La inflación de la inteligencia  –un problema mundial– se conecta con dos ilusiones. Una, la de controlar absolutamente al enemigo o al adversario. Otra, la de controlar absolutamente a los propios servicios de inteligencia. Nada de eso es posible. O al menos no es posible en un ciento por ciento.

En los Estados Unidos hay varias guerras internas al mismo tiempo. Entre Donald Trump y los Clinton. Entre la CIA y el FBI. Entre los generales y los halcones que se creen más marciales que los propios militares. Los norteamericanos, por experiencia, saben que los servicios de inteligencia pasados de rosca son como las adicciones severas. No se curan pero es posible reducir el daño. Y eso no es poco. Uno de los modos de reducción consiste en que nunca haya un organismo que le saque varios cuerpos de ventaja a otro en términos de poder. La idea es que el balanceo entre todos evite el nacimiento de un monstruo. Porque los monstruos suplantan al gobierno.  

La Argentina también experimenta sus guerritas. Elisa Carrió y equipo contra Ricardo Lorenzetti. Elisa Carrió más Mauricio Macri contra la mayoría actual de la Corte Suprema, sobre todo cuando esa mayoría obstruye proyectos del Poder Ejecutivo. La Agencia Federal de Inteligencia dividida, a su vez, en sectores internos. Los intereses del Ministerio de Seguridad, que por ejemplo a través de la Inteligencia de la Gendarmería inventaron (¿se acuerdan?) la RAM, sigla presunta de la más presunta aún Resistencia Ancestral Mapuche y síntesis de todos los peligros. En las guerritas también están los jueces federales, que a veces se articulan y a veces funcionan como ciudades-Estado: cada uno se cree soberano y actúa como si lo fuera. Y actúan, claro, los operadores judiciales de la Presidencia o los que trabajan free lance para la Presidencia.

Las escuchas  –qué se escucha, a quién se escucha, cuánto tiempo se escucha y para qué se escucha– forman parte de este escenario. Cuando el pedido judicial está fundado y la escucha se limita a la búsqueda de pruebas reales para un delito, las dudas son menores. El problema es cuando la escucha se origina en la vocación de extorsionar o en el objetivo de filtrar. Puede ser una forma de espionaje. O también una manera de amedrentar.

Como los conflictos, de los que se informa con variados enfoques en las páginas 10 y 11 y en estas mismas páginas, el uso de las escuchas puede ser atenuado o regulado por las normas y por nuevos protocolos. Pero el tema de fondo es otro. La vida política está dominada hoy por una cultura persecutoria, o sea por la lógica de guerra. Por eso la pérdida de la libertad ya no es un tema del Código Penal sino un castigo arbitrario alentado o planificado por el Poder Ejecutivo.

Es el tipo de problema que se resuelve por explosión o por consenso. La explosión no le conviene a nadie: genera violencia. Una solución por consenso sería la deseable. Si no, el Gobierno podría terminar sufriendo una implosión. El mayor ejemplo político de implosión es la Unión Soviética, que se desmoronó en 1991. El diccionario ofrece dos acepciones para implosión. Primera: “Hundimiento y rotura hacia dentro de las paredes de un recipiente cuya presión es inferior a la del exterior”. Segunda: “Fenómeno cósmico que consiste en la disminución brusca del tamaño de un astro”.

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