En la búsqueda de la felicidad futbolera (que era la clasificación a octavos de final) Argentina toda, o casi toda, había perdido el punto de equilibrio en su versión aristotélica. Que cuando se consigue es la virtud, según el filósofo. La Selección estaba en un extremo, el periodismo en el otro y los hinchas navegaban a dos aguas. Para unos –incluidos varios cronistas de verba incendiaria–, Messi y sus compañeros parecían personajes sacados de Feos, sucios y malos, la película italiana de Ettore Scola. Otros los veían como simples futbolistas –tan mortales como nosotros– de un equipo en franco declive. Entre la euforia y la depresión, vivimos esos días ciclotímicos después del 0-3 con Croacia. 

Había que hamacarse y nos hamacamos. No quedaba otra. O sí, nos quedaba ganarle a Nigeria. Los jugadores tenían que hacer lo que saben, jugar. Los periodistas seguir con el parloteo que llena programas. Los hinchas sufrir desde afuera. En San Petersburgo los que pudieron pagarse el viaje. De Ushuaia a La Quiaca la inmensa mayoría. La continuidad en el Mundial pendía de un hilo. Y se prolongó la zozobra hasta los 85 minutos del partido contra los nigerianos. El gol de Rojo fue el desahogo de una olla a presión donde se cocinaban la reputación del plantel, el entrenador y los dirigentes. Una larga lista de desencuentros, sospechas maliciosas y habladurías –todas ventiladas en los medios– eran los ingredientes que completaban ese menú explosivo.

La explosión finalmente no fue una puteada por la eliminación tan temida. Un hecho que muchos descontaban antes de que Nigeria le ganara a Islandia. No hubo bronca desatada ni furia implacable. Lo que sobrevino fue un grito de gol que nos sacudió la perplejidad. Se sintió tan fuerte como una sirena de ambulancia a la madrugada. El equipo de Sampaoli estaba en terapia intensiva. Corría el reloj y los nervios aturdían. El empate no servía y el Mundial seguía de largo para Argentina. Pero apareció Rojo en el área grande, descuidado, como si los nigerianos no hubieran reparado en que era un delantero más. El instante en que tocó la pelota, como un goleador que no es, que siguió en carrera loca con Messi subido a caballito, generó una explosión de decibeles que nos explica como hinchas y pueblo exitista. 

La historia no se termina acá. Continuará con Francia, como los cuentos que nos leían en nuestra infancia. Si a esta selección hay que explicarla por su juego –que hasta ayer fue magro y en grageas–, también hay que retratarla por la energía de pasiones que despierta. El recordado Dante Panzeri lo hubiera hecho mejor que nadie. Una vez escribió: “Hay casos en que lo disparatado, por constante, llega a parecer tanto o más fuerte, como lo razonable por ausente”.

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