Después de años de lucha, por fin ha comenzado a tratarse en el Parlamento la cuestión del aborto legal, seguro y gratuito como política pública. Y una vez más, como es costumbre de la derecha reaccionaria y conservadora de nuestro país, nos encontramos frente a una discusión antediluviana. El mismísimo día del inicio del debate en comisiones se vuelve a jugar la carta moralista, humillante, perversa, que hace foco en la vida (y también en la muerte) de los pobres: un proyecto de "Asignación Universal por Hijo por Nacer". A una lectura desprevenida podría parecerle un gesto bienintencionado, sin embargo, encierra todo un arsenal racista que es necesario desmontar:
 

En 1827, mediante un decreto firmado por Bernardino Rivadavia, la Sociedad de Beneficencia de la Capital reglamentó la entrega anual de Premios a la Virtud, que entre otras cosas premiaba el amor filial y la abnegación de la mujer pobre. El proyecto de Asignación Universal por Hijo por Nacer nos reenvía directamente al siglo XIX, pero con un ingrediente novedoso: si en aquel entonces se pretendía docilizar a los pobres para que aceptaran su posición en la estructura social, hoy se suma la necesidad de que se asuman no sólo en su pobreza sino ‑y sobre todo‑ en su abyección: no es la pobreza digna de la que hablaban las clases dominantes del 1800, es la pobreza humillada, despojada de humanidad, irreconocible como ser humano.

Si sos mujer, pobre, víctima de abuso sexual y quedas embarazada producto de una violación, tu destino es asumirlo sin rechistar. Es un punto álgido de la hipocresía: cuando las prestaciones asistenciales se fundamentan en la redistribución de la riqueza, los sectores populares son demonizados y acusados de parásitos; cuando se basan en la moralización, son válidas. ¿Qué dirá ahora el reservorio moral de la Nación, el que grita a viva voz que las mujeres pobres se embarazan para acceder a un subsidio? ¿Acaso dirán que en realidad prefieren ser violadas para cobrar un plus?