Que otros malgasten su verba bizantina en dirimir quién fue mejor: Pelé, Maradona o Messi. Yo estoy aquí para contarles algo no menos importante y polémico, algo no menos histórico y decisivo para la historia del más bello de los deportes: por qué el negro Bobadilla fue, sin dudas, el peor futbolista de todos los tiempos.

Comencemos por una perplejidad: en un mundo atestado de personas que juegan al fútbol, es casi un hallazgo religioso poder estar seguros de que un hombre, ése y no otro, fue el peor. Acertar los seis números del Quini es sin dudas un milagro, pero no acertar jamás ni uno es un milagro al revés y nosotros, mis amigos y yo, fuimos testigos de ese prodigio invertido.

Ya adivino al lector preguntándose que álgebra secreta, qué epifanía puede convencer a alguien de haber estado en presencia del peor de todos quienes alguna vez pisaron una cancha. Vamos pues, a los argumentos.

Todos conocemos habitantes de oficinas, aulas, fábricas u otros escenarios sociales, que suelen afirmar que el fútbol no les gusta, que les parece una pelotudez, una pérdida de tiempo o un mecanismo de perversa orfebrería que convierte a cualquier persona civilizada en un bárbaro. Esta caravana borgeana, minoritaria pero entusiasta y numerosa, tiene una característica que es la implacable consecuencia de sus premisas: son gente que no juega al fútbol.

El Negro, en cambio, jugaba. Tronco, patadura, madera, horrible de verdad, maleta, queso…jugaba. Algo, algún mandato esotérico lo empujaba desde el interior de su alma a tener que desenvolverse en ese lugar inhóspito, minado, que era la cancha. Como un celoso obligado a ser swinger, el Negro sufriente estaba allí para que en su exigua anatomía se pronunciara la impericia futbolística en toda su compleja magnitud. 

Si, tal como hemos dicho, la desgracia es un milagro al revés, entonces podemos (debemos) suponer la acción de traviesas u ominosas divinidades moviendo los piolines del Negro, debemos sospechar los designios inescrutables de demiurgos borrachos, hacedores siniestros, potencias gnósticas, que modelaron al Negro como a un Golem chambón.

Hay un dato que permite sostener la teoría de la sospecha: todo en él parecía ir en sentido contrario a lo que terminaba siendo. Como esas personas que exhalan erotismo pero esconden dentro de sí una frigidez gélida, el Negro tenía pinta de jugador hábil, pícaro, hecho en potreros y esquinas, inequívoco nativo de Barracas. La juventud plena lo halló en los gloriosos “ochenta”, y su biotipo se correspondía a la perfección con los cracks de la época: petiso, morrudo, morocho y de rulos; era una posible cruza de Maradona y la araña Amuchástegui.

Hasta que la pelota llegaba a sus pies, o, para decirlo tristemente mejor: no llegaba. Llegaba y seguía, porque entre otras hazañas, el Negro jamás logró parar una pelota. Quien crea que estoy poniendo el lenguaje al servicio de la desmesura y el énfasis, no sabe el prejuicioso error que comete; ojalá lo mío fuese una exageración, ojalá pudiera decirles que un día, una tarde, después de un asado; el querido Negro pudo parar una redonda, pero nunca pudo. No pudo (me emociona recordarlo) porque para él la pelota no era redonda; era cuadrada, oblicua, genuflexa, enjabonada, artera. Era un problema, un enigma, una paradoja, un oxímoron. Era un puñal, una enemiga, una vergüenza, una deuda eterna, una pasión inútil. 

Fue Marongo quien trajo al Negro al primer partido en que lo vimos no jugar. Se paró abrazándolo levemente como a un hallazgo, en las legendarias baldosas del Lomas Social y dijo, por toda presentación: “Traje un amigo de la facultad…”. ¿Sabía Marongo que ese muchacho era el más grande de los analfabetos futbolísticos o fue un involuntario agente al servicio del destino? Ese misterio, como corresponde, no ha sido profanado por la certeza. Con un sutil arqueo de cejas, Forlano, en cuyo rostro entran todos los gestos del mundo, le preguntó a Marongo si el Negro era bueno; con un leve mohín, Marongo, en cuyos párpados cabe todo lo que vale la pena decir, le dijo a Forlano, que había ganado la pisada, que eligiera primero al Negro.

Ansioso como un niño a punto de abrir un regalo, Forlano recibió la pelota y se la dio inmediatamente al Negro Bobadilla. Allí, en ese automático gesto futbolero, comenzó a gestarse la anti leyenda, el caos que precede a la destrucción, la microfísica de la torpeza. Ese pase fue, como otros legendarios que la semántica actual reduce al mote de “asistencia”, el primer motor para que el fútbol revelara su condición de imposibilidad. El Negro corría la cancha como un borracho a las seis de la mañana, volviendo a su casa por una calle de tierra, aunque en sus ojos relucía el brillo de los entusiastas. Entonces ocurrió la primera pifiada, y dos, tres, mil. Pero la cuestión no era cuánto pifiaba el Negro sino cómo lo hacía. A riesgo de ser excesivamente paradojal, déjenme decir que Bobadilla le erraba a la pelota con infalible precisión. De pronto la pelota iba hacia él piadosamente, y el antigenio sacaba un conejo muerto de la galera y le erraba. Le erraba siempre, más allá de cualquier avatar, de cualquier circunstancia, de cualquier azar. Le erraba como si, antes de llegarle a los pies, la pelota se desviara en algo serio: un pozo, una canilla, un vidrio, una pierna, el destino. No los rivales…la pelota lo eludía. La errática escena nos conmovió tanto a todos que el pobre Negro pasó, de ser elegido primero en la pisada de ese día iniciático, a ser elegido siempre último hasta el último día que vino (por favor, no nos acusen de impiadosos, jamás lo dejamos de invitar a jugar). 

Distinguir en el Negro un error era como querer distinguir a un lujurioso en una orgía. Todo el Negro era un gran error, un desacierto unánime. Ya lo dije: si quería parar la pelota no podía, imaginemos pues su minusvalía frente a situaciones más complejas: si saltaba a cabecear la pelota quedaba lejos como una mujer que no nos quiere; si intentaba marcar, lo pasaban no “en una baldosa”, sino “como a una baldosa”. 

Al igual que otros genios, el Negro Bobadilla hizo estallar por el aire creencias establecidas y lugares comunes; me refiero en este caso a la apodíctica verdad que sostiene  la falta de lógica del fútbol. Nosotros sabíamos, con la fuerza de un teorema, que el equipo que tenía entre sus filas al Negro, perdía.    

Con el correr de los días, un secreto miedo nos invadió a todos: temimos que algún día la desilusión llegara en forma de pase gol, parada de pecho o cabezazo. Todos queríamos secretamente que el Negro no profanara ese sagrado no lugar que la historia del fútbol le había dado, y queríamos ser los elegidos testigos de esa imposibilidad hecha jugador. Y el Negro, como todo grande de verdad, no nos defraudó: hasta la última tarde en que vino a jugar, su cuerpo siguió siendo ese pequeño monumento a la bartola que siempre fue. 

Héroe entre los héroes, porque peleaba siempre desarmado; mártir entre los mártires, porque jugaba para salvarnos a todos de la sensación de ser troncos, ése fue el Negro Bobadilla.

No sabemos qué fue de su vida. Algunos dicen que sucumbió a algún exceso, lo cual confirmaría su condición de fuera de serie. Otros relatan que una grave lesión le impidió seguir no jugando, unos pocos embusteros dicen (no hay una sola filmación o foto que lo demuestre) que un día lo vieron hacer un gol de cabeza o de tiro libre. Como ocurre también con todas las leyendas, se multiplican quienes afirman haber visto lo que solo “nosotros” vimos. Por si acaso, revelo la identidad de quienes fuimos parte de la epopeya, en las grises baldosas del Lomas Social, a saber: Marongo, Willi, Forlano, la Bestia, Tapú, Chelito Carballo, Alvaredo, Beto Capano, Juanchi, el ruso Berto, el perro Oriolo, Hernán Oriolo, Norbis, Rene, yo. 

Pregúntenle a cualquiera de ellos quién fue el peor futbolista de la historia y recibirán, como si le preguntaran cuál es la suma de los ángulos interiores de un triángulo, la respuesta inapelable: el Negro Bobadilla.