El lirismo de la prosa de Diego Meret es de una belleza inaudita. Como si el narrador no pudiera evitar rendirse a los pies del poeta que quisiera ser. “Un amanecer rojo. Como de otro planeta o de otro tiempo. Siete, ocho vacas como manchas negras o marrones, separadas por un trazo azulado de bordes plateados. A esa hora incluso los árboles parecían dormidos. Hasta que lo perdió de vista, se entretuvo mirando a un hombre flaco que iba en bicicleta por el campo. Veía al hombre, pero no distinguía el caminito: daba la impresión de que se dirigía a un fuego, a una nubecilla verdosa que se adivinaba bien a lo lejos.” En el principio de El Podrido, la última novela de Meret –que inaugura la colección de narrativa argentina de Indómita Luz, una editorial que forma parte de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular–, Abel, “un poeta familiar” que escapa de la vida que tenía en Buenos Aires, regresa a Ituzaingó, a la ciudad correntina donde viven su hermano Josué y su padre ciego, “observado por las arañas que habían ido habitando los rincones”, los dos soldadores y torneros que tiene un taller metalúrgico.

En El Podrido, Meret despliega una novela en la que hay muchos crotos, un circo delirante, una inundación que no deja casi nada en pie, excepto la propiedad de los Ojeda, la familia que encarna el mal en esa ciudad correntina; una embarcación que parece una banda de piratas y un poeta peruano llamado Borges. “En la novela anterior, los personajes también viajan a Ituzaingó. Conozco esa zona bastante, pasé parte de mi infancia ahí, mi viejo vivió y murió ahí. Es un lugar que conozco y que me sigue atrapando –reconoce el escritor en la entrevista con PáginaI12–. La cuestión de los crotos, que también aparece en La ira del Curupí, es parte de un recuerdo de cuando era chiquito. Con unos amigos nos juntábamos cerca de un polideportivo, donde había una especie de barcito para tomar alcohol. Pasábamos mucho tiempo ahí, y veíamos a los hombres que volvían a la tarde caminando y se la pasaban escabiando; era gente muy apagada, son esas personas que me quedaron como un recuerdo fuerte. Esa región tiene un componente afectivo y me resulta más sencillo marcar los límites de un relato en un espacio chico en el que puedo ver todo lo que pasa, más que en una ciudad”.

El escritor –que– cuenta que El Podrido empieza como una crónica de viaje, un cambio de vida. “Se intuye una separación y una crisis y Abel, el personaje principal; viaja a Ituzaingó, que es un lugar que conoce, aunque hacía mucho que no iba. Como en las novelas de aventuras, en los policiales y los westerns, me gusta que el lugar tenga cierto protagonismo. Por eso el tema de la inundación y el peligro que puede haber por detrás de ese espacio geográfico. Creo que escribo sobre ese lugar porque lo conozco. Me resulta un lugar familiar, al que puedo deformar como se me ocurra”, subraya Meret.

–En un momento de El Podrido, Abel se pregunta “¿por qué los poetas hacen todo con énfasis novelesco?”

–Es una pavada que siempre me interesó: la contraposición de la vida, de la biografía, de los poetas y narradores. Me parece que encuentro una mayor necesidad de aventura en la vida real de los poetas que la de los narradores. Los poetas salen más a buscar el oro, el misterio de las cosas, de ahí ese énfasis novelesco. Muchos poetas terminan siendo personajes de novela, y los novelistas no tienen esa capacidad. Pero igual es una impresión que puede fallar. Quizá tiene que ver con el tiempo. El narrador tiene que destinar más tiempo a la escritura que el poeta. Pero no lo digo por falta de trabajo en un texto poético, sino por cuestiones de metodología, de rutinas, de extensión. Quise que Abel fuera un poeta melodramático, con verdadero énfasis novelesco, y que el personaje tuviera una vida de novela.

–Abel en un momento plantea que el verdadero escritor no debería leer otra cosa que gramática. ¿Coincide con el personaje o es parte de esa exageración?

–Es parte de la exageración del personaje, pero me parece que está bueno leer gramática; es necesario leer y estudiar gramática para romperla. El personaje tiene puntos de vista muy radicales y eso es lo que lo mueve, esa forma radical de ver las cosas.

–¿Por qué hay tantos crotos en la novela?

–Eso tiene que ver con la región, con Ituzaingó. Cuando yo era chico, había muchos crotos. Conocí una parte de Ituzaingó que fue como de transición cuando se empezó a construir la represa. En un momento se abandonó ese trabajo, por un tiempo se desactivó la construcción de la represa, y un montón de gente que había ido a trabajar quedó varada. Incluso se habían construido barrios que después la gente no pudo pagar. Se notaba mucho la diferencia: había familias que estaban muy bien y familias que estaban muy mal. Y el alcohol corría mucho. Mi papá tenía en esa época un barcito y tengo muchos recuerdos de mucha gente borracha en ese pueblo. Veía gente que había perdido el rumbo, como si fueran gauchos, pero también habían perdido la impronta gauchesca, estaban abandonados, como crotos. Quizá no son estrictamente crotos, en el sentido de golondrinas que van de un lugar a otro, pero eran hombres como perdidos.

–Hay una parte de la novela en la que los crotos parecen como zombies, como muertos vivos, ¿no?

–Sí, puede ser... La verdad es que no lo pensé así, pero son personas apenas vivas que representan una especie de peligro. En La ira del Curupí tienen otro protagonismo los crotos; son los que pueden tirar abajo el negocio de la familia Ojeda, que tiene la intención de apropiarse de territorios. Los crotos son los que ven cada vez que ellos corren los alambrados. En La ira del Curupí hay un plan de exterminio de los crotos para borrar a los testigos posibles de la expansión de la familia Ojeda.

–Muchos poetas de ‘los 90 publicaron novelas a partir de 2000. Abel se define como “un poeta familiar”. ¿Qué es ser un poeta familiar?

–No sé si es una ironía, pero puede tener que ver con esa época en que los poetas empezaron a pasarse a la prosa. En un libro de Alejandro Rubio, él hace referencia al hecho de la traición, que el público de poesía y los propios poetas ven el paso del verso a la prosa como una traición. Esta cuestión de ser un poeta familiar es una cosa exagerada de querer ser leído por todos, algo imposible. Cuando aparece Borges, el poeta peruano, ahí aparece el tema de las presentaciones de libros, a las que van siete personas. Se arman encuentros que son necesarios, pero en los que es difícil decir algo sobre el libro y es difícil para el autor hablar del libro. Por eso está todo ese juego con Borges, que es el que lo termina salvando a Abel de la situación de la presentación del libro, sin haber leído el libro. No sé si es tan importante leer el libro para una presentación... (risas).

–“Sólo era escritor en plan económico, aunque no hubiera un plan económico más disparatado que ser escritor. Hacía años que habría perdido lo que se conoce como la épica del libro propio. Y encima su novela no le gustaba y ahora tampoco la entendía. La veía como un rejunte de textos pretenciosos al pedo, carentes del más insignificante brillo”, se afirma en una parte de la novela. ¿No hay plan económico más disparatado que ser escritor?

–Sí, no existe el plan económico. Abel quiere encontrar en la vida de escritor o de poeta una forma de vida que esté ligada con su economía personal, que es una de las cosas que lo termina sacando de eje, “volviendo loco”. Es una cosa re disparatada.

–¿Hay algo propio en el personaje de Abel? ¿El primer Diego Meret que empezaba a escribir y publicar se parecía Abel?

–Sí. Cuando empecé a escribir, quería escribir novelas como las de (Samuel) Beckett (risas). Apuntaba bien alto, aunque yo no había sido secretario de (James) Joyce. Quería escribir una novela como Molloy, como Malón muere, entonces me metía en esos problemas de lenguaje con personajes mutilados y trataba de contar algo imposible de contar. Por supuesto, no podía escribir. Ese proyecto de escritura que tenía me recontra frustraba porque no iba a ningún lado. Con el tiempo asumí que también podía escribir ligero, con otra velocidad. Hay un momento de resignación, que lo debe tener toda escritora y todo escritor, que es cuando empezás a escribir lo que podés escribir. Eso me pasó: encontrar las formas para poder escribir, apartarme de las trabas del lenguaje, las trampas que uno se pone... Abel es un prototipo de lo que piensa un escritor cuando está en su momento más fundamentalista, cuando tiene todas las lecturas mezcladas, cuando lo que se conoce como formación todavía no empezó a cuajar. En Abel ese estado se prolonga, no sale de ese estado y eso medio lo enferma. Por eso necesita otra vida, trabajar en el taller que era de su padre.

–En el principio de la novela, Abel dice que soldar es algo que no se olvida nunca. ¿Escribir es algo que se puede olvidar?

–No es que uno se puede olvidar de escribir, pero a veces me encuentro con problemas básicos pensando en un texto, como por ejemplo no poder conectar oraciones o armar un párrafo, o pensar en la cohesión y coherencia. A veces lo que se puede perder es la fluidez; el músculo está, pero la fluidez que se pierde se puede recuperar. Empecé a escribir mucho más fluido el año pasado porque me puse a leer mucho teatro... Lo que me pasaba es que estaba medio cansado del narrador, y leer teatro me liberó y me agilizó la escritura. Escribí algunas obras de teatro –quizá se estrene Plush, que es una reescritura de La Cenicienta–, después las pasé a narración, y tienen otra velocidad los textos.

–¿Escribir dramaturgia es como soltar la muñeca de la narración?

–Sí. Estaba escribiendo textos muy reflexivos, muy recargados. Supongo que leer teatro y escribir teatro me ayudó, me hizo bien como narrador. 

–Borges, el poeta peruano de la novela, ¿es una ironía? ¿La literatura argentina parece que jamás podrá escapar del influjo de Borges?

–La literatura argentina está bajo el fantasma de Borges. Con el personaje de Borges como poeta peruano quise rescatar la figura del lumpen que está en el borde de la marginalidad. Ponerle Borges era cargarlo con todo lo contrario. En El Podrido, a Borges lo mata un argelino musulmán, pero Abel piensa que pudo haber sido él. “¿Habré matado a Borges?”, se pregunta.

–¿En qué estela de escritores argentinos se inscribiría con su obra? 

–Me cuesta mucho pensar en influencias porque primero que nada me enfrento al problema del texto y si aparece alguna influencia es involuntaria. Mi generación es un poco posterior a la de los poetas de los ‘90. Ellos leyeron toda la tradición y nos la entregaron bastante digerida. En ese sentido, quizá fue más fácil leer para nosotros que para ellos. Ahora hay escritores jóvenes muy buenos, como la poeta Belén Iannuzzi, que acaba de publicar sus poemas reunidos: Frío, seco y pampero; Brian Alvarez, con un primer libro de poemas muy bueno, Ranelagh; y un libro de narrativa, La era de la eyaculación desmedida, de Bernabé De Vinsenci. Leí a Alejandro Rubio, a Fernanda Laguna, a Cecilia Pavón... Yo me siento más cerca de la literatura que se desprende de los hermanos Lamborghini. Me gusta pensar en Copi, en César Aira, en Arturo Carrera, ese tipo de autores. También sigo todo lo que hace Sergio Bizzio... Pero para mí es difícil hablar de influencias.

–A propósito de la relación entre prosa y poesía, y teniendo en cuenta el comienzo tan lírico de El Podrido, ¿hay poemas ocultos en algún archivo de su computadora?

–No, no escribo poesía. En el comienzo de El Podrido tenía la idea de armar un párrafo visual, como si fueras a ver un cuadro. Y ahí puede ser que haya una intención poética, pero la verdad es que no puedo pensar en un libro de poesía, siempre tiendo a derramar todo en una prosa, en una narración. Yo envidio mucho a los poetas, pero no puedo escribir poesía. Pero sí leo poesía porque los narradores aprendemos de los poetas.

–¿Qué cosas aprende un narrador de los poetas?

–Te ayudan a meterte en el problema de escribir y producir un texto a partir de todas las dificultades que puede provocar la escritura. Los poetas tienden a mostrar ese problema. Estoy pensando en Leónidas (Lamborghini), en las oraciones cortadas o “mal” cortadas. Trasladar eso a la prosa, a la narración, te ayuda a obtener una especie de ritmo, que también tiene que ver con la música. Por eso me parece necesario leer poesía, para sentir bien el ritmo del texto.