Cuando mi papá fue echado como un perro del viejo Banco Monserrat, empezó a morir de a poco. Dejó de hablar en la mesa familiar, se le apagó la mirada y pasaba largas horas sin hablar frente al televisor.

Durante años comprobé esa experiencia en decenas de familias desocupadas y muchas veces, no teniendo trabajo estable ni salario durante quince años seguidos, sentía un hueco fuerte en el centro del pecho.

Entiendo la decisión del compañero metalúrgico. Y pienso por qué diablos nos cuesta tanto transformar la realidad a favor de los que son más.