Hay milagros que son una bendición y otros que resultan una patada al hígado. El arresto de Augusto Pinochet el 16 de octubre de 1998 en Londres, que solicitó el juez español Baltasar Garzón, pertenece a la primera clase. En las fotos de la época, la prensa conservadora británica resaltaba la figura del dulce anciano, postrado en silla de ruedas, objeto de una siniestra persecución. La patada al hígado vino en marzo del 2000 cuando el gobierno británico ordenó su liberación luego que un panel médico dictaminara que el pobre abuelo no estaba en condiciones de afrontar un juicio. El 3 de marzo llegó en un avión de la fuerza área chilena a Santiago donde se operó el milagro de Lázaro: el pobre anciano se levantó de su silla de ruedas y saludó a sus seguidores como un héroe. Pero los casi 17 meses de arresto domiciliario en Londres no habían pasado en vano. La coraza de intocable pactada para el regreso a la democracia había sido perforada. Ese mismo mayo la Justicia chilena empezó a investigarlo por el caso de la Caravana de la muerte. En los años siguientes hubo fallos a favor y en contra, nuevas apelaciones a la senilidad, pero en noviembre de 2006, fue puesto bajo arresto domiciliario. Para ese entonces del héroe no quedaba ni el aura de probidad: en la justicia estaba muy avanzada una causa en su contra por lavado de dinero, fraude y evasión fiscal, millones de dólares en activos offshore. Cuando murió en diciembre de 2006, muy pocos se atrevieron a reivindicarlo. El ostracismo había comenzado en octubre de 1998 con aquel milagro terrenal: el pedido de arresto internacional solicitado por el juez español Baltasar Garzón.