La duda es el principio de la lucidez. “Yo, por ejemplo, Juana Eguiza, en este momento no sé si casarme o comprarme un perro (...) Me pregunto: ¿el perro va a reemplazar al hombre que quiera casarse conmigo? ¡Seguramente no, si pretendo permanecer sana!”. La voz indómita de Juana en No sé si casarme o comprarme un perro, extraordinaria novela de Paula Pérez Alonso que saldrá mañana en la colección 8M –que ofrece el diario en compra opcional–, no es la de una provocadora avant la lettre. El tono frívolo –una de las “máscaras” a las que apela– se vuelve más sombrío cuando se sumerge en la búsquedas de un grupo de amigos, encabezada por su hermano Cris –el joven que no acepta fracasar–, Horacio, un fotógrafo que se encuentra con una casa y un secreto siniestro vinculado con la dictadura cívico-militar, y el misterioso Max, un ex de Juana. 

Pérez Alonso dice que es “fundamental” que su primera novela, publicada en 1995, salga en la colección 8M. “Hay un reclamo poderoso por un mundo diferente, más justo e igualitario para las mujeres, y lo estamos consiguiendo. Si pensamos en estos dos años, de la primera manifestación de Ni Una Menos al 8M, es muy visible cómo se ha fortalecido. Esto es inapelable; no hay manera de volver atrás”, advierte la escritora y editora en la entrevista con PáginaI12.

–¿Cómo intervienen el personaje de Juana y la novela en el debate del presente?

–Juana es la protagonista, la narradora, la que toma la voz en un tono muy desafiante, provocador y con humor, para que frente al humor nadie pudiera salir a rebatirla. La novela es una reflexión acerca de la libertad y la independencia de la mujer, una mujer que se planta de igual a igual ante los hombres. Que reclama las mismas libertades, las mismas posibilidades de elegir y de tomar ciertas decisiones, y que no está dispuesta a dejarse persuadir. Aunque la novela tiene personajes masculinos importantes, todo es visto a través de la perspectiva de Juana. Ella demanda para sí otra vida, no la vida de las convenciones y de las imposiciones. Yo, Paula, tuve que bancarme que mucha gente me preguntara si me había casado o si me había comprado un perro hasta el día de hoy (risas). El título fue un riesgo. Muchos pensaron que era un libro en joda o que era una provocación, y de pronto se encontraron con una novela súper oscura.

–¿Por qué hay tanto dolor en No sé si casarme o comprarme un perro?

–Hay muchísimo dolor porque hay un cruce constante entre intimidad y política. Aunque la protagonista se propone un tono frívolo, la política, la historia, se la llevan puesta. Entonces, esa tensión entre una vida posible y una vida que integre el pasado es un punto ciego. Los personajes se han desviado del curso pensado para ellos. Ese desvío los manda fuera del mundo. Vivir en el mundo tiene un costo muy alto. Cris busca una salida extrema y decide vivir fuera del mundo, donde no hay posibilidad de fracasar. Fuera del mundo, no hay fracaso. Cris no soporta un fracaso y decide no fracasar más. Pero también en la historia de Horacio, el fotógrafo que ha guardado todas sus fotos en un mueble antiguo, aparece la cuestión de vivir en el mundo adaptándose a las reglas y renunciar a aquellas formas imposibles. Cuando Juana recuerda toda la historia de amor con Ernesto, el dolor es tremendo porque esa condición de posibilidad está masacrada. El dolor está en el recuerdo de algo que pudo haber sido de otro modo. Si no te ponés de acuerdo con el pasado, el pasado te arrasa. Los personajes de la novela están desarraigados y siempre en fuga porque no hay un lugar adonde volver. En este punto es una novela de desesperados. No hay salida... Me sucedió algo insólito que fue que en una presentación de un libro me encontré con una chica de unos treinta años, que es actriz y poeta, que me dijo: “Tu novela me salvó la vida. Estaba por suicidarme y no lo hice”... El suicidio de un joven siempre vuelve a conectar con la vida a los demás.

–¿Escribió la novela para cuestionar los indultos que decretó Carlos Menem en 1990?

–Sí, por supuesto. Eso fue muy doloroso porque el Nunca más también quedaba relativizado. En una primera novela uno quiere poner todo lo que lo perturba y lo asalta. Al mismo tiempo, la ficción logra decir las cosas de otro modo. Cuando uno está escribiendo quiere renovar las formas, quiere decir de otra manera: no querés repetirte, no querés repetir lo que hacen otros. Tener una impronta propia es un compromiso que no siempre se logra. Pero hay que aspirar a que se pueda hacer alguna inscripción en esa búsqueda, en ese no dar las cosas por sentadas. Eso me parece que es lo más tierno que tiene el ser humano, lo más empático. Escribir es algo lúdico, una pequeña puesta en escena que uno hace y uno está ahí, manejando todos los elementos. Y vas a hacer que suceda, cualquiera sea la cosa que te propongas. 

–¿Qué inscripción cree que dejó en términos de cómo se vinculan intimidad y política en la ficción?

–La inscripción es que hay una política interna y una externa en ese doble movimiento constante que uno hace con uno mismo y con el afuera. Esto es algo que nunca es igual y que siempre es un desafío nuevo porque está en constante movimiento. No hay un punto de apoyo ahí; la realidad es dinámica y uno mismo también. Al escribir, uno va hacia los demás y construye otros mundos. La inscripción entre intimidad y política es una tensión problemática y muy vital, que te manda al mundo de la experiencia. Yo me fui a Londres a los 19 años, del ‘77 al ‘79, y cuando volví mi vida pasó a ser otra. Estudié periodismo del ‘80 al ‘83 con la idea de que fuera una práctica de escritura siguiendo el modelo de (Ernest) Hemingway, porque en Letras de la UBA no podías leer el Martín Fierro. No sabía que en paralelo alguien como Josefina Ludmer daba seminarios privados de teoría literaria en su casa, la Universidad de las Catacumbas, una resistencia activa a la dictadura. ¡Me hubiera encantado formar parte de esa resistencia! Recién entré en Letras en 1984, cuando se abrieron los concursos, y pude estudiar con Ludmer, (Enrique) Pezzoni, (Jorge) Panesi, (David) Viñas, (Beatriz) Sarlo, (María Teresa) Gramuglio, (Beatriz) Lavandera, Nicolás Rosa, una constelación de estrellas total, un privilegio; aunque, como decía Piglia, si uno quiere escribir, no hay que estudiar Letras. La carrera sí organizó mis lecturas, que eran muy anárquicas, por no decir caóticas. El, con su Laboratorio de Escritura, sí fue un estímulo para escribir; éramos nada más que diez o doce en 1986. Lo último que hice fue el seminario de Tomás Abraham en el Rojas, sobre (Michel) Foucault, que me salvó literalmente la vida. Venía del suicidio de alguien joven muy querido, tremendamente doloroso, y entrar en el pensamiento de Foucault con la construcción de uno mismo y volver a leer a (Friedrich) Nietzsche fue crucial. No sé si casarme o comprarme un perro está en contra del disciplinamiento; la voz de Juana se levanta contra las imposiciones. El afán de disciplinar sigue, más allá de la dictadura. Hay gente que pide orden, que quiere un país “ordenado”. En ese sentido, sigo reivindicando esa voz que se adelantó al “yo-yo” que hoy impera.