Benedict Cumberbatch es una superestrella global muy particular. Famoso gracias a la serie Sherlock, relectura actualizada (y desbordada) del Holmes de Conan Doyle, se mueve en su carrera con sobria inteligencia. En 2011 lo descubrió para Hollywood Steven Spielberg y fue uno de los protagonistas de la muy subvalorada Caballo de guerra. Y desde entonces, mientras su hiperactivo y sociópata Sherlock se convertía en un fenómeno internacional, cada uno de sus pasos fue un acierto de visibilidad y ampliación de público: proyectos de “prestigio” como Doce años de esclavitud (2013, sobre la vida de Solomon Northurp) o El código enigma (2014, donde interpretó al matemático Alan Turing y fue nominado al Oscar) mezclados con tanques como El Hobbit (fue el dragón Smaug), la nueva Viaje a las estrellas (donde interpreta a Khan) o el desembarco en el universo Marvel con Dr. Strange en 2016. Cumberbatch eligió un camino sin grandes sobresaltos. Al mismo tiempo, nadie diría que es una persona convencional: está su físico, esa cara de saurio bello con ojos de cyborg, los pómulos afilados y demasiado altos, el porte anticuado de la clase alta británica. Es tan raro que podría ser un clon replicante o un hombre del siglo XIX. Y está su familia: sus padres son actores de posición acomodada pero su abuelo paterno fue oficial submarinista en las dos guerras mundiales y su bisabuelo fue el cónsul general de la Reina Victoria en Turquía y el Líbano. Es primo lejano de Ricardo III, a quien interpretó en la serie The Hollow Crown –dedicada a las obras históricas de Shakespeare– y, a título de pariente lejano, fue invitado a leer un poema en el entierro del rey en la catedral de Leicester, en 2015, poco después de que sus restos fuesen encontrados en un estacionamiento de coches. Cumberbatch fue, además, alumno de uno de los colegios más elitistas del Reino Unido, Harrow School en Londres, fundada en 1572, apenas menos exclusiva que  Eton, donde estudian los Windsor. 

Y sin embargo, no es un conservador: hace campaña por los refugiados sirios y por un salario igualitario para sus compañeras actrices, cuenta con naturalidad sus experiencias sexuales con varones, casó a una pareja de amigos gays en Ibiza, acompaña públicamente a su amigo el pianista James Rhodes que denunció los abusos que sufrió en una elegante escuela primaria, está casado, tiene dos hijos y no se le conoce desplante, divismo o malhumor durante una entrevista. A los 41 años, Cumberbatch sabe lo que hace con su carrera y su personaje público como pocos, casi como ningún otro. 

En algún momento de este ascenso imparable, mientras promocionaba El quinto estado (la floja película sobre Julian Assange y WikiLeaks), Benedict Cumberbatch hizo un chat promocional con fans en el portal Reddit. Entre las preguntas de los usuarios surgió una de las habituales: cuál era el personaje literario que quería interpretar. Y él respondió: Patrick Melrose, de Edward St Aubyn. Los fans no insistieron. Posiblemente la mayoría no sabía a quién se refería. Pero tomaron nota la productora Rachael Horovitz, de Showtime, el guionista David Nicholls y el autor de Patrick Melrose, Edward St. Aubyn. Todos querían adaptar las novelas pero habían tenido diferentes trabas en distintos momentos. Demasiado inglesa. Demasiado corrosiva. Demasiado oscura. Sobre ricos: a quién le importan los ricos. Cuando se acercaron a Cumberbatch y él quiso protagonizar y producir la serie, tuvieron a otro de los elementos que les reclamaban para seguir con el proyecto: una estrella. 

Los cinco episodios de Patrick Melrose salieron al aire el mes pasado y están entre las mejores horas de televisión jamás producidas, incluso en esta edad dorada de las series. La calidad de la producción y la verdad emocional palpable del personaje es impensable sin el tour de force de Benedict Cumberbatch que encontró el papel de su carrera. Nunca se lo vio tan vulnerable, tan dúctil, tan completo. Cuando tiembla atacado de delirium tremens o intenta ocultar su borrachera delante de sus hijos; al borde de la sobredosis en un taxi o furioso con su madre cruel o citando a Pound. Sin su actuación, que va de la delicadeza a la ferocidad en segundos, no sería fácil sentir afecto y empatía por el volátil Patrick. Con Cumberbatch, uno hace fuerza para que sobreviva como ante un agónico partido de fútbol. “Se sufre por conseguir un papel así”, le dijo Cumberbatch a Los Angeles Times. “Lo único que quiero, como actor, es meterme en mente y cuerpo de alguien como Patrick. Fue liberador”.

Lo peor es la familia

Patrick Melrose no es la jugada que se esperaba del super agradable y popular Cumberbatch. Pero es su mejor actuación. Como si el dañado Patrick lo estuviese  esperando para darle una pincelada de mugre, de dolor, de miseria humana, de decadencia. Patrick Melrose es el protagonista de las cinco novelas autobiográficas del autor inglés Edward St. Aubyn: Da lo mismo (Never Mind, 1992), Malas Noticias (Bad News, 1992), Algo de esperanza (Some Hope, 1994), Leche materna (Mother’s Milk, 2005) y Por fin (At Last, 2012). En castellano las publicó Random en dos volúmenes, El padre (2013) y La madre (2014). Cada capítulo de la serie abarca una novela, con mínimas modificaciones de trama y personajes. 

En 1992, las dos primeras entregas de Patrick Melrose no causaron demasiado revuelo a pesar de que eran tan extraordinarias como oscuras. Edward St. Aubyn era resistido en aquella época: rico, privilegiado, miembro de la aristocracia terrateniente, nadie tenía interés en su historia. Era el momento de los escritores irlandeses como Roddy Doyle y Patrick McCabe, autores que contaban historias de la clase trabjadora. En 1993 Irvine Welsh publicó Trainspotting: más drogas y desdicha, pero en la Edimburgo pobre. En cine, Ken Loach había estrenado Riff-Raff, inaugurando un periodo de interés por la clase obrera británica que llegaría a la popularidad con The Full Monty en 1997. La vida de St. Aubyn, su infancia como hijo de un pedófilo sádico y su juventud como adicto desesperado no resultaban, a primera vista, más que otro memoir en un mercado saturado de historias de vida, y la condición de niño rico con tristeza no ayudaba cuando las novelas de moda eran sobre adictos escoceses, mujeres golpeadas, dueños de camionetas, hijos de carniceros, obreros de la construcción y desocupados. El boca a boca, sin embargo, llevó a la lectura y después a la admiración. Allan Hollinghurst dijo en The New Yorker en 2014: “Asumíamos perezosamente que, porque las había escrito una persona de clase alta, y siendo novelas sobre ese mundo, iban a ser triviales o esnobs o irrelevantes. Una persona así,se pensaba, no necesitaba escribir. Claro que Edward necesitaba escribir con más urgencia que todos nosotros. Entonces no lo sabíamos”. Ahora Hollinghurst es amigo de St. Aubyn. También fue su amigo Will Self, pero por estos días la relación parece desgastada. St. Aubyn no es fácil. Self tampoco. 

Las novelas de Patrick Melrose no son recolecciones de recuerdos, ni diario íntimo, ni historia de vida con recuperación y optimismo. Son literatura en manos de un virtuoso, de gran técnica, preciosistas, preocupadas por el lenguaje. La primera, Da lo mismo, recrea un día y una noche en la vida de Patrick niño en St. Nazaire, Francia. Su padre psicótico y su madre atiborrada de pastillas reciben a dos parejas de amigos que vienen a pasar la tarde y a cenar. La crueldad en carne viva de los ricos inútiles se desparrama por todos lados con frases ingeniosas, alcoholismo, maltrato a los trabajadores domésticos. Antes de la comida, Patrick es abusado brutalmente por su padre con la excusa de un castigo por una desobediencia menor. “Durante el almuerzo David tuvo la impresión de que quizá hubiera llevado demasiado lejos su desdén por la hipocresía de la clase media. Ni siquiera en el bar del Cavalry and Guards Club podía jactarse del incesto pedófilo homosexual con la confianza de obtener una recepción favorable. ¿A quién podía contarle que había violado a su hijo de cinco años? No se le ocurría ni una sola persona que no prefiriese cambiar de tema”. 

Después, durante la cena, el padre y sus amigos hablan de ética. Anne, la mujer de un filósofo, la única que conserva un poco de empatía, le pregunta: “¿Por qué habría de parecerte superior ser un amoral?”. Es que para David Melrose, el padre, el ejercicio de la crueldad lo aleja de la moralina y la sensibilidad de la clase media. Desdeñar las convenciones y cultivar la perversión es un signo de su superioridad de origen. Una marca de clase. 

El final es absolutamente desolador, con el niño violado y solo en una mansión gótica francesa. No hay salvación. Tampoco la hay en Malas noticias, la siguiente novela: Patrick ha sobrevivido a duras penas y es un joven de poco más de 20 años, adicto a la heroína, consumidor de cocaína, anfetaminas y tranquilizantes, voraz y depresivo, suicida, con síntomas de ezquizofrenia. Devastado por el trauma y el desamor. Pero también es rico, es decir que el dinero le permite funcionar a pesar de todo. La mala noticia es la muerte de David Melrose en Nueva York: Patrick debe viajar a buscar sus cenizas en el Concorde. Y así empieza una notable novela de drogas, a la altura de Última salida a Brooklyn de Hubert Selby Jr., Menos que cero de Bret Easton Ellis, de cualquiera de las incursiones de los beatniks o de William Burroughs o de Irvine Welsh. Nueva York en los 80, sucia y peligrosa; el joven rico que quiere morir en su habitación de hotel; los efectos arrasadores del estrés postraumático; los dealers, los amigos del padre que fingen no notar el estado terminal de Patrick; y el sarcasmo y la desdicha en cada renglón. “Con una aguja tan larga siempre se corría el riesgo de que atravesara la vena y se clavara en el músculo por el otro lado, una experiencia dolorosa, y por lo tanto atacó el brazo desde un ángulo bastante bajo. En ese momento crucial se le resbaló la jeringa de la mano y aterrizó en un pedazo de suelo mojado al lado del inodoro. Se agachó, desesperado por el ansia, y sacó la jeringa del charco. La aguja no se había doblado. Gracias a Dios. Se limpió la aguja en los pantalones. Para entonces el corazón le latía a toda velocidad  y notaba esa excitación visceral, una combinación de pánico y deseo, que siempre predecía al pinchazo”.

Algo de esperanza, final de la trilogía de los 90, también transcurre en un día: Patrick, limpio de drogas pero deprimido, asiste a una fiesta en una fabulosa casa de campo, a la que está invitada la princesa Margarita, hermana de la Reina Isabel; en la comida ella dice cosas como “una vez tomé un taxi” y obliga al embajador francés a limpiarle el vestido, que el diplomático salpicó por error, como si se tratara de un sirviente. La influencia de En busca del tiempo perdido es obvia (St. Aubyn suele contar que alquiló una casa y pasó un verano entero leyendo a Proust) pero la novela se inscribe en la tradición propia y parece referir a Una danza para la música del tiempo de Anthony Powell. Aunque, a diferencia de Powell, St. Aubyn narra con disciplicencia, con decepción, con rabia. Esta gente es su clase. Son sus pares. Y él los desprecia y en consecuencia se odia a sí mismo. Una amiga le dice, mientras observa a los invitados: “¿Crees que los guardan congelados en una agencia de extras y los sueltan en las grandes ocasiones?”. Y Patrick le contesta: “Ojalá. Por desgracia, creo que poseen gran parte del país”. En su reseña de The New Yorker, el crítico James Wood escribió: “A los reseñistas les gusta relacionarlo con Evelyn Waugh o con Oscar Wilde pero St. Aubyn es un escritor más frío y más salvaje que ellos dos. Nació en 1960 en una familia que en The Guardian describió livianamente como habitantes de Cornwall desde ‘la conquista normanda’. Quizá porque mira a la aristocracia desde adentro, a diferencia de Waugh o Wilde –el primer barón St. Aubyn recibió su tierra en 1671– no tiene el arrobamiento del arribista por la clase alta que está satirizando. Al contrario, su ficción se lee como un chillido de odio filial: la mayoría de los ingleses ricos de sus novelas son repelentes. Los esnobs, borrachos, pedófilos, locos, tiranos y adictos que pasan por estas páginas son demoníacos de una manera que parece contemporánea y extrañamente eterna. Uno puede pensar en el quinteto de novelas de la familia St. Aubyn como crónicas dinásticas que revelan un extraño y distante mundo de barbarismo primitivo”.

Ese barbarismo está muy claro en Leche materna (2005), la tardía cuarta parte, publicada después de la muerte de la madre real, la riquísima heredera norteamericana Lorna Mackintosh. En la novela, Patrick es abogado, tiene poco más de cuarenta años y dos hijos. Está perdido, angustiado, ha vuelto a beber. Los hijos no son un consuelo: vive con el terror de inyectarles la ponzoña de su herencia. Al mismo tiempo, desprecia a su madre cómplice que, adicta a la espiritualidad New Age, lo deshereda para dejarle la casa francesa a unos farsantes que integran un grupo terapeútico shamánico. Leche materna está contada en cuatro veranos: es la única de las novelas que no transcurre en un día. Cuatro agostos, cuatro vacaciones, desde diferentes puntos de vista: los chicos, la esposa, Patrick. Fue nominada al Premio Booker en 2006 y significó la consagración crítica de St. Aubyn. Un año después, con Por fin, cerraba la pentalogía con otra muerte: la novela transcurre en el funeral de su madre, Eleanor, con flashbacks hacia su propia internación en el pabellón de suicidas de una clínica psiquiátrica. Los flashbacks van más atrás y vuelven a la concepción de Patrick (durante una violación) y la circunsición a la que David somete a su hijo sólo para lastimarlo: “Sabían que no era una cirugía sino un ataque de un hombre furioso a los genitales de su hijo... ‘Era como la pintura de Saturno devorando a sus hijos’, dijo Eleanor”. Por fin es la más grotesca de las cinco novelas, las más dickensiana, con sus villanos exagerados y sus niños perdidos. Es, también, un final victorioso, extraordinario y para nada sentimental. Son estas escenas, las más barrocas,las que quedaron afuera de la serie. Y aún así es difícil ver Patrick Melrose, un retrato estético pero sin concesiones del trauma, la herencia, la adicción, la autodestrucción como forma de vida y el ocio cruel de los privilegiados. 

Entre las ruinas

Edward St Aubyn tiene ahora 58 años. Está feliz con el casting y la producción de la serie, especialmente con la extraordinaria dirección de Edward Berger que, en resonancia con las novelas, eligió una estética diferente para cada capítulo, incluso en la paleta de colores. También con Sebastian Maltz que compone a Patrick niño con una fragilidad desarmante. Pero no quiso escribir el guión de la serie. Por su cercanía, creyó que podía entorpecer el trabajo. Patrick es su alter ego y sus padres, Roger St. Aubyn y Lorna Mackintosh, son casi idénticos a los personajes de las novelas, David y Eleanor. Casi no los cambió pero si omitió cosas importanes en los libros. A su hermana Alexandra, por ejemplo. O sus años en Oxford, donde su tutora fue la novelista Penelope Fitzgerald. O su relación con la familia real: es el padrino del hijo de Edward Spencer, hermano de Lady Di. Patrick desdeña la terapia. St. Aubyn no. “Tenía que contarlo, a mi analista y en un libro. La opción era escribir algo auténtico o matarme. No había algo en mi vida que no me avergonzara o horrorizara. Si escribía una novela, lo único que me importaba, podía cambiar el juego”. 

En la serie, a David Melrose lo interpreta Hugo Weaving, el actor australiano que se hizo famoso como la drag queen Mitzi en Priscila, la reina del desierto y que después apareció como el Agente Smith en The Matrix y Lord Elrond en El señor de los anillos. Weaving está tenebroso, una presencia amenazante y altiva, toda su locura camuflada por los privilegios de clase. St Aubyn habló mucho con él: visitaba el set para ayudar y tranquilizar a los actores que también podían llamarlo por teléfono. “Me dijo: ‘dejame hablarte de mi padre y de lo que me hizo’”, cuenta Weaving. “Aunque tenía claro que David era un personje, fue bueno tener un retrato del original que lo inspiró. Es un papel muy difícil y Edward me liberó. Pude hacerlo sin preocuparme por contar ‘la verdad’, ni por ofenderlo o dañarlo.” La madre, Eleanor, es la extraordinaria Jennifer Jason Leigh (Ultima salida a Brooklyn, Mujer soltera busca, The Hateful Eight de Quentin Tarantino), una actriz acostumbrada a los papeles oscuros y con una historia traumática propia: es hija de Vic Morrow, el protagonista de Combate, que murió en un set de filmación decapitado por un helicóptero. “No podía mirar a Hugo”, contó en una entrevista con The Guardian. “Él es amoroso pero como David Melrose me daba terror. Por mi parte quise hacerle justicia a Eleanor. Es una madre monstruosa pero bebe hasta adormecer cada una de sus células y se droga para llegar a la negación. No puede salvar a su hijo. Está atrapada”.

Cumberbatch dice que, en parte, la atracción de hacer este personaje fue el desafío de la diferencia. Él apenas toma algún vaso de vino en una fiesta. No usa drogas. “Tampoco soy de clase alta como él. Mi imagen lo es, mi aspecto fisico. Mi educación. Pero en el colegio tenía un solo amigo de la aristocracia terrateniente. Fuera de Gran Bretaña, es difícil entender la estratificación de nuestra sociedad”. 

Con pocas excepciones, la representación de la riqueza en la televisión suele ser atractiva, aunque sean villanos. Su mundo aparece como deseable; sus miserias, como defectos que se pueden entender o perdonar. O que son divertidos, pícaros. Incluso admirables. “El uso de la clase alta en la televisión suele ser aspiracional”, dice Nicholls. “Pintoresco. Sus casas, su ropa, el glamour en detalle. Y aunque hicimos una serie de maravillosa fotografía, de escenarios hermosos, a los ricos se los trata con gran dureza. No hay piedad con esa gente terrible”. Y Benedict Cumberbatch agrega: “La serie es una ventana hacia la sociedad inglesa. Se nos ha mostrado sordidez y adicción y abuso sexual en muchos sectores de la sociedad pero no tanto en la clase alta, que suele estar idealizada, hay una mirada idílica sobre las casas de campo y la nobleza. No es fácil pedirle al público que acepte esta propuesta y a este personaje, pero es una lástima si se lo pierden. Porque el trabajo de St. Aubyn trasciende una clase o una circunstancia. Para mi sus libros son clásicos contemporáneos y ojalá les hayamos hecho justicia”.


Actor de porte y carácter poco convencionales, británico de pura estirpe a punto tal de haber interpretado a Sherlock Holmes, Benedict Cumberbatch era el actor indicado para interpretar a Patrick Melrose, protagonista de los cinco episodios de la mejor miniserie de televisión de los últimos tiempos producida por ShowTime. Basada en las cinco novelas de Edward St.Aubyn, un escritor inglés que utilizó material autobiográfico sobre su vida, sus adicciones, su familia,  su abuso, pero sin renunciar a un gran proyecto literario, Patrick Melrose es un feroz retrato de la clase alta británica mirada desde adentro y contada sin maquillaje.