Tras pasar por la última edición del Festival de Berlín y de formar parte de las Proyecciones Especiales del recién terminado Bafici 20, el nuevo trabajo del director cordobés Santiago Loza, Malambo, el hombre bueno, se estrena en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín. Aunque se enfoca en la historia de un bailarín de malambo que se entrena para afrontar uno de los duros campeonatos del género, en donde los concursantes se juegan mucho más que el triunfo o la derrota, Loza –cineasta, prolífico dramaturgo y ahora también novelista– consigue convertir al relato para volver a hablar sobre algunos temas que atraviesan su obra: el dolor y el sacrificio; la entrega en pos de una idea de trascendencia; la dualidad entre el sufrimiento corporal y la plenitud espiritual. 

“El tema del malambo me generaba distancia o rechazo desde chico. Pero cuando empecé a ir a los entrenamientos de malambo encontré que había algo ligado a la energía, a la fuerza  y a cierta idea de superación de los propios límites físicos que a mí me conmovió”, cuenta el director para hablar de los orígenes del proyecto. “Y me empecé a sentir más empático cuando conocía a Gaspar, el protagonista. Desde mis prejuicios le pregunté por la zona más nacionalista y machista del folklore y él me dijo que no le interesaba esa parte, sino que lo veía casi a nivel boxístico. Un desafío físico que en su caso también implicaba superar una dolencia física, porque él tenía una hernia de disco. Y en un momento me dice algo que me quedó grabado: ‘yo soy más bien silencioso y no me siento una persona interesante, pero en el momento del baile hay algo que se vuelve extraordinario’. Ahí sentí que ahí había algo que me podía permitir entrar en comunión con ese mundo”, detalla. “La experiencia emocional de alguien que se siente bastante opaco pero que en determinado momento puede volverse extraordinario. Además yo dudaba de qué película hacer y hablando con un amigo apareció esta cuestión de la competencia, porque en el cine o en el teatro también hay competencia. Y hay envidia. Cuando entendí eso me di cuenta de que la película tenía que ser una fábula  sobre la competencia, sobre el adversario, sobre la envidia. Y cuando me animé a hacer una película sobre esas cuestiones se me volvió más interesante. 

–Un canal para hablar de otras cosas.

–Siempre el sujeto de una película debe ser un pretexto para hablar de algo que uno no puede nombrar. Sentí que el malambo me posibilitaba entrar en zonas que venía transitando, pero también en otras que no tanto. Trabajar sobre mis prejuicios. Hacía tiempo que tenía ganas de hacer una película en relación a la danza, porque es algo que me conmueve y sobre lo que nunca había trabajado ni en cine ni en teatro. Y al malambo nunca lo había mirado como danza. Tal vez porque soy de Córdoba y cuando era chico mis viejos miraban las transmisiones de Canal 7 de Cosquín y yo sufría, lo odiaba. Pero cuando conseguí correrme un poco de ese sentimiento empecé a ver que ahí también podía haber algo que me conmoviera. 

–La película tiene un nivel donde transcurre el drama, pero hay una segunda parte en la que usted interviene sobre la acción interpretando una serie de textos en off. ¿Por qué necesitó introducir una marca personal tan fuerte?

–Me parecía que había cierta parquedad en ese personaje que me permitía, a partir de su voz, pensar otros asuntos que tienen que ver con la película. Una suerte de ensayo que por momentos toma la primera persona, pero que en otros sale de ella. Sentí que era un gesto de honestidad tomar la voz de la película, que fuera evidente que se trata de una voz externa. Pero siempre trabajando con Gaspar y con Fernando, el actor que interpreta a su maestro, y ambos sentían que compartían muchas de las experiencias de las cuales habla esa voz. Otras son impresiones mías sobre ciertos asuntos.

–Ideas que exceden al malambo y lo anecdótico del relato mismo...

–Tienen que ver con esas zonas espinosas que también son parte de uno, como ser humano. Preguntas que me hago sobre vivir, sobre la plenitud o lo que fuese. También creo que esa voz narra el camino de un héroe modesto, un elemento que señala una pequeña épica. Me gustaba la idea de una película épica pero al mismo tiempo de una enorme sencillez. 

–Tanto la voz en off como la presencia del actor transformista Nubecita Vargas, que interpreta al compañero de cuarto del protagonista, parecen dar cuenta de la mirada que usted tiene, o tenía, respecto del malambo.

–Son los lugares desde donde miro y puedo dialogar con ternura con algo que a priori yo no percibía que pudiera tener ternura alguna, pero que la tiene. Porque cuando hablás con Gaspar te encontrás con que, detrás de esa pose física que tienen los malambistas, hay un tipo vulnerado  mucho más tierno de lo que el armazón gauchesco propone. Pero mi forma de dialogar con esa ternura es a través del personaje de Nubecita y de mi voz. Elementos que me permiten avanzar de otra forma sobre cierta iconografía nacional con la que no me había metido si no de manera tangencial. 

–Algo que introduce la voz en off y que a partir de ella es posible trasladar al resto de la película es el trabajo sobre lo religioso, sobre ciertas fábulas del cristianismo que es una constante en buena parte de tu filmografía. 

–El personaje se pregunta hasta donde uno es bueno si odia o si algo de la bondad se pierde en esa zona. Tengo una formación católica de la cual me desprendí… pero, en el fondo, del cristianismo uno no se desprende del todo. No soy practicante pero sigo adhiriendo a ciertos valores más tiernos del cristianismo, que no son los que tienen que ver con el dogma ni con la religión. Heinrich Böll hablaba de una teología de la ternura y de ciertos valores del cristianismo primitivo, como compartir o curar heridas a través de actos amorosos, que se han perdido en pos de dogmas y de la fatalidad de lo que es hoy la Iglesia. Pero hay algo que en principio tuvo que ver con la comunidad, con acercarse y entender al otro, que era parte del cristianismo. Hay algo de esa fe muy primitiva y muy simple que a mí me sigue conmoviendo o a la cual le sigo preguntando cosas, quizá porque ya es parte de mí a nivel inconsciente. Pero me estoy metiendo en un berenjenal ...(risas)

–No, para nada.

–Me parece que, con lo que cuesta y con el tiempo que lleva, si al hacer una película no tengo un gesto amoroso hacia ella o hacia los personajes, si no me aproximo a lo otro, a lo diferente, de una manera piadosa, entonces no la tengo que hacer. Pero no me parece que se trate de un acto evangelizador, sino de hacerme ciertas preguntas de la manera en que me las puedo hacer. Indudablemente lo sacro está presente, porque creo que el cine con lo difícil y con lo que cuesta hacerlo no puede ser banal. Tal vez eso que busco no me sale, o me sale fallado, pero creo que el hacer cine debe contener el intento de lo sacro, tener zonas vinculadas a lo sacro.

–Pero, más directamente, la figura de Gaspar puede ser vista como una encarnación de Cristo: un tipo marcado por el dolor, que carga incluso con ciertos estigmas y que de algún modo busca resucitar a través del malambo.

–Bueno, ahora que me lo decís lo pienso por primera vez y sí, me parece obvio. Lo que siempre supe es que hay algo que me pasa con la figura de la bailarina o el bailarín, porque cuando los veo bailar veo un cuerpo puesto en sacrificio. Lo que me conmueve de la danza es ese cuerpo entregado a otros, estallando en sus límites. Y me parece que Gaspar, de un modo menos sofisticado, más primitivo o rústico, lo da todo. Una entrega que se propone llegar a la extenuación. Ahora con otro grupo de gente estoy intentando trabajar sobre la figura de Santa Teresa de Ávila y sus éxtasis, y hay algo de eso. Una renuncia física por parte de un cuerpo que se entrega en pos del éxtasis, como ocurre con lo amoroso. Y para mí la danza, cuando llega a conmoverme, es porque consiguió mover algo en torno al sacrificio. Y quizás Cristo fue el primer bailarín (risas). 

–Si se la compara con otros trabajos suyos puede decirse que Malambo trabaja sobre conceptos estéticos más simples. ¿Qué rol juega la decisión de filmar en blanco y negro respecto de esa búsqueda de sencillez?

–Eso se relaciona con ciertos peligros que uno intuye cada vez que filma. Sentí que hacer una película sobre el entrenamiento de un malambista conllevaba, entre otros riesgos, la posibilidad de caer en el pintoresquismo, en el colorido latinoamericano que buscan ciertos festivales, y me pareció que el blanco y negro cortaba en seco con eso. En particular este tipo de blanco y negro, que tiene algo ascético que le da a las imágenes una belleza tosca. También trabajamos con planos fijos y la combinación de ambas cosas genera una sensación cercana al despojo.