Ahora se puede visibilizar la ausencia de mujeres en el escenario del rock local.Según un informe del sitio Rockandball, sobre la última edición del Festival Cosquín Rock,el 10 y 11 de febrero, en la provincia de Córdoba, del total de 445 artistas que participaron del ciclo que reúne a las principales bandas del país y alrededores sólo 21 fueron mujeres. Los números alertan, pero no asombran. El rock es chabón. Es rebeldía, es contracultura, es resistencia y es chabón. Eso cuentan los estudios sobre su historia. Eso confirman las grillas de los principales festivales de las últimas décadas. 

Las mujeres habitamos el rock en sus márgenes o como excepciones. Y aunque la escena muta con los años; aunque tengamos en la historia del rock argentino a la sensibilidad de María Gabriela Epumer o el cantar contundente de Deborah Dixon, nunca marquesinas con sus nombres o los de otras mujeres colapsaron teatros o pintaron el soldout en cada presentación. Arriba del escenario, las mujeres han sido en su mayoría parteners de un otro con la voz cantante. O un talento excepcional. Faltan mujeres arengado más pogos desde escenarios armados en autódromos o estadios de fútbol. 

Pero la marginalidad no es exclusiva de las tablas. Abajo del escenario, también la caminata tambaleante por las aristas. Minitas, musas, acompañantes. Los lugares comunes de las mujeres en el rock: grouppies, gritonas y a cococho. Pero lo que venimos a decir es que existe un abismo entre esas representaciones y lo que las mujeres vivimos en el campo del rock. En las crónicas amarillas, por ejemplo, son las mujeres abusadas las que nos dicen, cuyos cuerpos ultrajados quedan velados por la perversión de los rockstar envalentonados de nuestros y otros tiempos. Mientras que en las revistas del palo, los registros llegan como coros de fondo de escenario o como excepción a un talento normalizado y masculino.

Sin embargo, las mujeres se mueven, nos movemos. De a poco, como el movimiento femenino en todos los frentes y por la negativa, tomamos el impulso de los alaridos que profesamos en los estribillos que nos conmueven para darle forma a la voz propia. Nos ajustamos los cordones, chequeamos lo que tengamos en los bolsillos y nos entregamos al pogo liberador, pechando en campos polvorientos el lugar que deseamos y que también nos pertenece, sin miedo.

Andamos reclamando más pista y los campos del rock and roll no son la excepción.  Nosotras que durante muchos años legitimamos el código del rock según el cual, abajo del escenario, la protección de los hombres garantizaba la seguridad y custodiaba el disfrute; mientras que arriba, su acompañamiento apadrinaba el talento. Nosotras venimos desde los márgenes a implosionar un código que se volvió obsoleto. 

En tiempos donde el feminismo irrumpe en otros campos quizá nos queda marcar un nuevo pulso del rock y empoderar desde nuestro sonar a los cuerpos que en los campos, arremolinando ahí abajo, acompañaran la experiencia libertaria del disfrute sin restricciones,ni miedos, ni prejuicios. 

* Licenciada en Comunicación y escritora.