“La inocencia que comúnmente se atribuye a los niños parece llegar a su máxima expresión en el caso de niños indígenas, imaginados aún más naturales, ingenuos, puros y desvalidos que los demás, aislados en sus ancestrales comunidades, donde no conocen los beneficios ni los perjuicios de la vida moderna”. La antropóloga Andrea Szulc desarma a lo largo de su investigación La niñez mapuche. Sentidos de pertenencia en tensión (Editorial Biblos) realizada en la provincia de Neuquén, algunos de los mitos en torno a la niñez en esas comunidades, con una mirada aguda que parte de no dar nada por sentado. Propone así repensar nuestras propias infancias occidentales, al vernos “en ese juego de espejos donde uno viendo al otro empieza a poder ver con mayor profundidad y a detectar y hacer más visible las propias formas de hacer y a desnaturalizarlas”.

–¿Cómo llegó a Neuquén?

–Porque estaba por empezar mi doctorado y conocí un grupo de educadoras y educadores mapuches y me invitaron a viajar allá a una ceremonia. Yo ya venía trabajando el tema de niñez: niños trabajadores en una zona del conurbano. Pero me interesaba ver qué pasaba con la niñez en la población indígena, si había otra manera de pensar qué es un niño, qué le corresponde hacer, qué no, qué actividades son las cotidianas, como se cría, como se cuida a un niño. Desde la antropología, partía ya de la premisa de que eso es algo cultural y no está dado, que se construye de distintas maneras. Así como históricamente va cambiando en nuestra sociedad –las abuelas dicen “no, antes los acostábamos boca abajo, ahora boca arriba”– en otras sociedades también es diferente y también va cambiando. Y va cambiando en relación también con esos vínculos interétnicos… Con la atención primaria de la salud que baja línea, el sistema educativo, los medios de comunicación y lo que es la sociedad de consumo en nuestro contexto que también incide.

–¿Cuándo comenzó la investigación?

–El primer viaje fue en junio de 2001 y el último, ahora, en octubre. En distintas comunidades porque también quería tratar de construir un panorama, qué pasa en las ciudades, qué pasa en las comunidades, hay algunas muy antiguas de apenas cuando se terminó la “conquista del desierto” y comunidades muy nuevitas conformadas hace una década. En ese primer viaje fue muy interesante ver en una de estas comunidades más nuevas en términos formales –porque la gente está ahí desde hace cuatro generaciones, desde que los corrieron de La Pampa–, una serie de fenómenos novedosos que tenían que ver con retomar ceremonias, retomar la lengua y pasar esos ancianos a tener otro lugar y pasar los niños a tener otro lugar. Incluso en esa comunidad el año anterior se había recuperado un ritual que hacía dos o tres generaciones no se hacía que es un rito de iniciación de las niñas prepúberes, entre los 11 y 13 años, en el que se les colocan unos aros y pasan a tener otro rol (pequeñas mujeres) con otra participación en las tomas de las decisiones. Entonces, me interesaba ver cómo las niñas lo recibían, lo reelaboraban. Eso me llamó la atención.

–Me impresionó en el libro la foto de la nena tan chiquita arriba de un carro y cómo pone al lector a pensar qué le provoca.

–Al estar ahí quince días, conviviendo, al compartir el día a día podía ver también ese tipo de cosas: la nena subida a la carretilla, o la manera de circular de los niños con un alto grado de autonomía desde muy pequeñitos, que era muy llamativo para mí viniendo de una familia de clase media urbana, con bastante sobreprotección y una manera de entender al niño con el sentido común de Occidente que requiere de un cuidado y de una supervisión permanente, donde casi todo es un peligro o el niño es un peligro también para romper objetos valiosos. Bueno, acá nada era así.

–¿Desde los tres años ceban mate y manejan fuego?

–Los ceban a su manera, con mucha azúcar y tibiecito. Ponen la pavita o la sacan del mechero y ceban mate y reciben las visitas y las saludan. Eso es bastante llamativo porque hay un acento puesto también en la sociabilidad, en respetar... Las comunidades mapuches son famosas por recibir muy ceremoniosamente a las visitas y uno lo ve en los niños.

–¿Cómo se lee esa mayor autonomía? ¿Los chicos son tratados como adultos en términos occidentales? ¿O siguen siendo niños pero pueden hacer más cosas de las que nosotros acostumbramos?

–Se podría interpretar como que entonces no son niños. Pero no es así. Porque lo que ocurre, que nosotros tenemos el desafío de entender, es que son niños pero de otra manera. Con más autonomía. Con capacidad de tomar ciertas decisiones, como que si no quieren ir a la escuela no ir. En determinados momentos, en determinados días, pueden definir eso.

O como ir o no ir a un colegio internado de los salesianos, que hay varios en la zona. Y en esas decisiones los niños tienen un lugar importante. Incluso por ejemplo el caso de iniciación de los varones –que también lo recuperaron pero en 2003–, en un momento, en ese marco ceremonial, el niño recibe el nombre de un laku, literalmente es su abuelo paterno pero puede ser otra persona, puede ser un líder de una comunidad vecina, puede ser alguien que va a tener una función de proteger o de guiar a esa persona. O recibe un nombre que puede tener más que ver con la persona. Hay en el nombre un valor cultural de que tiene que expresar la característica de la persona. Entonces si no se adecua el nombre a lo que la persona fue deviniendo, se le puede cambiar y el niño lo puede decidir a los 11 años. Entonces, por un lado hay como un margen de autonomía. Siempre hablo de un margen porque la autonomía nunca es total. A veces pasa también que hay una fascinación con la autonomía y pareciera que es indeterminado...

–¿Por parte de quién la fascinación?

–Nuestra. Esas nuevas ideas acerca de la crianza, como dejarlo ser. Entonces, digo que puede haber como una lectura incorrecta de pensar esa autonomía como ausencia de toda determinación y de todo condicionamiento y esto no es así. El problema es si se quedan solo con eso, entonces pareciera que el niño es un sujeto todopoderoso. Cuando en realidad los adultos tampoco lo somos, estamos sometidos a condicionamientos, limitaciones de acuerdo a nuestro lugar en la estructura social y a muchas cuestiones como la cuestión de género, etaria, generacional...

–¿Y qué pasa cuando van a la escuela no mapuche? En el libro cuenta que algunas docentes dicen que son muy sumisos, por un lado, pero también los cuestionan cuando tienen ciertas actitudes de rebelarse.

–Que los niños sean capaces y que tengan cierto margen de autonomía mayor no significa que estén indeterminados. Hay reglas que tienen que seguir: tienen que respetar a los adultos, tienen que ser ceremoniosos al recibir a las visitas... son pautas. Tenemos el desafío de pensar la complejidad, de pensar que en esta niñez encontramos autonomía pero también encontramos respeto en el sentido de responsabilidad y obediencia, quizás más que sumisión, en el sentido de hacerse cargo de lo que les toca por ser parte de una sociedad que se rige por esas pautas. Entonces, en la escuela aparecen distintos aspectos de la niñez mapuche. Esto de ser muy callados u obedientes no tiene que atribuirse a que como son mapuches, los mapuches son así, no, son niños mapuches dentro de una institución no mapuche que los mira y los trata de cierta manera. En todas las entrevistas que realicé, la escuela es un espacio ajeno, hostil, en el que incluso cuento en el libro que muchas veces el niño mayor de una familia que cumple seis no entra a primer grado hasta que el que le sigue también cumpla seis, para ir juntos.

–Se tienen que proteger.

–Es que hay muchos sinsabores en la vida escolar. Para todo niño la injusticia es algo que experimentamos en un momento u otro, lo veo con mis hijos. Pero cuando hay una diversidad que es desigualdad porque esa población fue sometida militarmente, fue relegada a los estratos más bajos de la sociedad, a las áreas más inhóspitas, eso que pareciera parte del pasado, sigue jugando en el presente. Esa subordinación no se ha revertido ni mucho menos. Entonces uno tiene que entender la experiencia escolar del niño como también modelada por esas relaciones interétnicas que distintas generaciones han venido forjando. Entonces aparece esta obediencia y el estar calladitos; y por momentos en algunos casos aparecen algunas pequeñas batallas, por ejemplo en cuanto a usar el guardapolvo, a sacarse el sombrero frente a la bandera. Hay quejas de los directivos: “no se quieren sacar el sombrero cuando hay que cantar el himno”. O cuestiones más relevantes en relación con discutir contenidos escolares que presentan cierto estereotipo en relación a la población indígena, entonces aparece lo contestatario. Esto ocurre en algunos niños mapuches. Hay situaciones muy diversas, muy heterogéneas en la provincia de Neuquén.

Lo que sí señalo como relevante es la repuesta que da la institución. Por un lado, critica que no participan en clase como se esperaría y, por el otro lado, si participan, si presentan algún cuestionamiento por ejemplo a que la maestra diga “llegó Colón, nos descubrieron” o alguna cosa por el estilo, eso también es censurado. En esa censura hay por un lado la idea de “¿qué pasó? ¿quién estropeó a ese niño? ¿quién le metió eso en la cabeza?” como si eso no fuera propio de los niños, y mucho menos de un niño indígena que se supone que es calladito...

–La idea de la pureza de la niñez, que en Occidente está presente también…

–Es algo que tiene que ver con cuestiones centrales de cómo se construyó nuestra noción hegemónica de infancia que tiene que ver con esa inocencia, esa pureza, a la que aportaron mucho teorías del desarrollo, por ejemplo; a mí siempre me interesó poder problematizar eso. Por eso problematicé el trabajo infantil: ¿qué pasa si un niño trabaja? ¿Es un niño, un trabajador? El sentido común no pudiendo procesar cosas que se piensan como excluyentes. En este caso también entra en juego algo de eso, en pensar que no es propio de la niñez rebelarse de esa manera, contradecir al adulto, y menos del niño indígena, que se lo tiene como más ingenuo todavía, como no contaminado con los vicios de la sociedad moderna.

–¿Qué políticas públicas faltan?

–La población mapuche tiene organizaciones con un recorrido muy interesante, con un grado de reflexión, de pensar y repensar qué hacemos, cómo lo hacemos, por qué lo hacemos. En todo caso, lo interesante sería que los escucharan más. Porque ellos tienen planes interesantes, por ejemplo, de cómo debería ser la educación autónoma mapuche. Por ejemplo, hay talleres donde se trabaja cómo está conformado el cosmos y cómo debemos comportarnos en relación con cada una de sus fuerzas. También el aprendizaje de ciertas frases, palabras, poder tener competencias lingüísticas en el idioma propio, el mapuzugun. Entonces en término de política pública sería bueno que se acompañe más lo que las comunidades hacen. Pero más allá de las políticas puntuales que puedan desarrollarse en el área de salud, educación etc., está pendiente en casi todos los casos la problemática territorial, que es el problema de fondo y que al no resolverse, y agravarse, tiene un impacto perjudicial en la población mapuche, niños y adultos.

–¿De qué viven?

–En las zonas rurales generalmente tienen algunos animales. Pastoreo trashumante, en verano van a la cordillera y en invierno en las tierras de invernada. Tienen algunas pequeñas huertas quizás. Hacen mucha artesanía, tejidos en telar. En las ciudades tienen trabajos como repositor de supermercado, de ese tipo. Y al mismo tiempo van también haciendo sus artesanías y sus cosas y tratando de sostener la actividad cultural colectiva.

–¿Cómo es la cuestión de género en la crianza? ¿Qué diferencias encontró en relación a nuestra cultura?

–Hay un primer momento en la infancia temprana donde no hay diferencias, el bebé es bebé. El niño pequeño deambulador lo hace con la misma autonomía que la niña. Más adelante sí, a los cuatro años por ejemplo, los varoncitos empiezan a hacer algún mandado, a llevar un mensaje en las zonas rurales. Ahí progresivamente se van estableciendo ciertas rutinas y espacios para los varones y otros para las mujeres más ligados a la vida doméstica y a las aves de corral. En las zonas urbanas lo que pasa también es que hay una mirada reflexiva acerca de esto. Entonces no es tan así. Los varones cocinan. Hay chicos de entre 20 y 30 años que veo que tienen otra mirada.

–En eso es bastante parecido a lo que ocurre acá, en algunas cuestiones las nuevas generaciones son más abiertas, no encasillan tanto...

–Incluso ellos dicen que no es tradicional mapuche la diferencia entre varones y mujeres, sino que es producto de la colonización, es la bajada de la Iglesia. Por ejemplo en las escuelas de Junín de los Andes está muy marcado, la de varones enseña electricidad, carpintería.... en la de mujeres hay talleres para hacer peluches y esas cosas. Pero una generación atrás, las mujeres que tiene 50 años cuentan que ellas se recibían de esa escuela, que es un posprimario, haciendo su vestido de novia. Y las alumnas indigentes, que las mapuches lo eran, hacían algo de ropita para los pobres con los retazos que dejaban las otras. Incluso los niños dicen cosas muy interesantes. Me decían “allá en la escuela, las chicas no son atrevidas”, como esa cosa del recato femenino. Las escuelas en general, y los internados religiosos más fuertemente aún, marcaron mucho esos roles de género. Y actores de otro tipo, por ejemplo, gente de ONG que lleva juguetes también. Qué llevan y cómo reparten. Una mujer con toda la buena voluntad del mundo repartía juguetes que les hacía sacar de la bolsa pero si una nena sacaba un auto se lo hacía poner de vuelta y le daba un muñeco y al revés lo mismo. Eso construye también. Después los niños se quejaban: “A mí me gustaba el auto”; o una niña que me dice “yo jugaba, hacía tortas de barro... y después fui a la escuela y me amansé”.

¿Qué se trae para su vida de todo esto? ¿Modifica cosas?

–Hay cosas que sí vas modificando. Sobre todo porque yo tuve mi primer hijo en 2006. Fui repensando cosas. Lo que pasa es que me observo, me registro, me doy cuenta de que estoy siendo sobre protectora o de que estoy haciendo algo que los mapuche no harían. A veces puedo hacer otra cosa y a veces no. A pesar de valorar muchísimo esa manera mapuche de cuidar a los niños, tampoco es que se puede trasladar eso sin ninguna adecuación de Neuquén a la Ciudad de Buenos Aires y dejar que el niño deambule libremente porque hay autos, por ejemplo. Pero sí, de eso se trata también la antropología, ese juego de espejos donde uno viendo al otro empieza a poder ver con mayor profundidad y a detectar y hacer más visible las propias formas de hacer y a desnaturalizarlas. O en la mirada cotidiana que veo cuando voy por la calle. Por ejemplo, en cómo subsiste una manera escolarizada de tratar al niño. Una vez en un micro había una mujer con un niño no indígena. El niño decía: “mamá, mamá, mirá el pato”. Y la mamá: “Muy bien, muy bien. ¿Y el pato qué es? Un ave acuática”. Como poner todo en el tamiz escolar del conocimiento hegemónico. Por qué no disfrutar del pato ¿no?

–¿Algo más que quiera decir?

–Yo también trabajo con gente que está en los institutos y en los consejos de derechos, en los juzgados, donde tienen cierto grado de poder sobre la trayectoria de algunos niños y elijo también esos espacios para poder incidir y tener alguna posible contribución desde la antropología a que esa persona pueda leer la realidad con la que se encuentra con un poco más de profundidad. Por ejemplo, me llegó una vez un caso de un juez que citaba a un chico con la madre para dar un aviso, como para retarlo un poco, porque al niño lo habían encontrado con un arma en una zona semiurbana, en el tercer cordón del conurbano. Estaba cazando para comer. Entonces se dispara toda una alarma: portación de arma, toda una cuestión y queda fuera de foco que estaba cazando para comer.  Busco entonces poder buscar la complejidad y el contexto... poder aportar desde la antropología a identificar mejor los problemas: ¿Tiene otra cosa que comer? ¿Hay que sacarle el arma? ¿El peligro es el arma o es algo más complejo?


¿Por qué Andrea Szulc?

Comprender lo diferente

“Cuando empecé a trabajar con niñez era un tema bastante inexplorado desde la antropología. Fue siempre más bien territorio de la psicología, educación, sociología, otras disciplinas que han hecho sus aportes pero también hay cuestiones que se les pasan por alto”, cuenta Andrea Szulc. Se refiere a todo lo que tiene que ver con el contexto más amplio, entendido como constitutivo también de los sujetos. “Por ejemplo en un contexto mapuche, que no es solo mapuche sino que es interétnico con muchos otros actores no mapuches, con relaciones de poder dispares. Y esto tal vez a otras disciplinas más centradas en el individuo o en el aprendizaje, todo esto le queda un poco desdibujado”. Así lo explica esta doctora en Antropología dedicada a la investigación etnográfica con niños y adultos mapuche desde 2000.  

Szulc habla con voz suave y un tono cansino que pareciera ser el rodeo necesario para hallar siempre la forma precisa de responder a lo que se le pregunta: dando con la palabra justa o la historia concreta para lograr transmitir eso que los niños mapuches hacen o lo que parte de esa comunidad piensa. Es investigadora adjunta del Conicet y su lugar de trabajo es el Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras. Más específicamente, trabaja en la sección Etnología del Instituto. 

A la luz de lo ocurrido en los últimos días en torno al conflicto en el Conicet, y la difamación que varios investigadores de Ciencias Sociales sufrieron en las redes, Szulc se preocupa en explicar para qué sirve lo que ella hace: “La investigación que vengo realizando aporta a una comprensión más profunda de la niñez, y de la niñez mapuche en particular, y ha sido muy bien recibida por diversos actores de la provincia del Neuquén, desde maestras jardineras, a funcionarios del área de defensa de los derechos del niño. Comprender cómo el pueblo mapuche entiende a la niñez, y los conflictos que en torno a ella surgen por ejemplo, en el ámbito educativo, sanitario o religioso puede servir para desarrollar políticas más adecuadas y pertinentes, que avancen en el cumplimiento efectivo de los derechos ya reconocidos con rango constitucional a los niños y niñas, y a los pueblos indígenas, en una de las provincias con mayor proporción de población indígena del país”.

Szulc también es docente de grado y posgrado en el área de Antropología, Pueblos Indígenas y de Antropología y Niñez en la Universidad de Buenos Aires.

Publicó numerosos trabajos de su especialidad en libros y revistas científicas. Su libro La niñez mapuche. Sentidos de pertenencia en tensión fue editado por Editorial Biblos en 2015.