Algunas necesitan mirar el mar para encontrar la calma pero ella solo logra cierta mansedumbre cuando puede usar un cuchillo plateado como si fuera un espejo. Observar un arma cualquiera, aunque descanse inofensiva y dócil, abre el encuentro con esa acción que la persigue. 

A esa otra instancia donde la fatalidad tiene el talante agresivo de una mujer que ha alcanzado un despego extremo con las tareas más triviales, alude el texto de Ariana Harwicz y lo hace a partir de un personaje que se ha propuesto mostrar la simulación, atravesarla y tirarla sobre su vida familiar como si se tratara de un animal que a todo hogar lo convierte en su propio chiquero. 

En Matate, amor hay un llamado a esa animalidad que no quiere adaptarse y que en la protagonista se despierta a partir de una maternidad no deseada dentro de una vida conyugal que la embrutece. El texto se despliega y se corta en un monólogo rabioso que necesita del pasto y los árboles, de la pasión encarnada en un ciervo para terminar de contarse. Lo que en la novela era un fluir inconciente donde los pudores se terminaban y la monstruosidad y la carne salían a dejarse marear por la intemperie, en la adaptación que Harwicz realiza con Erica Rivas y Marilú Marini para el teatro, se convierte en una acción desesperada y cómica, en un dolor sangriento donde la actriz narra y vive los hechos al mismo tiempo. 

Y es que Rivas encuentra la forma de incorporar esa interioridad alterada, enfurecida que no quiere dominarse, con todos los recursos del simulacro cotidiano a los que recurre para violentarlos como una suerte de rebeldía que no encuentra su causa más que en el propio cuerpo. 

Esa mujer entregada a una vida que no quiere, suelta un lenguaje que se aleja de cualquier autocompasión. Se enfrenta con cada convención que supone esa rutina desvencijada a la que su marido se aferra. Encuentra tensiones que se amontonan en todos los estados por los que la actriz transita desde la identificación y la exuberancia de la técnica.  

La sexualidad detallada con esa boca que parece haber comido del barro y del pasto que pisa, es la señal de un quiebre sostenido y gustoso con ese entorno que ya no funciona como un límite. Así nace un personaje que no le teme a cada daño que le imparten. Herida como una bestia puede mirar a la cara a esa parte de sí misma que se ha perdido. En ese lugar interno donde la protagonista no puede encontrarse, deambula la composición de Rivas. La narradora deviene en un personaje que necesita hablar sobre lo que le pasa y mostrar ese borde oscuro que no encuentra lugar en la anécdota. Sacada de su propia historia por el don de la actuación estampa su brutalidad como si coqueteara con una acción definitiva. En esa fantasía expectante se anuda el conflicto de la obra. 

Ella espanta a su marido y a su hijo como moscas porque la obligan a respirar esa vida doméstica de pueblo que siempre tiene algo de enfermedad y de locura. 

En los textos de Harwicz hay una poesía antisocial. La descripción de esa comunidad de la que sus criaturas han sido expulsadas es la imagen de una normalidad a la que no se quiere pertenecer.  

El monólogo de Rivas es un momento negado del que los demás personajes no participan donde desgarra con su mirada toda posibilidad de creer en la misma escena que hace un instante la tuvo atrapada en la emoción más deslumbrante. Ella habla con las sonoridades de un cuerpo que imagina en la muerte, tal vez en el crimen de su propio perro, la coronación del placer.