de novela policial de enigma, alejada de la exasperación y la rabia propia de la novela negra, con un chuchillo en las tripas de su Braden, planta la necesidad de una investigación que recorre la historia hacia atrás buscando un culpable de ese asesinato.

Desfila así una galería de personajes que testimonian no sólo sus relaciones con el muerto, sino también las identidades confusas de inmigrantes e hijos de inmigrantes que no terminan de saber quienes son en un país de inmigración. Una frase del personaje más oscuro de esta narración, aquel que se define a sí mismo como “El vigía de los tiempos”, puede resumir ese perfil: “Vivimos para ser lo que no somos y así parecernos a lo que nunca seremos”.

En cualquier relato trazar límites entre personajes reales y ficticios suele ser un juego con trampa, que tiene siempre el mismo perdedor. ¿Son más reales John Moors Cabot, Nelson Rockefeller, Richard Nixon, Ernest Hemingway o Gustavo Durán –ex comandante republicano en España y ex hombre de la inteligencia soviética, devenido servidor de diversos amos– que el detective autobautizado Rosebud, su amigo el historiador Marco Brennan o Tucho, un porteño chofer de remises? Para hacer una división tan taxativa habría que reconocer objetividad, distancia y fuentes imparciales en los textos de quienes nos cuentan la historia. Algo por lo que nadie apostaría un comino en estos tiempos en que hemos internalizado la convicción, más que la sospecha, de que todo lo que nos dejan saber si no es mentira es, por lo menos, un dibujo muy estilizado de la verdad. De allí que el encuentro de Rosebud con un envejecido Philip Marlowe, en busca de su sabiduría detectivesca, no sorprenda entre los hechos de una realidad que parece más bien el sueño de un loco. Una realidad que, en el día a día, parece racional, entendible, y medida por décadas se desmesura hasta el surrealismo.

Mario Rapoport juega, en Nunca es tarde para morir, Mr. Braden, con personas que ya habitan Wikipedia, y otras imaginarias, para trazar el camino del policía detective llamado Rosebud, que cree buscar lo que cualquier investigador, el autor de un asesinato. En rigor, la pregunta que lo mueve es quién era ese Gordo, y que méritos hizo para terminar como termina. En el camino se irán sumando testimonios y referencias históricas donde se combinan, con el mismo grado de verosimilitud, lo que se supone real y lo que se supone ficción, creando un espacio de ambigüedad que el buen lector siempre agradece. Al fin, lo real existe cuando el hecho se produce. Cuando se cuenta se torna interpretación, recreación, unas veces en términos de oralidad cotidiana y otras en literatura cuando no en libros de historia.

En esa búsqueda irán apareciendo retratos personales que, con una mirada irónica, lo que supone el humor necesario para sobrevivir a la solemnidad, acompañan la rocambolesca vida del Gordo que, por momentos, si no fuera un mal parido, hasta despertarían cierta piedad. Por ejemplo, Ernest Hemingway con su delirante persecución de invisibles submarinos alemanes en las aguas de Cuba durante la Segunda Guerra Mundial, capitaneando en su lancha una pandilla de borrachos que gastaban alegremente los fondos del Tío Sam que aportaba Braden. O Gustavo Durán, el español a quién Horacio Vázquez-Rial dedicó su novela titulada El soldado de porcelana. El hombre, cercano a Victorio Codovilla –italiano devenido argentino y número uno del PC criollo– emigró del ejército republicano y las “checas” a funcionario del Departamento de Estado, triangulando afinidades en todos los sentidos imaginables. Lo que al Gordo le valió sombras de espiar para los soviéticos y sospechas de homosexualidad, toda vez que habría escrito a su pedido el Libro azul con el que se quería demostrar las vinculaciones de Perón con los nazis.

Para cerrar digamos que una novela se puede permitir todo, menos el aburrimiento, y con Nunca es tarde para morir, Mr. Braden,eso no sucede. Tal vez, en tren de hilar finito, algunos personajes secundarios, o vicisitudes de sus vidas, pueden conspirar contra el ritmo narrativo de la historia principal. Pero eso carece de importancia, porque siempre sucede que el lector cree que puede mejorar la historia escrita por otro. Al fin, para decirlo en palabras de “El vigía de los tiempos”, que también relativizan esta nota: “Vivimos menos de lo necesario como para poder decir algo importante, pero más de lo necesario como para poder callarlo”.