Desde Río de Janeiro

Faltando poco para las ocho de la noche de ayer, el general Sergio Etchegoyen, quien comanda a la vez el Gabinete de Seguridad Institucional y las acciones relacionadas a la crisis que sacude y paraliza el país, aseguró: “Las situaciones prioritarias están normalizadas”.     

Habría que preguntar al señor general qué es lo que entiende por “prioritarias” y por “normalizadas”. Porque cinco minutos antes de su declaración, la última gasolinera que todavía funcionaba en Curitiba, capital del estado de Paraná, había apagado sus luces por falta de combustible. Y una hora antes, la compañía aérea Latam enviaba a Brasilia un Boeing cargado de combustible para abastecer sus aviones que, sin tener cómo despegar, adormecían en el aeropuerto.

A aquellas alturas de la noche de ayer, había al menos 566 carreteras bloqueadas en todo el país. Se registraban colapsos en los más inimaginables sectores de la vida: productores de leche, por ejemplo, seguían ordeñando sus vacas y echando la leche al pasto; criadores de pollos y gallinas veían como crecía la amenaza de que millones de aves muriesen por desnutrición; hubo escenas escalofriantes, de puro canibalismo entre gallinas hambrientas; las calles de Rio de Janeiro tenían el aspecto de territorio abandonado. 

En las grandes ciudades brasileñas faltaba de todo, desde dinero en cajeros electrónicos a bombonas de oxígeno en los hospitales. ¿Cuáles serían, pues, las ‘situaciones prioritarias’?   

Es verdad que, desde el amanecer de ayer, las fuerzas de seguridad lograron romper bloqueos en determinados puntos del mapa y hacer circular camiones cargados de combustibles, cuyo destino eran aeropuertos, hospitales y policías locales y el ejército, indicando que siquiera las fuerzas de seguridad contaban con qué moverse. 

A estas alturas del caos, en que nadie sabe cuáles serán las consecuencias de la crisis en el escenario económico y mucho menos en el panorama político, y en la que ya no se trata de intentar saber cómo será el futuro a mediano plazo sino en el próximo miércoles, la gran pregunta es esa: ¿Cómo se llegó a tal punto?

Desde enero el gobierno de Michel Temer recibía señales de inquietud de parte de los transportistas, desde las patronales, que significan 70% del millón de camiones responsables por el transporte de 67% de la carga que circula en Brasil, hasta los autónomos.

A fines de abril, tales señales se hicieron más contundentes. Comunicados de la patronal enviados al despacho presidencial decían que o se aceptaba negociar desde exenciones fiscales hasta la baja de los precios de combustibles, o podrían “surgir problemas”.

Una semana antes del paro-lockout que estalló el pasado lunes, los autónomos enviaron a Temer una carta dura, contundente, agresiva. Una carta que, en tiempos de gobierno legítimo, sería devuelta por la insolencia.

¿Qué hicieron Temer y sus secuaces? Nada. Puro silencio. Hay dos hipótesis para semejante reacción.

La primera: al silenciar frente a una amenaza dura e insolente, los cómplices del presidente ilegítimo y usurpador –perdón: los asesores directos del presidente– abrían espacio para que se llegara al caos a que se llegó. Y, en ese panorama, se instalaría una crisis de proporciones alarmantes en el país, un escenario de convulsión social, justificativa sólida para postergar las elecciones previstas para octubre, y para las cuales los que se adueñaron del poder no disponen de ningún nombre mínimamente viable.

Postergar las elecciones presidenciales sería la salida para que se descubriese un nombre capaz de disputar en condiciones competitivas y asegurar los intereses del gran capital y de las multinacionales que succionan el país. La segunda hipótesis: tan preocupados con mantenerse en el poder –hay una tercera denuncia que, caso que sea presentada y llevada al Congreso, podrá significar el alejamiento de Temer de la presidencia–, nadie de su núcleo duro, es, decir, sus cómplices más estrechos, se dio cuenta de lo que podría ocurrir. Y ahora no tienen idea qué hacer.

En realidad, hay una tercera hipótesis: embriagados de poder, Temer y sus bucaneros más cercanos hicieron más y más ancha su distancia de la realidad, creyendo en sus propias fantasías.

Sea como sea, hay una realidad: el país está convulsionado, a raíz de un solo punto: la entrega del petróleo a los gananciosos intereses externos. 

Nadie o casi nadie se acuerda que desde la llegada de los saqueadores al poder, el petróleo refinado en Brasil bajó casi un 30 por ciento. Lo que significa que aumentaron las exportaciones de crudo y las importaciones de los refinados, incluyendo el gasoil de los camioneros. Y que de esas importaciones, casi la mitad viene de los Estados Unidos.

Ese es uno de los riesgos que se corre: ignorar que el plan que se expande por toda América Latina, bajo el manto de golpes y elecciones conducidas por los medios hegemónicos de comunicación, no tiene otro objetivo que liquidar cualquier resquicio de soberanía nacional y de defensa de los ninguneados de siempre.

Temer no es más que una figura ridícula, un microbio ético en ese escenario. Pero que causa un daño que tardará años y años en ser corregido.