En la noche del pasado viernes 27 de abril, la cronista sueña. Es un sueño real, muy vívido. Ella puede reconocer los lugares que atraviesa, aún en medio de la oscuridad de la noche en que el sueño transcurre. Sigue un recorrido trazado de antemano por un plano del centro de la ciudad, dibujado en colores en una servilleta. Camina esquivando muchedumbres caóticas de jóvenes emperifollados y apurados. Su trayecto va de sur a norte por calle Entre Ríos. En su camino pasa por tres librerías completamente iluminadas, llenas de gente que parece estar festejando algo. La atmósfera festiva acentúa la extrañeza de esos negocios abiertos más allá del horario de cierre.

Tiene que ser un sueño. Las librerías no abren después de las ocho de la noche. Encima, en cada una de esas luminosas celebraciones se encuentra con conocidos de las más diversas épocas de su vida. Eso no puede ser real. Por ahí alguien deshilacha una melodía cansina en una guitarra. Es como la calle Corrientes porteña de antes, mezclada con las peñas de la Facultad. Hay comida gratis, cerveza regalada y alegría. Sin duda, un sueño compensatorio de la miseria de fin de mes.

Y lo más onírico son los precios de los libros: al preguntar, descubre que cuestan entre un veinticinco y un diez por ciento menos de su valor en la vida real. Sale de la tercera librería de la calle, que lleva el significativo nombre de "Logos" ("Tengo que anotar esto cuando despierte", piensa); dobla en la peatonal Córdoba y enfila hacia el lado del río. Hace dos cuadras más y como en todo buen sueño, se encuentra con un objeto extraño y portentosamente cargado de simbolismos. En la esquina de Córdoba y Sarmiento se yergue una encrucijada multicolor. Tiene unas veinte flechas de madera, que señalan todas en diversas direcciones; cada flecha está pintada de un color distinto y lleva el nombre de una librería de la ciudad.

 

Andres Macera
Las calles estaban repletas a altas horas de una noche especial.

 

La cronista se decide por la más cercana: Homo Sapiens. Camina media cuadra y en efecto allí está el barcito, animado como si fuera un sábado al mediodía. ¿Es una distorsión del recuerdo del sueño a la hora de anotarlo, o las masas gravitaban hacia los exhibidores de literatura rosarina? ¿Qué buscará la gente que busca un libro?

Unas cuadras al sudeste, el sueño cambia. La luz es pálida en esta otra librería. Saldos y usados conviven en orden alfabético en una atmósfera gris. Una chica pelirroja quiere llevarse "El perfume" de Patrick Süskind. Sostiene una breve discusión con la librera sobre qué es mejor, si el libro o la película. El novio de la chica, en vez de comprarle el libro, la invita a cenar. Salen casi corriendo y vuelven a entrar a la misma velocidad, con miedo de haberse olvidado algo. Gabriela, la librera, no cree que sea buena idea organizar una Noche de las Librerías tan a fin de mes. No es como antes, dice dibujando con la mano en el aire una sinusoide suave, descendente pero suave. Ahora después del veinte están todos muertos. No se va a quedar hasta las doce de la noche porque vive en Funes y este año sus hijos no pueden llevarla, están atendiendo los otros tres locales y hay uno a cargo del puesto en la feria de Plaza Pringles. Según le informó ese hijo por Whatsapp, "mucha gente. Miran y no compran". Son las nueve. Ella espere que la venta mejore después de las diez y media. "Ahora todavía están comiendo. Todo sirve para pagar las cuentas", suspira.

De El Pez Volador se dirige la cronista por Mendoza hacia El Juguete Rabioso, preguntándose por lo paradigmático del sintagma, que recurre en nombres de editoriales: El Suri Porfiado, La Pulga Renga. Siempre hay un animal u objeto con rarezas o problemas de conducta. En el camino, se detiene en la librería Paradoxa, donde el clima festivo acaba de pasar el punto de clímax; se siente esa calidez en el aire. Una japonesa cantó un tango, recuerda maravillado Pablo Suárez, uno de los cuatro guitarreros en vivo. La cronista se perdió esa epifanía. Se encuentra con el escritor Javier Núñez, quien se confiesa comprador compulsivo de libros, con o sin descuento. ¿Qué se lleva hoy? Tres libros de Ricardo Piglia bajo el brazo. La señora al mando del barril de cerveza tirada artesanal cuenta que el año pasado llovió. Mozos van y vienen con bandejas de bocaditos que el calor del veranillo derrite.

Más al este aparece un pliegue. "Libros del Bajo" es un portal a otro tiempo. Suena John Coltrane desde un invisible equipo de música. El contenido de las mesas y de las estanterías responde a la vieja ética de las viejas librerías de viejo: usado, barato y excelente, aún a riesgo de vender poco y ganar menos. El librero que declara esto es un lugarteniente. El dueño, como no podría ser de otro modo, está trabajando en el Encuentro de Librerías de Viejo, Usados y Virtuales, en la ya tradicional Plaza Pringles frente a la Biblioteca Argentina.

El guitarrista hace una brevísima entrada con un recado. Me lo vuelvo a encontrar a media cuadra, guitarreando junto a una de las dos mesas con manteles andinos, vino tinto y agua mineral buena con que El Juguete Rabioso se ha extendido al espacio público de la vereda. Desde adentro le arriman una silla. "Nada más que música de fondo para una fiesta animada", susurra Suárez con una mezcla de modestia ante su performance y orgullo por la contraseña rockera nacional de la frase.

Adentro hay montañas de libros a cuyo alrededor se repite la escena de buscadores pensativos. En la cima de una, un librito muy chiquito reúne dibujos y entradas del diario que escribió en la cárcel un famoso pintor expresionista. Parece el libro indispensable, en ese instante de tentación que todo buen vendedor sabe aprovechar. Pero la forma en que la cronista se entera del precio no la alienta a quedarse con esas rejas dibujadas, esas anotaciones existencialistas. Hojearlo y leer todo lo posible, como en las librerías de la infancia, o como en un sueño, no alcanza; la cronista lamentará esa mezquindad. Ojalá alguien lo deslice en un bolsillo, sea descubierto, vaya preso por hurto, escriba un diario en la cárcel, lo edite y así sucesivamente.

Es un sueño muy largo, con muchos detalles. Todos esperaban y temían la lluvia que nunca llegó. Fue una medianoche estrellada. Al despertar, la cronista busca en su mesa de luz el diario de sueños, para anotar este también, y encuentra en cambio el libro que compró.

La coincidencia entre la 9º Semana de la Lectura de Rosario y la 44ª Feria del Libro de Buenos Aires (donde editoriales independientes de la ciudad comparten hasta el 14 de mayo el stand 2107 del Pabellón Amarillo) duplicó la presencia de los sellos locales, que también estuvieron al pie del stand en la Feria de Editoriales Rosarinas. La FER fue un evento multitudinario, donde pasó mucha gente a toda hora "y se vendió re bien, ¡así que más no se puede pedir!", comentaba ayer Caro Musa, editora de Libros Silvestres. Algunas debieron desdoblarse a modo de bilocación. "Fue mi hijo. Yo estuve en la Feria del Libro de Buenos Aires. Según me contó, menos gente que otros años", responde Liliana Ruiz, de Baltasara Editora. Nico Manzi, del sello Casagrande, confió el puesto a una autora de la editorial: Marianela Moli Luna. Un detalle significativo fue la presencia de la intendenta Mónica Fein.

La cavilosa ponderación de los lectores rosarinos en pos de una relación calidad‑precio les permite aún seguir llenando bibliotecas y alimentando sus espíritus. El viernes pasado quedó comprobado que se vende literatura argentina y rosarina. ¿O fue solamente un sueño?