Se rehúsa un poco, Alfredo “Tape” Rubín, a dar el primer sorbo a la copa de vino de la casa que acaban de traerle en este bar familiar. No quiere trampear una dieta que viene haciendo. Mira la copa y pregunta: “¿Andá a saber la cantidad de micro organismos que hay acá? En fin”. Sonríe y se manda un trago. “No está tan mal”, y vuelve a sonreír.

Cierta picaresca y el estado casi constante de pregunta bien podrían definirlo. Aunque para entender algunas cosas de su historia y sobre todo de sus músicas hay que decir que a principios de los 80 cargó bolsa de dormir, guitarra, un pequeño grabador y mochila y estuvo viajando por la Argentina. “Recuerdo haber ido a escuchar a los Who al cine y salir y preguntarme ¿pero nosotros no podemos tener una música nuestra que tenga potencia también? Y pensé en la chacarera”, cuenta. El sur, mucho el interior de Buenos Aires para luego recalar un tiempo en la casa de Sixto Palavecino en Santiago del Estero. “Había escuchado y leído mucho a Dylan y decidí ese viaje. El mundo como algo para explorar. Empecé a entender que uno se detiene en esos lugares y empiezan a abrirse guitarras, estilos, milongas. Descubrís todas esas músicas al costado del camino, de las rutas, en los boliches donde paran los camioneros. El camino autorizaba, se me abría, estaba protegido. Era una mezcla de vagabundo e investigador musical”.

Él traía una cuidada escucha, en parte alentada por su madre: a no perder el rastro de la señora, que escuchaba Mercedes Sosa, Sinatra, cancionistas, María Elena Walsh. Rubín  estudió magisterio y volvió de aquel viaje con ganas de dedicarse a la docencia rural: lo ejerció, aunque no por mucho tiempo. Luego trabajó en la empresa familiar y volvió al rock en plena primavera democrática. De día el trabajo, de noche la bohemia. Y no fue una epifanía pero casi. Asomaban los 90 y recuerda una primera noche en la milonga Cuartito Azul: “Me volví loco. Descubrí un lugar misterioso, exótico. Recuerdo que en el Parakultural empezó a haber una noche de tango. Y me metí ahí. En la ciudad al tango había que buscarlo”. Hay que decirlo: Tape Rubín siempre tuvo una pulsión compositiva y siempre tuvo, también, el pulso de tocar y armar proyectos. Formó parte de varios durante todos esos años. “Empecé a notar que el tango era algo muy potente. Que el lenguaje, las palabras estaban como pensadas para cantar así”.

Los dos mil

De alguna manera aquel embrujo alrededor de la milonga lo llevó a querer armar algo para tocar en ese ambiente. “Yo quería tocar para los bailarines. Me metí en el sonido de la orquesta, empecé a escribir y me encontré brutalmente con la necesidad de estudiar. El medio me avisó: ponete a estudiar. En los cuartetos siempre escuchaba que había mucho aire entre los instrumentos y eso no me gustaba, entonces escribía muchas voces para todos los instrumentos”. Con el Cuarteto Almagro –él en bajo eléctrico, Leo Weiss (violín), Juanjo Mosalini (bandoneón), Fabrizio Pieroni (piano)– editaron Hemisferios (2000): una búsqueda más orquestal y piazzolliana en la que de todas maneras ya asomaba la estirpe compositora, madura y plantada de Rubín.

En un momento el proyecto del Cuarteto Almagro se hizo inviable y la propuesta primera de que Tape grabase un disco sólo a guitarra y voz mutó hasta convertirse en trío junto a Las Guitarras de Puente Alsina, que son Adrián Lacruz y Mariano Heler. Así editaron Reina noche (2004) y Lujo total (2009). Y allí está su ADN musical: un sonido a puro pulso de guitarras, una cancionística tanguera muy definida. En esos dos discos indispensables pueden encontrarse canciones indispensables: “Despedida”, “Ya fue”, “Por entre los caseríos”, “Calle”, “Bluses de Boedo”, “La Marylin”, “Aire sin final”. Todas ellas, postas obligadas al momento de pensar el tango del siglo XXI. Y también puede hallarse otro latido en su música, esas tonadas que se saben un poco más campesinas: huellas, aire de vidalas y de bagualas, milongas camperas.

Apenas unos años después de Lujo Total el Tape se fue. “Empecé a sentirme incómodo en la ciudad. Con los paradigmas culturales que significa vivir en ella: desde lo ambiental, la alimentación, el consumo. Todo eso me fue llevando a preguntarme sobre la tierra de acá y me replanteé cuál es el rol de un músico en la ciudad. Demasiadas preguntas y en un momento no quise seguir. Dije: muchachos, necesito parar. Y me fui a vivir a San Luis a otro tipo de experiencia en la sierra”. En ese retiro físico, espiritual, mental en el campo –que no fue un metejón de cierto tiempo: sigue trabajando alrededor de la agro ecología y la soberanía alimentaria y de semillas, y está pronto a viajar a Guatemala a un encuentro regional– casi deja de tocar. Y de componer. Compuso poco y ese poco fueron tonadas sobre todo folclóricas: esas que ya habían asomado en aquellos discos. “Y en un momento volví porque me di cuenta que tenía que volver a la ciudad porque mi hijo, él y yo, lo necesitábamos”.

Y a su vuelta, encontró. “Nosotros pensábamos que nadie nos estaba escuchando. Y el disco pasaba, giraba, se lo grababan, lo compartían”

¿Vos no eras consciente?

–¿De qué?

¿De que todo eso estaba circulando, que tus canciones empezaban a resonar de otra manera?

–No. Me asombra ahora. Pasan cosas hermosas. Algo sucedió con “Reina noche” que resonó. Se ve que había amasado eso durante mucho tiempo.

Indispensable, necesario. Así se volvió el nombre de Rubín, así son sus canciones. Es epigonal su figura a la hora de pensar el tango y la música argentina de los últimos veinte años. Desde La Chicana, la lujuriosa Orquesta Típica Fernández Fierro, los 34 puñaladas, Nicolás “Choco” Ciocchini, Julián Peralta, Altertango, entre tantos otros, todos han versionado o tomado algo del repertorio de Rubín. “Es verdad, soy bastante versionado. Imagino que no hay nada mejor para un compositor. Recuerdo que en el 2011 fui al boliche El Faro y un pibe tocó ‘Aire sin final’. El muchacho es Juan Villarreal y ahora somos amigos. El no sabía que estaba en el lugar. Hablar tanto de mí, así, no está muy bueno. Pero pensar en Yupanqui, en Violeta Parra, en Lennon, en Chico me ubica en mi lugar”.

Tu recorrido ha sido alejado de las luces, más en el margen...

–Fue también una búsqueda filosófica. Como plantea un taoísta que leo mucho: no somos muy importantes. Zitarrosa dice algo muy bonito: el artista no es un ser especial tocado por algo sino alguien que está sintetizando líneas que pasan por la sociedad y transforma eso. Es fundamental. Y por otro lado, el reconocimiento del establishment del tango no lo tengo. No me conocen. Lo tengo en las orillas.

SON OTRAS LAS CUERDAS

El regreso trajo otras cosas. Se reencontró con sus amigos de Las Guitarras de Puente Alsina –a los que ahora se había sumado Leandro Nikitoff– y durante un buen tiempo de charlas y toques que eran más ensayos abiertos que conciertos propiamente dichos, se fue armando otro disco. Ese que hace unos poquísimos días acaban de editar: Cambiando cordaje. Y que lleva la rúbrica horizontal de los cuatro –un lacónico Rubín Lacruz Heler Nikitoff– en pie de igualdad pero el peso compositivo, letrístico y musical es de Rubín, aunque en algunas canciones comparta autorías, sobre todo con Fabrizio Pieroni. “Cambiar el cordaje es empezar de nuevo”, dice. “Es volver siempre a otro lugar, es esta cuestión de un transcurrir. No hay posibilidades de estar siempre en un mismo lugar. En la canción alguien está cambiando las cuerdas de su guitarra y está reinventando el mundo. Porque lo viejo ya murió y está en silencio y lo nuevo también calla porque aún no nació. En ese momento el mundo está detenido hasta que la nueva cuerda suene. Entonces va a empezar todo otra vez”. La canción homónima con la que empieza –dedicada a la guitarra– y el aire de baguala que la introduce, junto a las tonadas folclóricas que hay en el disco –ese hermoso vals a la criolla que es “Tierra bruja”, la huella “Corazones de ausencia”– hacen pensar en cierto aire yupanquiano que se cuela en el aire de estas piezas. “Ni hablar. Pasa el tiempo y Yupanqui me parece cada vez más grande. Esa canción al final dice que ‘es la sombra en flor del viaje’. Y el viaje es Yupanqui y es Bob Dylan. Todo el tiempo el camino, la autopista, la huella, el transitar”.

Es alguna tarde y el Tape va en auto. El camino es malo, de polvo y ripio. Escuchando a Prokófiev amontona preguntas: “Llegué a un lugar de negar todo: no quiero más ciudad, urbanidad, occidente ni acordes raros. ¿Hace falta ser tan sofisticado, ir al acorde loco? ¿Tanta sofisticación no nos trae más complicaciones? ¿No será mejor resignar calidad instrumental en pos de un ser humano un poco más íntegro?

Puede pensarse que Cambiando cordaje es un disco de tango y, a la vez, no es un disco de tango.

–Ya no nos importa mucho que venga alguien y nos diga si es o no es ¡Y bueno, vos sí sos tango, qué se yo! El tango puede ser que ya sea, como está, una línea de música que unidas a otras formas populares conformen más adelante, otras músicas. Pasa que el tango es algo tan potente, tan definido. Es este embrionario sentimiento de no saber si tiene sentido seguir alrededor de eso. Ya solté banderas y hay que crear nuevas identidades.

Por si algún desprevenido, avisa: “Yo puedo decir que no quiero hacer más tango como género pero la manera de abordar las composiciones y los arreglos, es tanguera. No compongo como un rockero ni como un folclorista. Sino como un tanguero. Eso está. El tango es una especie de música clásica barrial.

Por eso, atención: Cambiando cordaje tiene piezas tangueras. Basta escuchar “Fugaz”, “Sueño abandonado”, “Ya fue” o los instrumentales: hay cuatro, uno por cada compositor. Todo es una fiesta guitarrera, tanguera y folclórica, guacha. Hay invitados: Juan Villarreal, Chino Laborde, Cecilia Pahl, Noelia Moncada y más. Si hasta la voz del Tape parece otra: no ya un tanto áspera y nasal sino un poco más suave: más mansa que rabiosa, la gola. A excepción de la iracunda y furiosa “Milonguética”: ese rítmico experimento verbal y áspero tan propio de Rubín, plagado de ironías y mil sentidos. “Bélica pero didáctica/ Láctea pero profiláctica/ Súbdita pero xenófoba/ Bárbara pero informática/ Mítica pero raquítica/ Sórdida pero científica/ Mística pero pedófila/ Cívica pero decrépita”, y sigue. “Se la dediqué a Buenos Aires. Pensé en ella al escribirla. Fue un impulso, al igual que ‘Bluses de Boedo’. Describe un paradigma cultural, no solo la ciudad. Ese ‘pero’ puesto ahí es fuerte”. Y cuenta: “Le mostré una especie de borrador del audio a mi vieja y la observé: no se preocupó por la monotonía de la melodía, la canción está en un solo acorde, sino que le causaba gracia el chiste y empezó a querer escuchar la próxima joda o ironía”. Un aire girondiano que bien podría ser la continuación de esa otra canción brava y exquisita que es “Calle”: “Plata huesos, goles palos roña sueño/ Tibio cielo, clase mugre media lengua/ Playa vuelos/ Calle furia calle falsa/ Calle fuego, calle que quiere volver/ Calle que vuelve a olvidar, que se ha portado tan bien, que supo a quien entregar”. Ese punto esdrújulo a pura milonga define el disco y al Tape.

Vale seguir, entonces: calle abajo, tierra adentro. Como lo dijo ya el poeta: piedra y camino. Milonguéticamente.

Rubín, Lacruz, Heler y Nikitoff presentarán el disco el sábado 21 de abril a las 21.30 en el CAFF, Sánchez de Bustamante 772, CABA. Entrada libre y gratuita.