La noche posterior a mi primer encuentro con el Enviado, me volvieron a sobresaltar unos ruidos, en este caso provenientes desde el fondo de casa. Salí con una linterna y allí lo vi, parado sobre un montículo de arena. Gritaba: “¡Los últimos serán los primeros...pero del Nacional!¡En verdad os digo: quien pague el codificado verá los partidos en directo, pero jamás verá cara a cara a Dios!¡Ay de los que tiran caños cuando van ganando por goleada!”. Ya confiado en que no era un peligro sino, en el peor de los casos, un fraude, lo reté: “Qué hace, bájese de ahí...¿a quién quiere imitar, a Jesús?”. El Enviado me dio otra de sus lecciones de sabiduría y sentido común: “¿Y a quién quiere que imite, a Ravi Shankar?... ¡Imito al más grande, porque el fútbol es parte del drama cósmico y debo estar a su altura!...Ah, ya le veo la carita, sigue sin confiar en mí. Pruébeme, hombre de poca fe, ya que no le alcanza con que ande por los techos y por los fondos su casa…”. “Bueno – ironizó lo más oscuro de mi ADN clase media –, si en este barrio cada uno que puede andar por los techos o por los fondos de una casa es un profeta, entonces hay más que en el antiguo testamento…”. “Por eso digo…pruébeme”, insistió. Pensé unos segundos y se me ocurrió una buena idea: “Bueno, vea…ya que es tan angélico, dígame algún dato desconocido de mi vida, relacionado con el fútbol…”. Rápido como Caniggia escapando de los cameruneses, el Enviado aseguró: “Usted atajó en la novena de Talleres de Escalada”. Upa…tremendo y preciso dato. Pero, cuando uno está en modo escéptico toda prueba es poca; proseguí: “Bueno, ya que sabe eso vamos a relacionarlo con mi vida posterior: dígame si en mi profesión yo tuve algún compañero fanático de Talleres de Escalada”. Nuevamente, como si le hubiese preguntado cuál es el animal más veloz (que casi es Caniggia contra los cameruneses), el enigmático pontificó: “Guillermo Capitani…”. Caí de rodillas, fulminado como Saulo camino a Damasco. “Maestro - le dije, absorto -, desde ahora soy su amanuense, y no pondré nunca más en duda lo que me cuente, me limitaré a poner mi pluma al servicio de sus historias, porque bien sé que si no son reales como hechos, lo serán como parábolas, como símbolos o como mitos que encierran dentro de sí la Verdad”.
Aproveché entonces para preguntarle al iluminado por la violencia en el fútbol. El maestro se rascó la barbilla (y otras partes en el bajo vientre) y me dijo: “La violencia que el fútbol produce es mucho menor que la que evita. Fíjese el caso de los pararrayos...ah, perdón, así les llamo yo a los jueces de línea, porque logran canalizar una bronca que si no recayera en ellos destruiría los barrios…si no hubiese jueces de línea habría una guerra civil por semana. Otra pavada: dicen que el problema es que el fútbol hace que uno vea al rival como enemigo...el enemigo no es el rival, es la tristeza...el problema es que la tristeza es el rival festejando...”. Y entonces, para ilustrar esto, me contó esta hermosa historia...o parábola.
“Un gol a la barbarie” fue una bienintencionada propuesta cuyos propósitos, en principio, eran modestos: promover la lectura a nivel popular, para disminuir la nefasta relación fútbol-barbarie-violencia. La metodología era por demás simple y pedagógica: regalar a la entrada de los estadios o en el entretiempo de los partidos, ejemplares con compilaciones de textos sobre fútbol o alguna otra temática de esas que bien saben congeniar los temas populares con la buena literatura. Soriano, Fontanarrosa, Ardizzone, Scher, Asch, Sacheri, Fabbri, Macaya Márquez, Galeano, Dolina, Bielsa, Sasturain, Sanz, Panno, Giardinelli, Valenzuela, Heker…la lista de plumas respetables que podían degustar los paladares populares era lo suficientemente variada y prestigiosa como para sostener a mediano plazo el proyecto.
Lo cierto es que ni el más optimista pudo augurar lo que ocurrió a pocas semanas de implementada la campaña: hinchas que se perdían de ver un gol por estar entregados a la trama de un texto, ex inadaptados que de golpe habían mutado en pasivos lectores, viejos que recitaban de memoria el final de algún cuento. ¿Y qué decir cuando, apenas unos meses después, cada estadio se transformó en una sala de lectura, con gente que en los entretiempos (¡o durante el partido!) intercambiaba mansas opiniones sobre características de personajes, tramas o finales inesperados?
Muy pronto el asombro fue abolido por la rutina: la violencia se redujo a cero. Los sociólogos se frotaban las manos al ver cómo el fútbol dejaba en claro un viejo apotegma: la ignorancia (entendida en su sentido más enciclopedista) es la madre de toda barbarie.
La primavera idílica parecía ser eterna, hasta que una tarde un grupo de hinchas recordaron que toda empresa humana está condenada al desengaño. De golpe, en una jornada de esas que sólo prometían gozo del espectáculo y convivencia civilizada, dos grupos bastante numerosos de hinchas se trenzaron en una feroz batalla en las calles de Rosario. La violencia y la falta de costumbre hizo muy difícil el control de la situación: los muchachos habían adquirido esa desatada actitud que nos hace ver al otro como una cosa a la que hay que romper. La vieja, penosa escena, se recicló en clásica pesadilla: policías reprimiendo, hordas en avance y retroceso, caras de Cristo llorando injusticia.
Si la repatriada violencia generó asombro, más estupor generó la insólita razón que dio origen a la batalla: aparentemente, un grupo de fieles lectores de Fontanarrosa se trenzaron con otra logia, devota de los escritos de Rafael Bielsa; los unos alegando la creatividad sin límites del Negro, los segundos ponderando la fina prosa de Rafael; ambos defendiendo sus posturas a los piedrazos.
Este hecho, tan bizarro como violento, fue el alfa. En pocas semanas, como dirigidos por divinidades perversas, las facciones comenzaron a organizarse. Se fueron delineando códigos, mitologías, valores, costumbres y cadenas de mando. Estaban los dolineanos, jóvenes, entusiastas y cándidos; los devotos de Soriano, nostálgicos y elegíacos (e hinchas del ciclón de Boedo); las mujeres, que se encolumnaban detrás de la gran Heker. Las hinchadas, todavía dentro del marco del folklore, se expresaban: en una tribuna se gritó “Uruguayo, uruguayo...”, pero no era por algún futbolista charrúa sino por Eduardo Galeano; en otra, devotos de Marechal entonaron el clásico “El que no salta es un inglés...”, en inequívoca alusión a Borges.
El clima estaba a punto de detonar y, si hemos de tomar las paredes de los barrios como señales, tal vez no sea arriesgado pensar que aquella pintada en una pared de Avellaneda fue el anticipo de una guerra a gran escala: “Sacheri, amargo, vas a la feria del libro con la yuta”, firmaba “La banda de Asch”.
El dique estaba roto. El robo de un manuscrito original del cuento “Banderín solferino”, obra clave de Sasturain, desató una batalla campal en la víspera de un encuentro. Un policía de mi barrio, cuyas horas extras solían consumirse a caballo en las inmediaciones de las canchas, me confesó perplejo: “Te juro que no sabemos qué hacer... Uno está preparado para pegarle a un negro que no soporta perder... Pero, ¿qué tengo que hacer frente a un desaforado que rompe un vidrio mientras grita que a Ariel Scher lo boicotea la CONMEBOL?”
Para hacer aún más paradójica la situación, había hinchas otrora peligrosos que ahora actuaban con vocación analgésica: “Eh... pará loco... ¿No ves que es nada más que un simple cuento de fútbol?”. Una noche, miles de hinchas de Dolina se juntaron en el obelisco a festejar el éxito de su primera novela, rompiendo luego algunas librerías de la calle Corrientes.
Pronto el síntoma se hizo enfermedad y la enfermedad epidemia. La editorial responsable de los libros futboleros recibió la “visita” de un grupo de admiradores de Sabato, quienes sugirieron su “malestar” por la no inclusión del hombre de Santos Lugares en los libros. Una tarde, un nervioso Juan Sasturain apareció para dar una charla sobre literatura y periodismo, afeitado. Más allá de las frases de ocasión, que intentaron minimizar el hecho, los pasillos sabían la verdad: el pobre Juan había sido rasurado, en un violento episodio, por un grupo de seguidores de Eduardo Sacheri, quienes le aconsejaron mientras le pasaban la navaja: “Dejate de joder con escribir cuentos de fútbol”.
Las editoriales y librerías comenzaron a ser tierra de nadie, las bibliotecas se enrarecieron con presencias intimidantes, las presentaciones de libros se convirtieron en lugares de riesgo, en las estaciones de trenes la peor imagen, la más temida, era la de un hombre leyendo un libro de fútbol.
Cuando ya todo era caos, aparecieron las soluciones mágicas, las estrategias espasmódicas. Se pidió más policía en las librerías, se palpó de libros a la gente antes de entrar a la cancha, se allanaron clubes, estadios y bares a la búsqueda de material bibliográfico. Se exigió, como era de esperar, más control y responsabilidad a los padres: “No puede ser que nuestros chicos se la pasen leyendo en lugar de estar tomando cerveza en la esquina”.
Meses más tarde, cuando ya había quedado en claro (salvo para los sociólogos), que la pasión, como la culpa, los celos o el deseo, crea su propio objeto, el fútbol volvió a ser lo que siempre fue, y la gente volvió a pelearse por aquellas cosas que, según los intelectuales, no son importantes.