Los muertos hablan, a través de sus epitafios, de los fracasos y las ambiciones, de la mentira y el egoísmo, del sentido de la vida y la muerte, del sacrificio y el fanatismo, del poder y la ignorancia. “En mi losa grabaron las palabras:/ ‘Su vida fue apacible, y los elementos se combinaron en él de forma tal/ que la naturaleza podría alzarse y decir al mundo entero:/ este fue un hombre’./ Los que me conocieron sonríen/ al leer esta retórica vacía./ Mi epitafio debió ser:/ ‘La vida no fue benévola con él/ y los elementos se combinaron en él de forma tal/ que le hizo la guerra/ y en ella fue muerto’./ ¡En vida no me pude defender de las lenguas oprobiosas,/ y ahora que estoy muerto debo someterme a un epitafio/ grabado por un tonto!”. Spoon River, de Edgar Lee Masters (1868-1950), versión completa con 244 epitafios de muertos imaginarios en un cementerio inexistente de un pueblo de Illinois –donde se crió el poeta, biógrafo y dramaturgo estadounidense– se publica por primera vez en el país, traducida por el poeta argentino Gerardo Gambolini, en Ediciones En Danza.

Cada poema, cada historia, podría ser leída como una suerte de “venganza” póstuma. Aunque una de las voces, la de Robert Fulton Tanner, aclara que “uno nunca se puede vengar del ogro monstruoso que es la Vida”. En el prólogo, Gambolini revela que halló “un intenso placer en estar necesariamente atento frente a la recreación de un pequeño universo en el que va desfilando, hilvanada por la muerte, una galería de voces que componen un notable repertorio de conductas humanas nobles y viles, gozosas y torturadas, sumisas y libres, piadosas, indiferentes, desesperadas”. Spoon River, publicado en 1915, vendió 19 ediciones en aquel año, un auténtico best seller de la poesía norteamericana que en 1940 sumaba 70 ediciones. Cada poema lleva por título el nombre de una persona y parece un resumen biográfico narrado en primera persona. Por ejemplo, en el de “Amanda Barker” se lee lo siguiente: “Henry me embarazó/ sabiendo que yo no podía dar a luz una vida/ sin perder la propia./ Por eso crucé los portales del polvo en mi juventud./ Viajero, en el pueblo donde viví/ creen que Henry me amó con amor de esposo./ Pero yo proclamo desde el polvo/ que él me mató para satisfacer su odio”. 

Masters demuele con ironía feroz la idea de que la muerte es igualadora, que logra astillar las diferencias de clases hasta despedazarlas. Quizá lo que desmonta, con la saña de quien reniega de ciertos valores cristalizados en el imaginario cultural estadounidense, es el mito del “sueño americano”. ¿Qué pasa con las criaturas que no prosperan, que no tienen éxito, que fracasan y se pierden, cuya movilidad social más que ascendente es descendente, hacia los bajos fondos? El azar juega sus cartas y a veces el pobre diablo encuentra una mejor tumba que el letrado. “Díganme, ¿cómo es que yo,/ que era el más erudito de los abogados,/ que conocía a Blackstone y a Coke/ casi de memoria, que pronuncié el discurso más extraordinario/ jamás oído en el tribunal, y que escribí un alegato/ elogiado por el juez Breese,/ díganme, cómo es que yo/ yazgo aquí sin una placa, olvidado,/ mientras que Chase Henry, el borracho del pueblo,/ tiene una losa de mármol rematada por una urna/ en la que la Naturaleza, con irónico humor,/ ha sembrado maleza floreciente?”. 

Lo que volvió popular la Antología Spoon River fue la excitación del reconocimiento de los pobladores de Lewistown, donde había crecido el escritor, a quien se referían como “ese canalla de Masters”. “Aunque los nombres eran ficticios, todo el mundo en el pueblo sabía de quién estaba hablando”, plantea John Hallwas, profesor de la Universidad de Illinois. “Por esa razón, el libro fue prohibido en las escuelas y bibliotecas del área”. Ezra Pound celebró la aparición de la Antología: “Por fin el Oeste americano ha producido un poeta suficientemente fuerte para soportar el clima, capaz de abordar la vida directamente, sin circunloquios, sin frases resonantes que  no significan nada. Listo para decir lo que tiene que decir, y callarse  cuando lo ha dicho”. Hay un solo nombre que no es inventado: Anne Rutledge, la novia de Abraham Lincoln, cuyo epitafio literario se encarnó en la realidad: la lápida de la verdadera Rutledge lleva en relieve el poema de Masters, cuyos versos finales dicen: “Yo soy Anne Rutledge, durmiendo bajo estas malezas,/ amada en vida por Abraham Lincoln,/ casada con él, no por la unión/ sino por la separación./ ¡Florece por siempre, oh República,/ desde el polvo de mi alma!”.

No fue fácil la vida para Masters, que vivió sus últimos años recluido en el Hotel Chelsea, gracias a la ayuda de amigos que lo asistieron; es como si nunca hubiera podido superar el éxito de Spoon River. A mediados de los años 20 abandonó la profesión de abogado en Chicago, se radicó en Nueva York y lo que escribió y publicó no tuvo trascendencia ni reconocimiento. Ni siquiera con la secuela The New Spoon River, con la que amplió los muertos que hablan a unos 600, logró repetir el éxito. Masters puede ser pensado como el escritor de un one hit wonder. Mucho antes que William Faulkner creara su Yoknapaatawpha, que Gabriel García Márquez imaginara su Macondo y que Juan Carlos Onetti colocara las primeras piedras de Santa María, Spoon River fue la precursora del concepto de “territorio ficcional”. Masters se adelantó a todos, aunque lo hayan olvidado. Tal vez ya no tenga importancia porque, como el verso del primer poema de la Antología, “todos están durmiendo en la colina”.