"Honda es nuestra pobre vida en comparación, y benditos/ nuestro violín, nuestra fiebre de Afghanistan,/ nuestra deliberada morfina". (Recuerdos del Doctor Watson.) El arte de narrar. Juan José Saer.

No sé cómo son los dispositivos de los "Smart TV" pero creo que serán todos iguales, con dos botones que resaltan entre otros tantos -cuarenta y nueve según acabo de contar- igual que ventanas maravillosas. El botón "Netflix" es quizá el más usado. El otro, el "You Tube", ocupa un lugar semejante al de los álbumes de fotografías viejas que nos daban a ver los días de lluvia para entretenernos. Esa falta de novedad es la que me interesa, y entre tantos programas no‑novedosos, la serie de películas de Sherlock Holmes protagonizada por Basil Rathbone y Nigel Bruce en la década del cuarenta del siglo veinte.

Una primera digresión: puestos a mirar, quién pudiera gozar de las ventanas reales, zona límite entre el afuera y el adentro como enseñó vivamente Gastón Bachelard. En la competencia con las digitales, saldrían ganando por escándalo. Pero la invitación a frecuentar esta "abertura" virtual habrá que fundarla, alentando al lector a dejarse llevar por ciertos pormenores de otra época cuyo "progreso" es improbable si de arte se trata. Se evitarán, entonces, los dilemas y debates sobre las nuevas plataformas. La cuestión es asomarse un poco a esos antiguos prodigios del cine para encontrar lo que ya no se ve en la actualidad.

 

Ventajas del pasado

Todo el pasado del cine (que no es tan grande) abarca y contiene una  importante densidad creativa. Mucho más de la que podemos creer al encerrarnos en los productos modernos. El pasado permite comparar. Difícil saber, por ejemplo, cuál es el mejor Sherlock Holmes de la historia sin haber visto a Basil Rathbone.

La vista de los "clásicos" anula el tan temido infierno del spoiler. Todo el mundo sabe que el gran Sherlock Holmes mata al perro de los Baskerville y que no ha perecido en las cataratas de Reichenbach (por más que así lo crea hasta su propio rival, el profesor Moriarty) porque -por suerte para la literatura- Conan Doyle se vio obligado a resucitarlo en la aventura de La casa vacía.

Tampoco existe la angustia de las "temporadas". Las películas clásicas son como los juguetes para los niños: cristalizan el tiempo recogiendo un pasado hecho de historias y mitos fundacionales, se instalan por debajo de la nueva representación y se mantienen iguales a sí mismas. Paradójicamente, cuando volvemos a ellas, siempre encontramos elementos nuevos. En tal sentido, carece de importancia hablar de "temporadas". La gran temporada de estas películas está por suceder.

 

Las palabras y las cosas. (El blanco y el negro.)

Como todo personaje de ficción, Sherlock Holmes no es más que un fantasma hecho de palabras. ¿Cómo se hace real a un fantasma?  Una forma es la iluminación de claroscuro. La luz lateral remarcando el contorno de un rostro como lo han demostrado Caravaggio o Rembrandt en la pintura, funciona para generar tensión y dramatismo. El juego de las luces y las sombras, los ángulos bajos y la cámara en movimiento, son las bases de ese "realismo" cinematográfico de la década del cuarenta que alcanza su mayor esplendor con el llamado "cine negro".

El Londres victoriano está hecho de un tiempo que ha quedado fijo en la bruma, en la niebla, en los muelles. No es extraño que predomine la grisalla del humo. Humo afuera y humo de tabaco adentro. Los dos fumadores más famosos de la literatura son Watson y Holmes. Una poética que nos trae el encuentro del aire con el fuego (¡otra vez Bachelard!).

Cuando el cine traduce en imágenes lo que "lee" en la novela original se impone con toda su fuerza la apariencia de los objetos "al modo de la escuela objetivista o nouveau roman" con las significaciones que se han recogido a través de las lecturas. Infinidad de películas y series han mostrado a Sherlock Holmes a lo largo de las décadas del cincuenta, sesenta y hasta nuestros días, pero ninguna se ha detenido tanto en la fidelidad al detalle de los objetos que apoyan la trama. La pipa -negra y un poco gastada- que describe el cronista doctor Watson y no esas calabazas con que suele dibujarse a Holmes, la desordenada mesa de trabajo, el sillón donde se sentaba a tocar el violín Stradivarius, el interior de las "habitaciones" mismas del 221 B de Baker Street, todo está perfectamente recreado en esas viejas producciones.

Aún cuando por imposición del momento (segunda guerra mundial) algunos capítulos se desvían en la licencia de colocar a Holmes como un contemporáneo agente británico, la fidelidad al lugar entendido desde el punto de vista de la narrativa, resulta un placer que confirma nuestro deseo de lectores.

Una última nota al pie: nos hemos preguntado por la marca de esas pipas que Basil Ratbhone usó en el rodaje. Parece que provenían de una tienda "inglesa" establecida en Hollywood y en su gran mayoría eran Dunhill o Mertonian. Su dueño, un tal Dudleigh Richardson, habría enseñado el arte de fumar a los grandes actores de la época y por supuesto, a Basil Rathbone.

Al resumir las características del cine clásico notamos una marcha a contrapelo de los ritmos de la actualidad y de la moda. Una propuesta a destiempo que requiere un mínimo de tolerancia: relegar el presente e imaginar contextos que pueden parecer más ingenuos o menos dinámicos en tanto y en cuanto se ponga el acento solo en el formato o en la técnica.

Como dice Antonio Muñoz Molina hablando de la pintura: "hace falta eludir tres rasgos fundamentales del arte de nuestra época: la ironía forzada, la distancia emocional y el desdén hacia los fundamentos artesanales del oficio". Si el lector pudiera con ello, encontraría otra forma de ser feliz con el segundo botón "inteligente". Después de todo, para saber cuál de esos dos botones será más anacrónico, tendremos que esperar a que pase el tiempo.