“Yo sigo con el dolor de haber perdido a mi hermana. No encuentro explicación” me dijo Walter Campos hace unos días. “Quiero que se aclare su caso, saber qué pasó con ella”, me insistió, compungido. Walter es el hermano mayor de María Campos, la mujer de 37 años, y madre de seis hijos, que falleció el 28 de febrero en el Hospital Regional de Santiago del Estero, adonde ingresó a la terapia intensiva en muy grave estado, con una infección generalizada, producto de un aborto inseguro, con una sonda. “Sé que ella no quería tener más hijos y la pareja, sí. Supongo que buscaban el varón”, piensa Walter, sobre las razones de ese embarazo no deseado y ese aborto inseguro, al que recurrió su hermana en la desesperación. 

Walter me contactó por Whatsapp muy angustiado, para ver si yo podía darle información sobre lo que le había pasado a María. Había leído la nota que publiqué contando sobre su muerte, el 4 de marzo en este diario. “Mi hermana demoró en ir a atenderse, estuvo dos semanas con esa sonda. Eso me lo contó la obstétrica que la acompañó casi 300 kilómetros en la ambulancia. Seguro por vergüenza y por miedo, pero más por vergüenza de lo que podía decir la gente, no fue antes a que la vieran en el hospital”, supone Walter. “Estoy shockeado por todo: no sé si el error lo tuvo ella... si se dejó estar con esa sonda... quiero saber quién es el responsable... no creo que ella sola se la haya puesto. Se infectó toda. Tal vez usted puede saber más de lo que pude averiguar yo”, me dijo. 

La historia de María muestra con crudeza, con nombre propio, las consecuencias de la criminalización del aborto en la Argentina, su cara más injusta: porque la penalización mata a las mujeres más pobres. Como María. Desde la recuperación democrática, 3030 mujeres fallecieron como consecuencia de abortos clandestinos, de acuerdo con las estadísticas oficiales. 

Walter es el mayor de 11 hermanos. Tiene 46 años y vive en la ciudad de Buenos Aires, donde es encargado de edificio en el barrio de Retiro. Apenas supo de la muerte de María, viajó en micro para el velorio y el entierro. Viajó a los pagos de su familia, el paraje La Soledad, departamento Pellegrini, al norte de Santiago del Estero, una zona de bosques, cerca del río Salado, casi al límite con Salta, geografías olvidadas del país, donde el Estado llega a cuentagotas. Ahí creció Walter,  todavía vive su mamá, y estaba instalada también María, con su marido y sus seis hijos. Es gente humilde.

Donde vivía María la atención médica casi no existe: hay una salita, pero según me contó Walter, “no hay médico, ni nada”. El hospital más cercano está en San José de Boquerón, a unos 40 kilómetros de La Soledad.  No es fácil llegar. Desde ahí la trasladaron en ambulancia, ya en estado crítico, al Hospital Regional de Santiago del Estero, y no pudieron salvarla: murió a las pocas horas. “Era muy tímida. No hizo la secundaria, como la mayoría de nosotros”, me dice Walter.

María estaba casada hacía 15 años con Víctor, un trabajador golondrina. Con él tuvo a las cinco nenas que aparecen en la selfie que ayer mostré al cierre de mi exposición en la plenaria de comisiones de la Cámara de Diputados, donde se debate la despenalización y legalización del aborto. La mayor de sus hijas tiene 15 años, la menor está por cumplir 3, en estos días. Ya no podrán abrazarla. El miércoles Walter me mandó esa selfie y otras fotos de la familia. Quería que se conozca lo que le pasó a María. Hay otra selfie donde María está junto a su marido, rodeada de cuatro de sus hijas. Están alrededor de la mesa, por comer empanadas, que seguramente amasó María. Se los ve en su casa de paredes de ladrillo sin revocar y techo de madera. Conocí, por fotos, al hijo mayor de María, de 18 años, que lo tuvo en una relación anterior, también a la mamá de María –Basilia Maza, de 64 años, que nunca fue a la escuela, por la distancia a la más cercana, en su tiempo, y porque no había medios de transporte– y a su papá, que falleció hace 12 años.

Víctor, el esposo de María, hace changas por temporada en Salta, Catamarca, La Rioja, donde lo contraten, para desmonte, cosecha de aceitunas, limones. Y viven además, de algunos planes sociales. 

La primera vez que el río Salado les quitó todo lo que la familia de Basilia y sus hijos tenían fue con una inundación hace unos 25 años, recuerda Walter. Pero no fue la única. La pobreza los acompaña desde siempre, allá en el norte de Santiago del Estero, donde casi no hay señal de celular y el wi fi llegó el año pasado. Esa pobreza y la criminalización del aborto hicieron el combo explosivo que mató a María. Si hubiese podido acceder a una interrupción de embarazo en un hospital, no hubiera recurrido a la sonda, que le causó la infección generalizada. 

Del Congreso depende ahora que no haya más Marías. Como dije ayer, en la plenaria, “sin aborto legal, no hay Ni Una Menos”.