Como una piedra, símbolo del ser, de la cohesión y la comunidad consigo mismo, el  cuerpo desnudo de una mujer se apoya en el suelo y despliega resistencia en la quietud; escultura del movimiento esencial y música petrificada que suena. Laura Aguilar es la autora de la foto, y la dueña del cuerpo. No hay límites entre ese cuerpo y el paisaje natural. La raya de su cola es la misma raya que tiene la piedra que está más adelante, y la de la otra más grande, también. Simetría de las formas. La fotógrafa modelo -heredera de sangre mexicana y de sangre irlandesa- nació San Gabriel, California, con dislexia auditiva. La escuela no ayudó mucho y fue muy difícil aprender a leer, ya lo había sido poder hablar, y socializar. Pero un día llegó a la isla de Laura su hermano con una cámara y los años insulares ganaron tierra y se convirtieron en imágenes continentales, “lo mejor en mi vida es mi hermano, él me salvó la vida (...) mi fotografía, siempre me brindó la oportunidad de abrirme y ver el mundo que me rodea y, sobre todo, me hace mirar hacia adentro”. 

Más de cincuenta exposiciones (con una entrada emergente en Venecia), su retrospectiva Show and Tell (el trabajo de tres décadas a través de más de cien obras) y el título de “pionera fotógrafa chicana queer” hablaban de ella en inglés y en español y siguen hablando ahora cuando ya no está. Murió el 25 de abril en Long Beach, diabetes e insuficiencia renal fueron los nombres de la causa final. 

Su tríptico de los años noventa, Three Eagles Flying, la muestra desnuda en el panel central con las manos atadas con una soga que le recorre el cuerpo y se enrosca en su cuello estrangulándola; una bandera de Estados Unidos le cubre el cuerpo desde la cintura y una de México, el águila es cara, toda la cabeza. Es una mujer chicana, una de muchas, atrapada en ajena tierra propia. Unos años antes había presentado una serie de fotos de mujeres, “Latina Lesbians”, que sonreían y miraban directamente a la cámara mostrando y contando quiénes eran: “Eres lo que te identificas (...) no me siento cómoda con la palabra lesbiana, pero a medida que pasan los días me siento cada vez más cómoda con la palabra Laura”, los relatos de identidad aparecían escritos en un papel blanco debajo de cada foto. A fines de los ochenta y principios de los noventa las modelos de Laura (en su mayoría lesbianas de clase trabajadora de la zona este de Los Ángeles) capturaban el espíritu de los márgenes y lo volvían voz de parlante. Un trabajo personal que el establishment señaló como “anómalo” porque así de “anómalo” veía y ve a Laura, a las comunidades y a los cuerpos que ella fotografió cuando iba por ahí buscando su identidad y el sonido de las lenguas que no podía pronunciar. 

Mirarla desnuda recostada en un sillón –tomando lo que ese vaso tenga y frente a un ventilador– tan gorda como nunca podía haberlo sido para que la belleza estandarizada le haga un click, es mucho más inspirador que el estado de interrogación estético del que hablan los cuestionadxs cuando hablan de curvas bellas mientras borran los pliegues de la piel que cae. Un cuerpo en viaje, un trayecto entre el amor alegre y la depresión, una narración que no conoce linealidad alguna cuando la aceptación tarda aunque se la busque inspirada en el reflejo luminoso de un cráter vuelto charco. Mientras Laura se mira, aquel presagio del mitraísmo (que excluía a las mujeres de los misterios de Mitra) se cumplirá al revés y no será el alma quien atraviese las siete esferas celestiales, será su cuerpo.